11 jul 2011

El hombre de los mil nombres

El hombre de los mil nombres
DIEGO A. MANRIQUE
El País Semanal, 10/07/2011
Bromeaba con el oficio de espía, "la segunda profesión más antigua del mundo". Se lo podía permitir, ya que lo suyo era realmente la agitprop (agitación y propaganda). Podía cruzar fronteras clandestinamente y moverse entre sombras, pero prefería la respetabilidad del burgués, un bon vivant que se alojaba en grandes hoteles y alquilaba pisos en barrios finos.
De hecho, nuestro hombre destacaba por su ubicuidad. Los servicios secretos occidentales se reconocían desconcertados con aquel personaje que vivía a todo tren. Fogueado en Berlín, Otto Katz estuvo en la primera línea de la lucha contra el nazismo durante los años treinta, viajando entre París y Londres, entre Nueva York y Los Ángeles. Figura en las crónicas de la politización de Hollywood y aparece igualmente en los textos de la guerra civil española. Hasta le implican en el asesinato de León Trotski, aunque entonces Katz todavía no había desembarcado en México.
Asombra que solo en 2010 se haya publicado un libro sobre su extraordinaria vida. En The dangerous Otto Katz (Bloomsbury), también editado como The nine lives of Otto Katz, Jonathan Miles explica los motivos de que haya escapado de la mirada de los historiadores. El principal, la opacidad de los archivos rusos, que guardan los papeles de la era soviética, donde están las claves de las operaciones de Katz. Al investigador le queda la opción de recurrir a los informes de sus enemigos. La Special Branch le vigilaba cada vez que visitaba Reino Unido, pero no tenía suficientes recursos y Katz disfrutaba dándoles esquinazo.
Sabían que era un pez gordo: según el servicio secreto británico, "el director de toda la política comunista en Occidente". El FBI se contentaba con describirle como "un hombre extremadamente peligroso". La Prefectura de París solo cerró su dossier en mayo de 1968, a pesar de que Katz oficialmente había sido ejecutado en 1952; quizá no se creían aquel final tan tajante. ¿Quién podía estar seguro con Katz? Miles comienza su libro con el listado de los nombres 21 seudónimos que usó para viajar, relacionarse y escribir.
Para hacernos una idea de la incertidumbre que le rodea: Diana McLellan, autora de Safo va a Hollywood (2000), está convencida de que Otto se casó con Marlene Dietrich poco después del final de la Primera Guerra Mundial y argumenta que pudo ser el padre de su hija María. Según Jonathan Miles, el cotejo de sus biografías hace difícil creer en una boda legal entre Otto y Marlene, aunque se sabe que ambos eran flexibles a la hora de situar su fecha de nacimiento. Esa relación pasional y el matrimonio blanco con Rudolph Sieber- ayudan a entender la facilidad con que Katz entró en Hollywood o el miedo de Marlene a que su hija fuera secuestrada. Ya en los cuarenta, ella también ayudaría a conseguir un visado para que Otto pudiera retornar de México a Estados Unidos, cuando el FBI le tenía fichado como "agente de la Internacional Comunista y antiguo miembro de la OGPU", luego conocida como KGB.
Otto Katz había nacido en 1895 en Jistebnice, en Bohemia, entonces parte del imperio austrohúngaro. De familia próspera y judía, pasó por Praga antes de instalarse en Berlín. En los años veinte, la capital alemana era primera línea del combate bolchevique por la revolución mundial. Katz ejercía de periodista y también como gerente de la compañía teatral de Erwin Piscator. Entró en la órbita de Willi Münzenberg, el millonario rojo. Cómplice de Lenin en sus tiempos de Zúrich, desarrolló en Alemania un imperio mediático, financiado -según la mitología con los diamantes de la familia Romanov.
Elegante y sensualista, Otto se acomodó en la tela de araña de Münzenberg. Terminó como director de la sucursal alemana de Mezrabpom-Russ Films, productora y distribuidora que difundía películas como El acorazado Potemkin. En 1931 viajó a Moscú, donde pasó dos años. Compatibilizó sus obligaciones con cursos intensivos en la Escuela Internacional Lenin, la academia de los espías comunistas. Algunos visitantes a la nueva Rusia advirtieron la crueldad del régimen y la acobardada miseria de sus súbditos. Todo lo contrario de Otto, que se comprometió a fondo: ya era miembro del Partido Comunista Alemán (PKD) pero con su ingreso en el OGPU, el servicio secreto soviético, se puso al servicio directo del estalinismo.
Hoy nos resulta apabullante la credulidad de aquellos internacionalistas. Pero conviene tomar en cuenta las urgencias del momento: la inestabilidad de Europa, el ascenso de los fascismos, el crash de 1929. El marxismo-leninismo ofrecía soluciones y la promesa de un paraíso de los trabajadores. Era una religión reconfortante que atrajo incluso a la aristocracia: Otto colaboró con Hubertus, un católico que ostentaba el título de príncipe de Löwenstein y que se había formado en los rituales secretos de la Orden de Malta. Katz demostró también tener un gancho irresistible para la clase alta británica: se discute todavía si en algún momento controló al círculo de espías de Cambridge, el grupo de Kim Philby. Otto era lo que ahora llamaríamos un agitador cultural. Se transformó en escritor y/o compilador de libros de denuncia, como el famoso Libro marrón del terror de Hitler y el incendio del Reichstag.
Para moverse entre intelectuales y políticos resultaba útil una leyenda de hombre de acción. Otto alardeaba de encontronazos con los hombres del Tercer Reich, pero hay una distancia entre esas batallitas y las acusaciones específicas de violencia. Sus enemigos le situaban en el atentado contra Otto Strasser, un disidente nazi, que terminó con la muerte de un técnico de radio. Aún más remota es su posible implicación en el final de Willi Münzenberg. Su padrino se fue desencantando de las consignas moscovitas. Fuera de la disciplina de Moscú, Münzenberg apareció colgado en un bosque francés.
Otto desembocó inevitablemente en el cine anglosajón. En 1934 rescató al actor Peter Lorre de una pensión parisiense y le llevó a Londres, donde hizo su primera película en inglés bajo la dirección de Alfred Hitchcock. El productor era Ivor Montagu, otro agente soviético. Al año siguiente, Otto llegó a Hollywood con los datos en su agenda de abundantes exiliados alemanes: Lorre, Billy Wilder, Ernst Lubitch, Fritz Lang y, naturalmente, la Dietrich. La misión californiana era doble. Urgía extraer dinero a los ricos del cine y Otto pulsaba las cuerdas correctas: contaba fantásticas historias de la lucha clandestina y solicitaba ayuda para los refugiados de la Alemania de Hitler, aunque el dinero terminara finalmente en los cofres del partido.
Susurrante y seductor, Katz encarnaba la resistencia a Hitler. Hollywood se enamoró de su personaje: trasuntos suyos aparecen en varias películas. La más celebrada es Casablanca, donde se le reconoce como Victor Laszlo, cabecilla de los resistentes checos, casado con Ilsa Lund (Ingrid Bergman). En Watch on the Rhine, su papel estaba a cargo de Paul Lukas, un húngaro que ganó así el Oscar al mejor actor en 1943, desbancando al previsible triunfador, el Bogart de Casablanca.
Otto llevaba además la medalla invisible de veterano de la Guerra Civil. Durante el levantamiento militar de 1936, Katz estaba en Barcelona. Telegrafió a Hollywood para pedir ayuda con destino a la Cruz Roja española. Con permiso de Lluís Companys, registraba pisos y oficinas de supuestos agentes de la Gestapo y localizaba documentos que desembocarían en un libro llamado The nazi conspiracy in Spain. Montó en París una agencia de prensa, Agence Espagne, famosa por su difusión de mentiras; Otto era despreciado por líderes republicanos como Andrés de Irujo por su desconocimiento de la realidad española. Servía asimismo de cicerone para visitas de delegaciones extranjeras. El viaje podía incluir una cita con Ernest Hemingway, que disponía de comida y bebidas con toda garantía. A una de esas fiestas acudió Arturo Barea, que explica en La forja de un rebelde su asco ante unos oportunistas que estaban en el Madrid sitiado por motivos particulares, solo ligeramente coincidentes con la supervivencia de la República. Fue la ayuda militar de Stalin lo que permitió que la guerra se alargara durante tres años, pero pagando un terrible tributo: la sovietización del Ejército Popular.
Como explicó el novelista Gustav Regler, voluntario en las Brigadas Internacionales, el campo republicano sufrió "la sífilis rusa, la enfermedad de los espías". Agentes que tenían permiso para arrestar, torturar y ejecutar a enemigos políticos, supuestos trotskistas como Andreu Nin. Hay una cruel simetría en el hecho de que la mayoría de los hombres de Stalin en España fueran posteriormente eliminados por el zar rojo. Inicialmente, Otto se libró. Pasó buena parte de la Segunda Guerra Mundial en Hispanoamérica, conspirando y organizando. Regresó a Europa a tiempo de unirse a los vencedores. En 1951 le detuvieron. Stalin necesitaba chivos expiatorios para cortar las ansias de independencia -a la yugoslava- de los países satélite. Y Katz encajaba en demasiadas casillas: judío, viajero, hedonista, inevitablemente relacionado con servicios secretos extranjeros. Entró en el lote de la llamada "conspiración de Slánsky", 14 altas personalidades acusadas de traición y espionaje. Una pesadilla inmortalizada por uno de los supervivientes, Artur London (viceministro de Asuntos Exteriores), en el libro La confesión, base de una película de Costa Gavras con guión de Jorge Semprún.
Otto se ofreció inmediatamente a confesar lo que fuera necesario. Aun así, sus captores le maltrataron durante varios días. Le esperaba la pena de muerte, junto con 10 de sus desdichados compañeros; tres fueron condenados a cadena perpetua. En sus últimas palabras a los jueces introdujo una cita literaria que sus verdugos no captaron: unas líneas de El cero y el infinito, la novela del húngaro Arthur Koestler sobre las purgas de Moscú. Sabedor de que el régimen de Praga estaba radiando fragmentos del juicio, esperaba que sus amigos occidentales pillaran la referencia e hicieran algo por salvarle. No hubo tiempo. Cinco días después, los 11 reos fueron ahorcados. Hay una coda particularmente desagradable. Se incineraron los cadáveres de los traidores y los restos acabaron en un saco. Había unos policías encargados de esparcir las cenizas en un río, pero el invierno de 1953 resultó especialmente crudo: las aguas estaban heladas. Los ateridos funcionarios debatieron si valía la pena hacer un agujero. Optaron por diseminar las cenizas por la carretera. Un año después fallecía Stalin y comenzaba un breve deshielo del bloque comunista.

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