18 feb 2013

El expapa/Jesús Silva-Herzog Márquez


El expapa/Jesús Silva-Herzog Márquez  
Reforma, 18 Feb. 13
 Joseph Ratzinger volverá a ser Joseph Ratzinger. Por unos años perdió su nombre para utilizar el alias de Benedicto XVI. Dentro de unas semanas cerrará el paréntesis y recuperará su nombre. El expapa podrá disfrutar de nuevo de su piano para tocar la música que adora. El teólogo no solamente es un intérprete talentoso; es también musicólogo, un teólogo de las melodías. La importancia de la música en el ámbito de la religión bíblica, escribió hace tiempo, se deduce directamente de un dato: la palabra cantar es una de las más utilizadas en la Biblia. Para entrar en contacto con lo divino, dice, las palabras son insuficientes y llaman a ese ámbito de la existencia que se convierte espontáneamente en canto. La música es el lenguaje de la belleza, escribe o, más que eso, un anhelo de infinito. No es entretenimiento, una simple distracción sonora. En la música de Mozart, ese masón a quien tanto admira, ha visto retratada toda la tragedia de la existencia humana. Al escuchar su Réquiem, Joseph Ratzinger esperará con serenidad la muerte.

 Regresará a su música y a su filosofía. El teólogo retomará sus reflexiones. Leerá más. Escribirá. Podrá, por ejemplo, retomar su meditación sobre el infierno, esa cavilación que no exige fe para ser aquilatada. "El infierno son los otros", dijo Jean Paul Sartre en una obra de teatro. Nada de eso, respondió el teólogo a fines de los años sesenta: el infierno es el abismo de la soledad. Estar solo es el infierno. El infierno es "una soledad en la cual no puede penetrar la palabra del amor y que significa la verdadera suspensión de la existencia. (...) Los poetas y los filósofos de nuestro tiempo están convencidos de que todos los encuentros entre los hombres permanecen, sustancialmente, en la superficie; nadie tendría acceso a la verdadera profundidad del otro. Todo encuentro, aunque pueda parecer bello, a fin de cuentas no haría otra cosa que narcotizar la incurable herida de la soledad. En lo más íntimo y profundo de cada uno de nosotros habitaría el infierno, la deses-peración, la soledad, que es tan indefinible como terrible". El infierno es el desamparo, el desamor: la soledad absoluta, eterna.

No imagino un expapado público y visible. El polemista brillante permanecerá callado, preparando seguramente los documentos de su posteridad intelectual. Dudo mucho que las discusiones como las que tuvo con Jürgen Habermas o con Paolo Flores D'Arcais pudieran repetirse. Pero recordarlas nos lleva de inmediato a reconocer en Ratzinger a uno de los pensadores contemporáneos más lúcidos, más eruditos y más profundos de nuestro tiempo. Su palabra representa también una "otra voz" que valdría considerar -aunque sea para rebatirla. Su noción de la "dictadura del relativismo" niega las conquistas de la modernidad, repudiando, como si fuera capricho de alguna imposición, la convivencia en el pluralismo. Que represente el polo opuesto de mis convicciones no me lleva a negar su corpulencia intelectual, su finura filosófica y el desafío que esa inteligencia representa para el pensamiento contemporáneo. Si no se esconden de sí mismos, dice el teólogo, el creyente y el no creyente se encuentran, cada uno a su modo, en la compleja experiencia de dudar y de creer. "Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe".

Pero el retiro de Benedicto XVI difícilmente podrá encontrar reposo en los consuelos del arte, la filosofía o el rezo. Los años que Joseph Ratzinger haya ganado lejos de los reflectores y la presión política, el tiempo que haya logrado arrebatarle a la burocracia eclesiástica y a las intrigas del Vaticano, difícilmente pueden ser tiempo de tranquilidad moral. Porque si el teólogo podrá conservar los consuelos de su fe, ¿podrá encontrar la tranquilidad de su conciencia? A Ratzinger se le podrá leer durante mucho tiempo como un brillante teólogo reaccionario, como un elocuente filósofo antimoderno, como un polemista agudo y ágil; pero a Benedicto XVI y al cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación por la Doctrina de la Fe, se les recordará como encubridores de los crímenes más abominables. Quizá a su popular predecesor le corresponde una responsabilidad mayor. El carismático papa polaco no solamente encubrió sino que promovió a Marcial Maciel, uno de los más detestables criminales de los tiempos modernos. Pero Benedicto XVI supo de los delitos... y los escondió. Mientras pedía el castigo eterno para los homosexuales y las mujeres que abortan, ofrecía terapia y nuevas plazas para los curas que abusaban sexualmente de los niños.

De su rígida ortodoxia, de su impecable producción teológica podrá sentirse satisfecho. Su elegante erudición fundará en buenas citas el maltrato a la labor de las mujeres en su iglesia, su desprecio por los homosexuales, su ceguera de ese presente pasajero que son los siglos pero, ¿en dónde acomodará su connivencia con los violadores de niños? ¿Cómo explicará su complicidad con el mal? Tal vez le ayude Mozart, retratista de la tragedia humana.


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