5 may 2013

El juramento/Rafael Argullo


  • El juramento/Rafael Argullol es escritor.
 El País, 4 DE MAYO DE 2013
Mi padre tenía un recuerdo nítido de aquella tarde otoñal de 1928, cuando un gran pez plateado quedó suspendido sobre el cielo de Barcelona mientras los últimos rayos de sol se reflejaban en sus escamas de aluminio. El Graf Zeppelin había sobrevolado el puerto y, tras seguir el rumbo marcado por las Ramblas, cruzaba lentamente la plaza de Catalunya. Hemos visto reproducida con frecuencia la fotografía del gigantesco dirigible, como varado sobre la ciudad, así como otra imagen del mismo zeppelin sobre los rascacielos de Nueva York, una vez realizada la legendaria travesía del Atlántico. Ahora sé, gracias a los estudios de Emilio Atienza, que a bordo se hallaba, como segundo comandante, un hombre de una personalidad extraordinaria, el científico y militar Emilio Herrera, un personaje singular bajo todos los puntos de vista.



La verdad, sin embargo, es que hubiese debido conocer desde hace tiempo la participación del general Herrera en la aventura del Graf Zeppelin pues durante años tuve un informador de primera mano: su nieto José Miguel Herrera, uno de los amigos más entrañables que yo haya tenido, muerto prematuramente hace un par de lustros. José Miguel, con quien entablé amistad en Roma, donde ambos vivíamos, adoraba a su abuelo y no se cansaba de relatar hechos relacionados con su figura. Pero, por alguna razón, no me contó, estoy casi seguro, la odisea del Graf Zeppelin.
Mi amigo era una encarnación y un fruto del exilio republicano. Hijo del poeta Herrera Petere, nació en México y luego vivió entre París y Ginebra. Conocía familiarmente a muchos de los miembros de la Generación del 27, así como a destacados intelectuales del destierro. Si no estoy equivocado Picasso era su padrino y, en Roma, Alberti, su mentor. Hablaba, aunque sin insistencia, de todos ellos. No obstante, quien le merecía auténtica devoción era su abuelo. Yo, por supuesto, no sabía quién era el general Emilio Herrera que, en boca de José Miguel, se convertía en un héroe renacentista trasladado al siglo XX. El general Herrera era, según su nieto, un científico de gran categoría que se carteaba a menudo con Einstein; un aviador osado, capaz de las hazañas más audaces; y un hombre de honor que, como militar, había respetado su juramento de lealtad a la República, oponiéndose a la rebelión de Franco.
Un día José Miguel se presentó con un ejemplar de la revista La Estampa, correspondiente a abril de 1932. Sé con exactitud el nombre de la publicación y la fecha gracias a que aparece en la excelente biografía del general escrita por Emilio Atienza, y que ha puesto referencias exactas a un fragmento de mi memoria. Lo que contenía aquella página de La Estampa era una crónica de una conferencia dictada por Emilio Herrera sobre cómo se desarrollarían en las próximas décadas los viajes a la Luna. Herrera había diseñado una nave que recorrería la distancia a 33.000 kilómetros por hora y, a través de cálculos aeronáuticos, quería demostrar que la carrera espacial ya era perfectamente posible. Me acuerdo muy bien cómo estuvimos comentando el curioso diseño de la nave, un híbrido de avión y cohete. En parte, entonces, por las informaciones de José Miguel, en parte, ahora, por la lectura de los textos de Atienza, también estoy al corriente de la participación de Emilio Herrera en destacadas investigaciones científicas, sobre todo tras su exilio en Francia, desde estudios sobre la energía atómica, incluida cierta premonición sobre el desastre de Hiroshima, hasta asombrosas aproximaciones a lo que sería el futuro traje espacial que, llegado el momento, le valieron el reconocimiento tanto de los rusos como de los americanos.
Todo eso era, desde luego, fascinante, pero lo que subyugaba a José Miguel y, a través de sus palabras, a mí era la dimensión moral de Emilio Herrera. Aún hoy creo que en toda su historia había algo de personaje de Joseph Conrad, en especial a partir de un acontecimiento que marcaría su vida. Emilio Herrera, nacido en el seno de una familia de militares, era un hombre conservador aunque ilustrado. Católico y monárquico, le había sido otorgado por el rey, a consecuencia de sus méritos científicos, el título de Gentilhombre de Cámara. En 1931, tras la proclamación de la República, Herrera realizó un viaje a París, donde se hallaba exiliado el rey, para pedir personalmente la liberación del vínculo. Alfonso XIII le excusó de su juramento, de modo que pudiese sentirse libre para elegir. Después de agradecerle el gesto Herrera comunicó al monarca que optaba por la causa republicana y que, en consecuencia, mantendría hasta el final el juramento de lealtad a la República que, como militar, iba a realizar.
Y lo mantuvo. De modo que cuando en julio de 1936 la inmensa mayoría de los militares se sublevaron contra la República, quebrando el juramento y convirtiéndose en traidores, el general Emilio Herrera se mantuvo fiel a sí mismo, leal antes al compromiso con la Monarquía y también leal después al que le unía a la República. Naturalmente, vencedor Franco en 1939, Herrara fue expulsado de la memoria colectiva española e incorporado —como los otros militares republicanos— a las tinieblas de la traición, cumpliéndose el reflejo en el espejo invertido que todavía perdura entre nosotros, y que hace brumosa la identificación de la indignidad, tanto ayer como hoy.
Como si fuera el protagonista de una novela de Conrad Emilio Herrera estuvo en todo momento atento al mantenimiento de la dignidad lo que, ya en el exilio, le valió el reconocimiento de unos pero también la aversión de otros, los más sectarios, quienes consideraban poco fiable, y aun peligroso, a un hombre que defendía la supremacía de la ética sobre la ideología. Entre estos últimos no le faltaron los reproches de los que reconocían su fidelidad a la República pero reprobaban su anterior adhesión a los principios monárquicos. Sin embargo, creo que era ese desprecio por los sectarismos y esa ecuanimidad casi incomprensible en medio de bandidajes y partidismos lo que despertaba la admiración del nieto.
Hay, por último, una anécdota relatada por mi amigo José Miguel, y confirmada por su biógrafo Emilio Atienza, que transmite con precisión la pasión y tenacidad del general Herrera. Como uno de los responsables máximos de la aviación republicana, Herrera debía realizar continuos vuelos nocturnos, sin luz alguna en los aparatos, para evitar el fuego enemigo. Así recorría la Península, de un extremo a otro, incluidas las zonas franquistas. Su nieto aseguraba que su pasión por la lectura era tal que había aprendido el método braille para leer, como los ciegos, en plena oscuridad. Debo reconocer que siempre pensé que se trataba de una exageración. Sin embargo, en la biografía de Atienza hay una cita de Pablo Neruda en la que se prueba que yo estaba equivocado: “Obligado (Emilio Herrera) a volar en la más absoluta oscuridad, aprendió el método braille para mantener su mente ocupada. Cuando dominó la escritura de los ciegos viajaba en sus peligrosas misiones leyendo con los dedos, mientras España abajo ardía en el fuego y dolor de la guerra. Alcanzó a leerse El conde de Montecristo, y al iniciar Los tres mosqueteros fue interrumpida su lectura nocturna de ciego por la derrota y el exilio”.


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