Parra y Segovia, poesía y antipoesía
José Emilio Pacheco
Revista Proceso # 1831, 4 de diciembre de 2011
A la memoria de Miguel González Avelar y Javier Pradera
Por regla general los premios sólo dejan contentos a quienes los reciben. El Premio Cervantes de 2011 es una venturosa excepción: nadie negará que lo merece como pocos un gran poeta casi centenario (nació en el mismo 1914 de Octavio Paz y Efraín Huerta, de José Revueltas y Adolfo Bioy Casares), Nicanor Parra, hoy el decano de la poesía en lengua española. Él consideraría una injuria que lo llamáramos “el patriarca”.
El país en que florece la poesía
Parra aceptó en silencio la noticia, recluido en su casa entre la cordillera y el mar de Chile, el Pacífico que rompe hermosamente sobre una costa de guerra literaria. El autor, que este año ha visto la publicación de su obra completa en la serie Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores que dirige el gran editor poético Nicanor Vélez, habita en un lugar equidistante entre la tumba de Vicente Huidobro y la casa de Pablo Neruda en Isla Negra.
Poéticamente está solo. Ya nadie lo acompaña con su rivalidad. Ya no disputa nada a nadie. Este año ha muerto el gran Gonzalo Rojas, nacido apenas tres años más tarde, en 1917. Enrique Lihn se fue hace más de dos décadas. Hay una nueva y excelente poesía chilena a partir de Raúl Zurita que es de 1951.
La humildad, decía Baudelaire, resulta una virtud que nunca estará por demás en un crítico. No hay ejemplo más egregio de error entre nosotros que el de Marcelino Menéndez y Pelayo. En su pionera e irremplazable Historia de la poesía hispanoamericana afirmó que entre todos los países del continente el más desamparado en materia poética era Chile, lugar de grandes cronistas y narradores en donde nunca iba a florecer la poesía. Y faltaban apenas unos años para que nacieran Gabriela Mistral, Huidobro, Neruda y Rojas y todos los que siguen.
Arquíloco, Catulo y el Arcipreste
A partir del 1954 de Poemas y antipoemas la obra de Parra no es en realidad anti nada sino otra forma de poesía en que lo más nuevo es siempre lo más antiguo y lo más tradicional resulta lo más novedoso. Parra lleva a su máxima expresión contemporánea una línea de claridad, oralidad y rebeldía que viene de la antigüedad grecolatina (los primeros antipoetas en este sentido van a ser Arquíloco en Grecia y muchos siglos después Catulo en Roma y Páladas en Alejandría), del Arcipreste de Ita, los cancioneros medievales, del último Lope de Vega que en las Rimas de su heterónimo parricida, el licenciado Tomé de Burguillos se rió brutalmente de sí mismo y de la maravillosa lírica petrarquiana que el propio Lope llevó casi desde niño a las mayores alturas.
Cómo escribir en bicicleta
Hoy se habla de un debate entre poesía del lenguaje y poesía de la experiencia. Es el avatar electrónico de una pugna nacida en la era clásica entre el estilo ático y el estilo oriental, representado para entendernos mejor por la prosa clara y directa de Julio César y el estilo profuso y brillantísmo, ahora diríamos barroco, de su amigo-enemigo Cicerón.
Parra se carcajeó de ambas tendencias y en primer lugar se exaltó y autopromovió ridiculizándose a sí mismo. Al poeta como profeta, como vate y conductor de la humanidad, encarnado mejor que nadie en Víctor Hugo y aquí en el primer Díaz Mirón, Jules Laforgue, el francés nacido en Montevideo, había opuesto la figura doliente y lamentable del hombre de la calle, el peatón, el ciudadano común, el pobre diablo que deja de serlo cuando ejerce su rarísimo don de hacer poesía.
El personaje prechaplinesco de Laforgue iba a tener una ilustre descendencia en el joven T. S. Eliot y en Ramón López Velarde. El lector común, que no es sólo el menos común de los lectores sino con abrumadora frecuencia es la lectora, resulta el destinatario final. Para él y para ella se escribe en última instancia toda la poesía. Tienen poderes omnímodos su gusto y su placer. Por tanto, uno entre miles, ejerce ahora su derecho a decir ante el premio a Nicanor Parra: “Siento que al fin y de verdad se me ha hecho justicia.”
La deuda con Segovia
En medio de la justa celebración una gran tristeza: Tomás Segovia ha muerto sin recibir el Cervantes al que estaba abocado y merecía como pocos. Es cierto que al final de su fecunda vida obtuvo grandes reconocimientos, pero también aquí quedamos en deuda con él porque fallamos en darle el Nacional de Literatura.
¿De verdad importan los premios o lo único que cuenta es la reacción íntima y personal ante los libros, el encuentro único de dos soledades refractarias a la opinión crítica, la pugna entre las escuelas, los ditirambos y los vituperios? Los premios se justifican porque son un alivio tardío a las penurias de la tribu siempre impecunia de los poetas pues, como dijo el fundador Lizardi al comenzar la independencia, “escribir no da, cuesta dinero”.
La extensísima obra en prosa de Segovia nace de su talento y de su inteligencia, desde luego, pero también de la necesidad de ganarse la vida y autosubsidiar el otro vicio impune: hacer poesía. Un segundo y mucho más vital beneficio de los premios es hacer que se lea y se discuta como cuestión de actualidad la poesía casi siempre ignorada y olvidada.
Desde antes, desde siempre
El mundo es guerra y nada tiene de extraño que pensemos siempre en opuestos y contrarios. Uno puede optar por Neruda o Huidobro, por Rojas o por Parra. Sin embargo queda una certeza: ¿qué haríamos, supongamos, sin la poesía de Neruda en el caso de que Pablo de Rokha hubiera consumado su tentativa de exterminio? Escoja usted a quien desee pero los necesitamos a todos.
Para honrar la actitud de Parra en su apoteosis, una opinión blasfema e incendiaria: la obra maestra de la antipoesía es nada menos que Estravagario y la escribió cuatro años después de Poemas y antipoemas su enemigo Pablo Neruda.
Parra antes de Parra, Segovia antes de Segovia
De la misma manera sería absurdo establecer ahora una oposición entre Parra, el poeta en estado “salvaje”, un adjetivo que recirculó Roberto Bolaño y ha vuelto a utilizar Fabienne Bradu, y Segovia, el poeta como ensayista y narrador y traductor y hombre de letras. Hacen falta los dos. Además, en su variedad infinita Segovia es también el autor antipoético de Bisutería, colección de homenajes, pastiches, parodias y en general lo que se ha llamado light poetry (quizá traducible como “poesía leve” más que “poesía ligera”).
Volvamos al principio. En la Antología griega están desde hace 20 y 25 siglos Parra y Segovia. El autor de los Sonetos votivos podría muy bien haber escrito este epigrama de Meleagro:
Duerme, mi dulce niña, flor hipnótica.
Al mirarte dormida quisiera ser
El sueño que penetra en todo cuerpo.
Sólo él te posee sin compartirte.
Por su parte Arquíloco ha recibido la influencia imposible de Nicanor Parra y ha escrito esta brevísima y corrosiva burla de todo lo sagrado: las guerras, el heroísmo, la valentía. Su epigrama es una desmitificación de una épica y de una ética y un escupitajo en la cara de los poetas que han celebrado la muerte y la destrucción:
Entre cien
Vencimos a nueve:
Murieron aplastados cuando escapábamos de ellos.
“La poesía morirá si no se la ofende”. ¿Quién lo dijo: Arquíloco o Parra? Y tal vez Segovia celebraría el premio a Parra con versos semejantes a estos con los que termina su “Epístola nostálgica y jovial a Juan Vicente Melo”:
Y así por todo esto finalmente
No te quisiera dar querido Juan Vicente
Ni un premio llamativo ni un fatuo espaldarazo
Sino estos pocos versos y un abrazo.
JEP
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