25 nov 2007

Igualdad de genéro

Igualdad machista/Andrés Montero Gómez
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 25/11/2007;
La violencia reside en la mente. La causa de la violencia hacia la mujer es la desigualdad de género. La desigualdad de género forma parte de la estructura de nuestras sociedades, construidas sobre el modelo de masculinidad dominante. La masculinidad dominante se cimienta en la mente de hombres y mujeres, transmitida intergeneracionalmente en los procesos de socialización. Hombres y mujeres se socializan, hoy y en nuestras democracias, asimilando toda una estructura de códigos de interpretación de la realidad que les dice que hombre y mujer son distintos y que deben cumplir distintos roles sociales por el hecho de serlo. El rol social del hombre es controlar la esfera pública y establecer las reglas de lo privado, ser referente de autoridad, pensar y decidir con racionalidad. El rol social de la mujer es servir y cuidar, gestionar la comunicación emocional, ajustarse a las reglas y apoyar al hombre. Esta síntesis del código de masculinidad con el que definimos nuestra identidad la llevamos grabada en nuestra genética social y está traducida a todas las esferas de las relaciones interpersonales.
Algunos de ustedes pensarán que exagero, que la desigualdad no llega a tanto. Es cierto que hemos avanzado mucho si nos comparamos con la Edad Media. Ahora las mujeres existen como sujetos políticos y tienen derechos civiles. Sin embargo, la igualdad está muy lejos. Incluso, corremos el riesgo de que la igualdad que conquistemos, que estemos conquistando, sea nada más que una refinada desigualdad disfrazada de igualdad. La desigualdad y la discriminación bajo la apariencia de igualdad son todavía peores que la visible asimetría de género explícita y aceptada, porque la desigualdad vestida de igualdad nadie la reconoce y es difícil de percibir, incluso para quienes la padecen. De esta manera, el discurso tras el que se esconde el nuevo machismo sería que la igualdad ya existe, pero las mujeres no quieren aprovecharla, por ejemplo, porque prefieren ser madres. Es una nueva forma de desigualdad, la igualdad machista.
La violencia es una conducta instrumental cuyo único fin es imponerse a otra persona por la fuerza. Si el código de significados de la sociedad, aquél que utilizamos para dar sentido a la realidad interpersonal y a la colectiva, reconoce a los hombres un derecho legítimo a ejercer un rol de autoridad sobre las mujeres, que dos millones y medio de hombres recurran a la violencia para someter a dos millones y medio de mujeres (que sepamos) no es nada sorprendente. De hecho, lo sorprendente parece ser que no exista más violencia, puesto que los hombres nacen y crecen con códigos mentales implantados desde la tierna infancia que les hacen creer que tienen derecho a exigir que las mujeres se comporten de una determinada manera, y a corregir las desviaciones que detecten en ese comportamiento normativo. La norma es masculina.
El ámbito laboral es una expresión fiel, como tantas otras, del código de masculinidad dominante. Un estudio reciente de Catalyst revelaba que únicamente el 6% de los puestos ejecutivos de las 500 primeras compañías estadounidenses estaban ocupados por mujeres, casi al mismo tiempo que declaraciones de la patronal japonesa advertían de que el 67% de las mujeres abandonan sus puestos de trabajo para ser madres, o que una investigación de la Universidad de Navarra subrayaba que el 30% de las mujeres que llegan a altos cargos acaban renunciando. A renglón seguido, hemos leído opiniones que recriminaban a la mujer demandar la igualdad para después abandonar las responsabilidades que obtenía producto de esa igualdad. El machismo recocinando el machismo.
Resulta que la igualdad real de género, el acceso y presencia en las estructuras del poder social, es una ficción. Cierto es que a golpe de una legislación progresista de igualdad que va por delante de la mente social se están incrementando las oportunidades de introducir presencia de la mujer en espacios que continúan siendo de poder masculino. Sin embargo, incluso hasta la ley puede ser en cierto sentido una rémora más si no se consigue un cambio en actitudes y comportamientos sociales. Con la ley en la mano, un hombre le dice a una mujer que ya ha logrado la igualdad y que, a partir de ese momento, dependerá de ella aprovecharla o no. Y la mujer se encuentra con que esa igualdad definida en código masculino es inaprovechable, porque es la misma discriminación de siempre pero vestida de domingo. Con las cuotas, como un ejemplo entre otras medidas, se está logrando que la mujer llegue a la lista electoral, al gobierno y, tal vez, a los consejos de administración. De acuerdo, pero ahora adáptate al modelo masculino de toma de decisiones; adáptate a que los proyectos importantes arranquen en las comidas o mientras te tomas la cervecita en el bar, o mientras juegas al golf, vas al fútbol o al gimnasio, cuando no a la partida de cartas; adáptate a que te coloquen la reunión de seguimiento de cuentas a las siete y media de la noche, que es cuando el jefe ha regresado de su larga sobremesa. Si quieres ser igual, vas a ser tan igual como te diga el código dominante. O sea, o te comportas como un hombre o abandona si quieres ser madre o tener vida privada.
No lo van a leer en ningún estudio académico probablemente, pero el mayor escollo para tener un horario laboral conciliable con la vida familiar en España proviene de otro paradigma del machismo: la infidelidad en la pareja. Aparte las interminables comidas de negocios en donde se toman decisiones importantes ante el balón de espirituoso, uno de los principales condicionantes de las reuniones de las siete de la tarde es la relación sexual extraconyugal que el ejecutivo agresivo está aprovechando para tener en torno a la hora de la comida, en un hotelito discreto. Ése es el modelo dominante, salvando a los honrados trabajadores por turnos. Existen incluso hoteles que han habilitado precio y habitaciones especiales entre las cuatro y las seis de la tarde para el sexo ejecutivo. A todo esto, añádase que el hombre medio nunca ha tenido prisa por regresar a casa desde el trabajo porque ya tiene allí a la mujer que se ocupa de un hogar que no está considerado un espacio de influencia masculina, más que para vegetar, y tendremos reuniones laborales a las seis, a las siete y a las ocho, seguida de copita de despedida a las nueve. Y luego adáptate al formato si quieres ser ejecutiva porque ya eres una de nuestros iguales.
La causa subyacente más determinante para la violencia hacia la mujer es el código de masculinidad dominante. Ese código se administra e implanta en las familias y se transmite intergeneracionalmente a través de los diversos agentes y espacios sociales. En la prevención y reversión de esa realidad también estamos fracasando o, por decirlo más suave, avanzamos muy, pero muy lentamente. La prevención la estamos concentrando en las escuelas, con los niños y las niñas. En las comunidades autónomas donde hay suerte, les impartimos clases de igualdad combinadas con iniciativas de prevención de la violencia. En esas clases, de horario ocasional cuanto menos, enseñamos a los niños y niñas, en lenguaje que pueden entender, que los roles de género son discriminatorios. Los pequeños regresan a casa después de una hora de igualdad al mes y allí, con papás y mamás que no sólo no han sido formados en igualdad sino que practican la desigualdad por imperativo genital, el mensaje docente queda destruido en treinta segundos. Si el niño ha aprendido un día que en casa hay un instrumento denominado lavadora, que sirve para lavar la ropa de un colectivo familiar todos cuyos miembros deberían colaborar en el esfuerzo, y que él puede comenzar por llevar sus calcetines sucios a la cesta de la colada sin esperar a que lo haga mamá, es muy probable que en su primera intentona reciba el siguiente mensaje paterno: «Ese profesor es maricón; ponte a hacer los deberes y no seas niña». La desigualdad se adquiere en la familia. El machismo también

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