Xi Jinping, culpable/Guy Sorman
ABC, lunes, 23/Mar/2020
Considero al presidente de China culpable de ser el origen de la epidemia mundial del virus de Wuhan, el cual ha causado miles de muertes en todo el mundo y una recesión económica que asolará nuestro planeta durante varios años. En principio, los tribunales internacionales, como el de La Haya, juzgan solo los crímenes de guerra en el sentido estricto del término. Pero la epidemia mundial contra un adversario esquivo es una forma de guerra de naturaleza bacteriológica.
El tribunal que debería acusar a Xi Jinping podría añadir a su expediente el genocidio que se está perpetrando actualmente contra los uigures. (los uigures son musulmanes y se ven a sí mismos como una etnia y cultura más cercana a las naciones de Asia Central que a China.
Viven fundamentalmente en Sinkiang, que oficialmente se denomina Región Autónoma Uigur de Sinkinag, una región autónoma de China como lo es Tíbet en el sur.)
Mi acusación está bien fundada y bien documentada. A principios de diciembre del año pasado, un joven médico de un hospital de Wuhan descubrió el primer caso de una infección por un coronavirus hasta entonces desconocido. Enseguida estableció la relación con una epidemia previa, surgida en el mismo lugar y en las mismas circunstancias: el SARS, una neumonía viral. Este médico, Li Wenliang, de 37 años, que murió en febrero después de haber tratado a sus pacientes, comunicó de inmediato su diagnóstico a sus colegas, por medio de un sitio web interno del hospital.
¿Qué creen que pasó?
Li fue convocado a un consejo disciplinario del Partido Comunista local y tuvo que arrepentirse y confesar por escrito que había difundido rumores perjudiciales para la gloria del Partido. Un mes después, un mes demasiado tarde, el partido reconoció la naturaleza explosiva de la epidemia. Esta, que podría haberse limitado a Wuhan, se extendió por toda China y luego por todo el mundo.
¿De qué es culpable Xi Jinping?
Aunque no ha inventado la ideología de la mentira, que es la verdadera Constitución de China, la ha reforzado considerablemente desde su llegada al poder. Por lo tanto, debemos considerar que, como en cualquier régimen totalitario, los burócratas del partido, doblegados por el miedo y la ambición, son solo actores serviles. Al igual que en Nuremberg, en 1945, que definió la jurisprudencia de los crímenes contra la humanidad, los ejecutores son despreciables sin ser los verdaderos culpables. En un régimen tan centralizado como China, solo hay un culpable innegable: el presidente. Convenzámonos de que Xi Jinping es plenamente consciente de su responsabilidad, ya que ha lanzado una doble ofensiva de propaganda dirigida al pueblo chino y a la comunidad internacional.
Se trata, en primer lugar, de persuadir a los chinos de que el pueblo, guiado por el partido, está a punto de lograr una gran victoria contra la epidemia y de que esta lucha victoriosa es un modelo para el resto del mundo. Transformar las derrotas en victorias es una característica de los regímenes totalitarios. La opinión pública china está amordazada; no sabemos qué sienten los chinos, pero lo sospechamos gracias a las filtraciones en las redes sociales: desprecio, odio, abatimiento frente a la dictadura de Xi Jinping.
La ofensiva diplomática es aún más atrevida; insinúa que el virus no es de origen chino, sino que fue implantado en Wuhan por el Ejército de una potencia extranjera, Estados Unidos. En ello reconocemos, una vez más, una técnica probada de los regímenes totalitarios: una gran mentira deja más huellas que una pequeña calumnia.
¿Deberíamos contentarnos en Occidente con este análisis y seguir siendo espectadores de esta tragedia? No tenemos los medios para llevar a Xi Jinping ante un tribunal internacional, pero ¿no deberíamos sacarlo a colación? Muchos chinos, las primeras víctimas de esta epidemia, nos lo agradecerían. ¿No deberíamos revisar por completo, por lo que respecta a los gobiernos, las empresas, las organizaciones no gubernamentales, las iglesias, los medios de comunicación y los turistas, nuestras relaciones con la dictadura de Pekín? La recesión económica demuestra que nuestra dependencia de los proveedores chinos era un riesgo mal calculado; ha llegado el momento de redistribuir de otra manera el circuito de nuestros suministros en el mapa del mundo. Es aterrador descubrir que la mayoría de nuestros medicamentos se fabrican en China. Más allá de este cambio de estrategia económica, que exige una nueva globalización que China ya no controlaría, es hora de denunciar la peligrosidad de Xi Jinping. Como idiotas útiles, no solo lo enriquecemos, sino que, peor aún, renunciamos a todos nuestros valores humanitarios, democráticos y espirituales.
Algunos creen que esta renuncia es una forma de respeto hacia la civilización china, pero es falso. Los chinos saben qué es la democracia; el ganador del premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo murió para defenderla. Los chinos saben qué es Dios: varios millones son cristianos o musulmanes y el resto es secretamente fiel a las antiguas religiones de China, el budismo y el taoísmo. Por último, atrevámonos a decirlo y actuemos en consecuencia: nos aterra la idea de que el Vaticano reconozca al régimen de Pekín. Sería un pacto con el diablo.
Entendamos y digamos de una vez por todas que Xi Jinping es nuestro principal adversario militar que actúa por medio del espionaje, de la conquista progresiva del mar de China y de la manipulación del régimen títere de Corea del Norte. Ha llegado el momento de decirle a Xi Jinping: «Basta ya». Nos aplaudirán cientos de millones de chinos y los propios colegas de Xi Jinping en el Comité Central del Partido que desearían deshacerse de él.
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Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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