30 nov 2012

"Ovejas negras, rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo XXI" de editorial Océano

 Ovejas negras
Introducción al libro "Ovejas negras, rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo XXI" de editorial Océano
Emiliano Ruiz Parra
Publicado en Enfoque de Reforma, 28 octubre 2012;
I. Doble disidencia

Las ovejas negras de este libro son dobles disidentes: no sólo desafían a la jerarquía de la Iglesia católica –a la que juraron obedecer–, sino que se enfrentan al Estado mexicano. Arriesgando sus vidas, algunos de ellos han asumido un protagonismo público tras la crisis humanitaria derivada de la guerra contra el narcotráfico; otros son defensores de derechos humanos de larga trayectoria; algunos más se convirtieron a la izquierda tras su contacto con la insurrección del Ejército Zapatista en Chiapas. Y el resto representa las discusiones sobre pederastia, celibato y derechos de las mujeres que son, quizá, los desafíos estructurales más importantes de la Iglesia católica hacia el tercer milenio (y en donde, también, han debido enfrentarse al poder político mexicano, que ha encubierto y protegido a abusadores de niños).
Las vidas de estos disidentes son a veces ejemplares y a veces dramáticas. Tocan, en algunos momentos, alturas sublimes de compromiso moral y luego se hunden frente a retos políticos, para los que el evangelio les resulta mucho menos iluminador de lo que suponían. Pero sus vidas son siempre apasionantes y constituyen un desafío a las ideas tradicionales de la fe y la militancia política. Son, por ello, historias que es preciso contar con las dos herramientas del periodismo narrativo: una rigurosa investigación periodística y una narración que se vale de los recursos de la literatura –menos la ficción– para reflejar la riqueza de los hechos a través de la riqueza de las palabras: por ello, la única pretensión genuina de este libro es que el lector goce la lectura de estas vidas como si leyera una colección de relatos de aventuras.
Entre 2004 y 2005 yo dedicaba mi vida periodística a la cobertura del sector religioso para el diario mexicano Reforma. Durante un año visité templos, leí libros sagrados y entrevisté ministros de culto de las más diversas creencias; compartí el pan con sacerdotes, fatigué peregrinaciones, me arrodillé en estadios llenos de feligreses y pernocté en el frío invernal de la Basílica de Guadalupe. A través del periodismo religioso –y desde mi perspectiva de no creyente– descubrí los mundos paralelos que la fe preserva dentro de nuestra civilización secular moderna y cómo tiende sus redes desde la política hasta los medios de comunicación.
"La Iglesia católica lo perdona todo, menos la heterodoxia", me dijo en aquel entonces el profesor José Barba, un valiente filólogo que lideró el primer grupo de denunciantes de los abusos del sacerdote y empresario mexicano Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionarios de Cristo. Desde entonces precisé mi interés periodístico en los conflictos que provocaban, precisamente, esos heterodoxos leales que no rompían con la Iglesia sino que libraban su batalla al interior de la institución bimilenaria. En el fondo, entre los conservadores de la burocracia tradicional y los heterodoxos leales hay una disputa ideológica por la auténtica ortodoxia cristiana.
Tras un año cubriendo la fuente religiosa, mis editores en el periódico me transfirieron a la sección política –una promoción en términos laborales– en donde permanecí unos años más. Pero mantuve mi fe, en este caso periodística y narrativa, de que grandes batallas se libraban en los ámbitos religiosos, batallas que nos afectaban por igual a creyentes y agnósticos, y en donde habitaban personajes entrañables e historias novelescas que, por lo general, se contaban poco y mal.
En la reconstrucción de sus vidas hablé extensamente con los protagonistas de este texto (salvo los ya fallecidos Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruiz) con sus amigos y antagonistas; fui a los albergues de transmigrantes en el sur y el norte del país –en donde se protege a los indocumentados del homicidio, el secuestro y la esclavitud perpetrados por bandas criminales asociadas con autoridades civiles y militares–, acompañé marchas de protesta, leí teología e historia de las religiones; a uno de los personajes, Raúl Vera, lo seguí hasta Noruega, en donde recibió un premio internacional de derechos humanos, y pasé largas horas conversando con decenas de disidentes católicos. El resultado es esta colección de perfiles de hombres que, desde la fe, han llenado el vacío que dejó la izquierda partidaria en el reclamo de derechos políticos y sociales y que, en el camino, han propuesto una manera distinta de entender el mensaje del carpintero de Nazaret que predicó el Reino de Dios y su justicia.
II. A la izquierda del Padre
Luego de siete décadas de regirse por un régimen presidencialista de partido hegemónico (el PRI-gobierno de 1928 a 1997), México llegó al siglo XXI con un sistema de partidos políticos con rasgos notablemente más democráticos. Décadas de luchas sociales –que costaron la vida y la libertad de cientos de personas– generaron, entre otras conquistas, organización ciudadana de los comicios, amplio margen de libertad de prensa y un reparto del poder menos centralizado en el presidente de la república, sólo por mencionar tres características distintas al régimen anterior, de talante corporativo y autoritario. El nuevo sistema de partidos políticos, sin embargo, generó sus propias áreas de déficit democrático, como el crecimiento desmesurado de los poderes de facto –desde los caciques locales y los cárteles del narcotráfico a las empresas de telecomunicaciones– y de los gobernadores de los estados, que se han resistido a aceptar reformas democráticas a nivel local.
En el México del régimen autoritario era comprensible que no emergiera una opción convincente de izquierda si carecía de condiciones para existir y disputar el poder. Lo notable ha sido que, durante la alternancia, los mexicanos sólo hemos conocido una izquierda partidaria y parlamentaria corrompida, con un programa más cercano al Consenso de Washington que a la igualdad social y las libertades políticas.
Nuestra izquierda partidaria, que conviene llamarla centroizquierda y ubicarla en torno del Partido de la Revolución Democrática (PRD) –aunque se expresa también bajo otras siglas partidarias y organizaciones sociales y políticas– se benefició de la reforma electoral de 1996, que convirtió a los partidos políticos con registro en destinatarios de cientos de millones de pesos al año de presupuesto público. Con elecciones cada vez más libres, los miembros de esos partidos accedieron a regidurías, alcaldías, gubernaturas, diputaciones y senadurías.
"Ser de izquierda" y pertenecer a alguno de los partidos con registro de esa expresión se convirtió en un buen negocio: además de recibir un flujo ininterrumpido de dinero público, se les permitió acceder a puestos de gobierno municipal y estatal en donde, al igual que el resto de los funcionarios electos, tenían mínimas obligaciones de rendir cuentas y transparentar sus gastos. La izquierda partidaria, salvo excepciones, calcó del régimen del PRI los métodos de hacer política: la exacción de los presupuestos del gobierno, los negocios con dinero público, la compra del voto y el intercambio de favores con el amplio abanico de poderes fácticos, desde las televisoras hasta los cárteles del narcotráfico. Sus gobiernos estatales, en algunos casos, fueron desastrosos –como en Chiapas con Juan Sabines– y a veces francamente represores –Guerrero en épocas de Ángel Aguirre– y, salvo excepciones nuevamente, bastante corruptos. En un país de mínima transparencia y nula rendición de cuentas, los políticos de la centroizquierda se beneficiaron de una impunidad generalizada (el PAN en el poder también se acomodó a los hábitos de la corrupción de la herencia priista. Ni el PRD ni el PAN reformaron los métodos de hacer política).
Esa centroizquierda careció de un programa político que favoreciera la igualdad social y las libertades políticas (no hay, por ejemplo, una propuesta clara de reforma fiscal redistributiva que financie un sólido Estado de Bienestar, o una propuesta de rediseño institucional del país que ofreciera reglas distintas de relación entre los poderes y la ciudadanía). Su discurso se ha reducido a pedir el apoyo electoral para que, una vez en el poder, arreglen las cosas. En su experiencia de gobierno en los ámbitos estatales y municipales se ha limitado, en la mayoría de los casos, a administrar la inercia burocrática heredada.
No es sorpresa, por lo tanto, que esa centroizquierda carezca de una agenda explícita respecto de temas urgentes como la redistribución de la riqueza; los derechos de las mujeres; las libertades sexuales y reproductivas (con excepción del gobierno del Distrito Federal); el medio ambiente; el empleo y el salario justo; los derechos de los emigrantes, inmigrantes y transmigrantes; la militarización del país y las víctimas de la guerra contra el narcotráfico. En voz baja, ese naufragio programático se ha justificado en términos electorales: había que congraciarse con los poderes fácticos, el gobierno de Estados Unidos, los grandes empresarios y los votantes conservadores con el fin superior de ganar la presidencia de la república. Ese objetivo, por cierto, tampoco se ha conseguido.
De esa manera, la centroizquierda partidaria se concentró en la conquista de posiciones de gobierno y, así, abandonó los movimientos sociales y las luchas de las minorías, salvo cuando reportaran un beneficio electoral inmediato. Como consecuencia, un número importante de liderazgos populares fueron absorbidos por la burocratización, la corrupción y vaguedad programática de esa centroizquierda. Se generó un vacío político en el país.
El caso más claro de ese abandono, en años recientes, se observó tras la crisis de derechos humanos ocurrida en el sexenio de Felipe Calderón. La centroizquierda partidaria nunca rechazó la militarización de la seguridad pública ni abanderó la protesta por el derramamiento de sangre —alrededor de 60 mil muertos entre 2006 y 2012—, el incremento de las desapariciones forzadas, las torturas y el asesinato a periodistas. Y se mantuvo callada frente al holocausto por el que atravesaron —atraviesan aún— los transmigrantes centro y sudamericanos en su camino a Estados Unidos y en donde repetidamente están involucradas autoridades civiles y, en ocasiones, militares.
La izquierda (o centroizquierda) era la fuerza política a la que le correspondía acompañar estas causas. Pero sus dirigentes se concentraron en disputas electorales y abandonaron la agenda social. Ese alejamiento generó uno de los fenómenos políticos más peculiares de nuestra historia reciente: personajes vinculados a la Iglesia católica llenaron el vacío que dejó la izquierda. La paradoja no es menor: hombres y mujeres que guardan una lealtad espiritual y disciplinaria a una Iglesia de origen medieval abrazaron una agenda que, históricamente, han creado e impulsado las izquierdas del mundo occidental: la defensa de los derechos humanos, la igualdad social y las libertades políticas.
Esos hombres y mujeres son críticos severos de la curia romana y reformistas de su organización eclesiástica, son los heterodoxos leales de la Iglesia católica que promueven una profundización del aggiornamento iniciado en el Concilio Vaticano II. A su disidencia eclesial le añadieron una disidencia política frente al Estado mexicano. Se convirtieron, así, en dobles disidentes. Y de paso sustituyeron a la centroizquierda partidaria en dotar de programa y fuerza política las demandas sociales. Su reconocimiento social se vio favorecido por el desprestigio por el que atraviesa la jerarquía católica dominante, involucrada en escándalos de protección a curas pederastas y su cercanía con el gobierno.
Al frente de la batalla por los derechos humanos y laborales, la justicia social, las reivindicaciones de las minorías, la defensa de los transmigrantes centroamericanos y la democratización del país emergieron el obispo Raúl Vera López, los sacerdotes Alejandro Solalinde, Pedro Pantoja, Carlos Rodríguez, Óscar Enríquez y Javier Ávila, las religiosas Dolores Palencia y Guadalupe Argüello, la teóloga Cristina Auerbach y el poeta católico Javier Sicilia, por nombrar sólo a los más visibles. Si consideramos que miembros de la Iglesia católica han abierto una red de unos cincuenta albergues para transmigrantes a través del territorio nacional, resulta que son cientos de laicos, religiosas y curas los que han asumido un compromiso social con la defensa de los grupos más vulnerables del país.
Este sector eclesial tiene su propia historia, sus contradicciones y limitaciones políticas y programáticas. Algunos de ellos –Javier Sicilia es una excepción– provienen de la Teología de la Liberación (se les llama liberacionistas), una corriente católica latinoamericana que propuso una lectura política del evangelio en clave socialista y marxista. En México su mayor exponente fue Sergio Méndez Arceo, séptimo obispo de Cuernavaca, acaso el intelectual más brillante que dio la Iglesia católica mexicana en el siglo XX. Samuel Ruiz García fue el liberacionista mexicano más influyente tras Méndez Arceo y el que proveyó una diócesis, San Cristóbal de Las Casas, como bastión para esa corriente hasta el año 2000. A Méndez Arceo y Ruiz García se les dedica el primer apartado de este libro.
Para un número importante de sacerdotes progresistas mexicanos –no solamente liberacionistas– la reciente crisis de derechos humanos y, en particular, la tragedia humanitaria de los migrantes centroamericanos se convirtieron en una causa y un nuevo frente de batalla: a los transmigrantes, por ejemplo, se les identificó como los "nuevos sujetos emergentes": un concepto para referirse a víctimas del sistema que son, a la vez, agentes potenciales de cambio social.
Mientras la centroizquierda partidaria avalaba la militarización del país, figuras del sector disidente de la Iglesia católica encabezaban el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad de reivindicación de víctimas (el poeta Javier Sicilia); instalaban albergues para transmigrantes en el sur y el norte del país (Alejandro Solalinde, Dolores Palencia y Pedro Pantoja, entre muchos otros). Raúl Vera alentaba, desde la diócesis de Saltillo, la organización de familiares de desaparecidos FUUNDEC (Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila) y, con el provincial dominico Gonzalo Ituarte promovía la recolección de firmas para demandar a la Corte Penal Internacional una investigación a Felipe Calderón por crímenes de guerra.
A esas causas urgentes se debe agregar una militancia anterior por los derechos de la comunidad homosexual (nuevamente Raúl Vera), el aborto libre y seguro (Católicas por el Derecho a Decidir), la libertad y democracia sindical (Carlos Rodríguez y Cristina Auerbach en el Centro de Reflexión y Acción Laboral) además de decenas de sacerdotes insertos en zonas indígenas y de extrema pobreza.
La vertiente de izquierda de la Iglesia católica mexicana arrastra sus propias limitaciones. Aun cuando frecuentemente hablan de "cambio de estructuras" y retoman la frase del jesuita Ignacio Ellacuría de "revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección", carecen de un paradigma político hacia dónde apuntar y cómo llegar a esa otra dirección. No plantearán, además, una alternativa que implique un rompimiento con la institución eclesial.
Sin embargo, no deja de ser una ironía que en un país con más de 150 años de secularización, en donde la jerarquía católica oficial se distingue por su conservadurismo y por procurarse una relación cercana con el gobierno, bastantes de las causas más urgentes de la izquierda las hayan asumido religiosas, sacerdotes y laicos católicos, con todo y sus deficiencias teóricas y sus limitaciones políticas. Aun disminuidos por la historia, estos dobles disidentes rebasaron por la izquierda a los más notorios representantes de esa corriente política mexicana.
Enfoque recomienda:
Título: Ovejas negras, rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo XXI.
Autor: Emiliano Ruiz Parra
Editorial: Océano
Año: 2012
Perfiles de: Sergio Méndez Arceo, Samuel Ruiz García, Javier Sicilia, Alejandro Solalinde, Pedro Pantoja, Raúl Vera López, Carlos Rodríguez, José Barba y Manuel Marinero.

 

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