17 jul 2010

Loew Ben Bezalel

Tras los pasos del cabalista de Praga/Marek Halter, pintor y novelista francés de origen polaco.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva
Publicado en EL PAÍS, 14/07/10;
En Praga, delante del viejo ayuntamiento judío, se erige la imponente estatua del gran rabino Judá Loew Ben Bezalel (1512-1609), conocido como MaHaRaL, el Cabalista.
La estatua tiene más de un siglo. Nadie se atrevió a destruirla, ni los nazis, ni los soviéticos, ni siquiera los grafiteros de nuestros días. Ahí está, inmutable, protegida por su propia leyenda. Durante el proceso Slánský, interpuesto en 1952 por el poder estalinista contra los espías y los cosmopolitas -es decir, los antiguos dirigentes comunistas de origen judío-, el Gobierno dispuso una guardia ante el monumento para protegerlo de posibles agresiones antisemitas. ¿Por qué esta excepción? Por miedo a una maldición. Aquí nació, producto de las palabras y del barro, el primer humanoide de la historia: el Golem. Mucho después de su muerte, su creador sigue inspirando temor.
Los praguenses cuentan que, en 1941, Heydrich, recién nombrado gobernador adjunto del Reich en Bohemia-Moravia, le propuso a su amigo Himmler utilizar la fuerza del Golem para ganar la guerra. Apasionado por el esoterismo, Hitler lo aprobó. Solo quedaba descodificar las fórmulas cabalísticas que habían hecho posible la aparición del prodigio, una noche del año 1600, ante una muchedumbre congregada al pie de la sinagoga Vieja-Nueva de Praga.
Por aquel entonces, Europa estaba en llamas: católicos y protestantes se hacían la guerra. Todo los separaba, excepto su odio hacia los judíos. Las persecuciones antisemitas se multiplicaban. Los judíos se dirigieron a su rabino en busca de protección. Este dudó y luego hizo que le trajeran miles de cubos con arcilla procedente de la orilla del río Moldava, que atraviesa la ciudad. El rabino modeló con ella una enorme forma de contornos casi humanos y le insufló la vida. Y así nació el Golem, pura fuerza sin boca, pues el Verbo solamente les corresponde a los hombres. Esta especie de bomba atómica intimidó a los antisemitas, pero podía volverse contra sus creadores de la noche a la mañana.
El monstruo de arcilla garantizó la seguridad de la ciudad judía y restableció la paz y el bienestar. Después, el Golem dejó de tener utilidad y se vio relegado a trabajos de construcción y tareas vulgares. Los niños se burlaban de él. La gente lo insultaba. Un día el Golem se rebeló y destruyó todo lo que encontró a su paso. Alertado, su creador, el gran rabino Loew, tuvo que quitarle la vida a su obra: el Golem volvió a ser barro. Los habitantes de la ciudad, presa de remordimientos, transportaron ese barro hasta el sótano de la sinagoga Vieja-Nueva, la más antigua de Europa.
Para devolverle la vida a ese montón de arcilla, el nazi Heydrich organizó una unidad denominada “comando Golem”. Su objetivo: encontrar a los últimos oficiantes de la sinagoga y, si era necesario, torturarlos para obtener las fórmulas necesarias para su resurrección.
Según los praguenses, el comando obtuvo la información que buscaba. Pero, como explica rabí Haim, guardián de la sinagoga, “al no poder descubrir la melodía que acompañaba las palabras pronunciadas por el MaHaRaL”, no consiguió realizar el sueño de Hitler. Arno Parik, conservador del Museo Judío de Praga, cita a David Gans, testigo del prodigio: “Nadie, salvo el MaHaRaL, fue lo bastante puro como para conocer este secreto de la Cábala”.
MaHaRaL, el gran rabino Loew, nació en 1512 en Worms, a orillas del Rin. Llegó a Praga a una edad avanzada y a petición de la comunidad judía y del emperador romano germánico Rodolfo II. Allí permaneció como gran rabino hasta su muerte a los 97 años, en 1609. Cabalista reputado, Loew era también un apasionado de la Filosofía y la Astronomía. En Praga entabló amistad con Tycho Brahe y Johannes Kepler, los dos famosos astrónomos que, al mismo tiempo que Galileo y siguiendo a Copérnico, probaron que no solo la Tierra giraba alrededor del Sol, sino que una multitud de sistemas solares y planetas poblaban el cielo infinito. Para los cabalistas no fue una revelación. El Zohar, o Libro del esplendor, obra emblemática de la Cábala, redactado, según se cree, en la España del siglo XIII por Moisés de León, ya hablaba de ello. Para los gentiles, en cambio, este descubrimiento fue fulminante. Desde la noche de los tiempos, los hombres estaban convencidos de que la Tierra era el centro del Universo. Entre Dios y los hombres, había una simple relación vertical: el hombre estaba abajo; el Señor, en los cielos. Pero si el espacio que había por encima de nuestras cabezas, ese espacio reservado a Dios, contaba realmente con una infinidad de astros y planetas, ¿dónde se encontraba Su morada? MaHaRaL responde: en el lenguaje. ¿No nos ha sido dicho que en el principio era el Verbo?
Todo el mundo se acercó entonces a la Cábala. Su extraña anticipación de este descubrimiento esencial le valió un interés repentino y desenfrenado que desbordó los ambientes judíos.
Para mí, nativo de Varsovia, hollar las calles en las que el Golem cobró vida era una aventura extraordinaria. Uniendo mis pasos a los pasos del MaHaRaL cumplía un sueño de infancia, raro privilegio. Pronto descubrí asombrado que el antiguo barrio de Praga permanecía intacto, que sus sinagogas, su ayuntamiento y sus cementerios seguían ahí. Eso me dejó perplejo: mi ciudad, la ciudad judía de Varsovia, desapareció completamente.
¿Por qué los nazis respetaron Praga? ¿Por miedo a MaHaRaL y al Golem? El mismo Goethe visitó la sinagoga Vieja-Nueva de Praga antes de escribir El aprendiz de brujo. El Golem de Gustav Meyrink (1915) fue uno de los primeros best seller de la literatura mundial. Por otra parte, la fascinación que los judíos ejercían sobre Heydrich era tal que hizo que la Comisión de Evaluación Racial le extendiera un certificado que probaba su pureza de sangre: “Ni sangre de color ni sangre judía”. Siempre llevaba ese documento junto al corazón; también aquel 4 de junio de 1942 en que la resistencia checa consiguió abatirlo. Sin embargo, antes había tenido tiempo para presentarle su proyecto a Hitler: convertir el barrio praguense de Josefov en el “museo exótico de una raza extinta”.
Ya que era peligroso tocar la Praga judía a causa del MaHaRaL, demiurgo del Golem, ¿por qué no convertirla en una especie de Jurassic Park en el que las generaciones futuras pudieran contemplar las huellas de un pueblo maléfico borrado para siempre de la faz de la Tierra? En el número 1 de la calle Staré Školy, en un hermoso edificio modernista de la antigua judería de Praga, se encuentra el Museo Judío. Su historiador, Arno Parik, me explica que “bajo control de los nazis, 40 empleados trabajaban 12 horas al día para refundar un museo en lugar del nuestro -cerrado en 1939- que abriría sus puertas el 3 de agosto de 1942. Para ello, catalogaron más de 200.000 objetos”.
En aquella época, cerca de 120.000 judíos vivían en Praga. Hoy, apenas son 1.700. Su barrio sigue como entonces, con sus “rincones oscuros, pasajes secretos, ventanas condenadas, patios sucios, cervecerías ruidosas y albergues siniestros”, como lo describe Kafka. ¿Salvado por el miedo que ejercía y sigue ejerciendo el cabalista de Praga? Al amparo de la Sinagoga Klausen, la escuela del MaHaRaL, descubro el viejo cementerio judío. Miles de tumbas. Más de 12.000. El tiempo ha producido múltiples fisuras en la imponente piedra bajo la que reposan el gran rabino Loew y su esposa Perl.
No me hubiera gustado abandonar Praga sin volver a ver al MaHaRaL. Pero, siguiendo la vieja máxima yiddish, “no preguntes nunca tu camino a alguien que lo conozca, pues podrías extraviarte”, me pierdo. Le he dado la espalda por error a la estatua del gran rabino Loew y vuelvo a encontrarme ante la casa de Kafka, en el 2 B de la calle Cihelná. Aquí, nada parece haber cambiado. A excepción de un café en la planta baja -el Café Franz Fafka, claro está- y de una tienda en la que venden bolígrafos con la efigie del escritor y figurillas de terracota representando al Golem.
Una pareja de ancianos duda entre el bolígrafo y la estatuilla. Finalmente, compran 20 Golem de una vez; “son para regalar”, explica el señor del pelo blanco en un inglés con fuertes resonancias germánicas. Luego, volviéndose hacia mí con el pequeño Golem en la mano, añade: “Será mi amuleto”. Yo me digo que tal vez no sea mala idea y también compro algunos.

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