12 abr 2013

José Gorostiza: soledad y llama/Roberto López Moreno


José Gorostiza: soledad y llama/Roberto López Moreno
“Muerte sin fin” es una de las grandes catedrales que la poesía levantó con el –y al- idioma español. Su autor, el arquitecto de su prodigiosa forma, José Gorostiza, dejó escrito un universo de pensamientos, la vastedad de la visión de un mundo para tocar sabio, los contornos y la entraña de la existencia.

Gorostiza, nacido en 1901 en la ciudad de Villahermosa, Tabasco, solamente escribió dos libros: Canciones para cantar en las barcas en 1925 y Muerte sin fin en 1939. En ese lapso apenas llegó a publicar uno que otro poema suelto, mientras, trabajaba meticulosamente en la depuración del lenguaje, en busca de sus verdades sustanciales. Su avance se planteaba lento pero firme, con una profunda seriedad y respeto por la materia expresiva reconcentrada en su laconismo.

   Una vez explicó: “Me gusta pensar en la poesía no como un suceso que ocurre dentro del hombre y es inherente a él, a su naturaleza humana, sino más bien como en algo que tuviese una existencia propia en el mundo exterior. De este modo la contemplo a mis anchas fuera de mí, como se mira mejor el cielo desde la falsa pero admirable hipótesis de que la tierra está suspendida en él, en medio de la alta noche”.
   El hombre de tal expresión usa en Muerte sin fin la poesía como respuesta a la duda filosófica. Lezama Lima, otro grande de la palabra en América, habla de conocer el mundo, reinventarlo, por medio de la imagen.
   Con estas imágenes el poeta tabasqueño nos crea todo un cosmos desde una obra breve, minuciosa, estricta, ceñida a una decisión de calidad; y con su poema cumbre crea un monumento del pensamiento y del idioma.
   José Gorostiza fue un hombre dedicado a fondo a su trabajo literario. Cada creación suya fue tallada, pulida minuciosamente, de ahí lo escaso de la producción, ganando en cambio el que cada pieza salida de su pluma sea una obra maestra en su larga o breve extensión. Entregado en lo absoluto a la invención de su lenguaje, estuvo fuera de esos juegos de vida cortesana en los que se vieron inmiscuidos muchos escritores de su época. Quizá por ello en aquella carta-artículo que Carlos Pellicer envía desde París atacando a los miembros del grupo “Contemporáneos”, es a José Gorostiza al único que trata con respeto y consideración.
   En el texto, editado en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco por Samuel Gordon y Fernando Rodríguez, Pellicer dice al enumerar a quienes participaron en la Antología de la Poesía Mexicana Moderna firmada por Jorge Cuesta: “El extraño que lea el libro que juzgamos pensará en el País de los hombres muy hombres –aquí se está burlando del inicio de una novela de Owen- los poetas se coronan de violetas y nunca se han bañado en el mar”. Se refiere a una frase de Salvador Novo: “Tengo 23 años y no conozco el mar”.
   En ese mismo tono a Xavier Villaurrutia lo acusa de estarse cayendo y levantando al tratar de imitar las últimas maromas de Jean Cocteau; otra vez a Novo, de hacer “Chicaguismo”; a Jorge Cuesta le dice “crítico-químico”, y por el mismo tono se mete con los otros miembros de “Contemporáneos”, Torres Bodet y demás, acusándolos de hacer imitación, “Literaturita. Pedantería. ¡Los monos! ¡los monitos! ¡los monotes!”. Esta última era alusión al lugar en el que se reunían los del grupo, un café que había sido pintado por Clemente Orozco y que por tanto se le conocía como “Los Monotes”.
   Solamente cuando se refiere a José Gorostiza, Pellicer se expresa con respeto y señala en el mismo texto: “Es poeta de una pieza, fuera de moda. Entona tardíamente una poesía intensa y musical. Por su talento y espíritu lo juzgamos superior. Nada tiene que ver con los citados. Los demás están emplumando. Acaso entre ellos haya un cóndor o un jilguero. Tal vez, Es posible, Puede ser. Esperemos”.
   Ese reconocimiento de Carlos Pellicer a José Gorostiza y su obra, fue el mismo que profesó el medio intelectual de la época a un hombre comprometido a fondo con su trabajo literario, llevado con una altura tal que le impulsó a realizar una de las obras más prodigiosas que se hayan escrito en idioma español.
   El maestro habla así de su oficio:
   El poeta no puede, sin ceder su puesto al filósofo, aplicar todo el rigor del pensamiento al análisis de la poesía. El simplemente la conoce y la ama. Sabe en dónde está y de dónde se ha ausentado. Es un como andar a ciegas, la persigue. La reconoce en cada una de sus fugaces apariciones y la captura por fin, a veces, con una red de palabras luminosas, exactas, palpitantes.   
   Y más adelante:
   Desde mi puesto de observación, así en mi propia poesía como en la ajena, he creído sentir (Permitidme que me apoye otra vez en el aire) que la poesía, al penetrar en la palabra, la descompone, la abre como un capullo a todos los matices de la significación. Bajo el conjuro poético la palabra se transparenta y deja entrever más allá de sus paredes así adelgazadas, ya no lo que dice, sino lo que calla.
   El poeta como creador fue fiel a lo que pensaba de la poesía. Así configuró gran parte de su mundo –de nuestro mundo- con las sugerencias señaladas por lo que callaba.
   Siendo tabasqueño de origen, los años de formación de José Gorostiza transcurrieron en la ciudad de Aguascalientes, que fue el punto de partida del arte mexicano moderno. Ahí se reunieron por primera vez Ramón López Velarde –poeta-, Saturnino Herrán –pintor-, Manuel M. Ponce –músico-, para dar el primer gran paso del arte contemporáneo mexicano.
   La familia de Gorostiza se trasladó posteriormente al Distrito Federal en donde vivió dentro de una precaria realidad económica. Su padre ya había muerto y los problemas económicos se hicieron más angustiantes aún, él tenía 19 años de edad y cursaba el primer año de Jurisprudencia. En 1921, bajo los auspicios de José Vasconcelos, se fundó en la ciudad de México El maestro, publicación de carácter técnico, literario y pedagógico con una tirada para su época, ni más ni menos que de 75 mil ejemplares. Gorostiza fue jefe de redacción de la nueva revista.
   Esa fue el tiempo en el que Gorostiza estableció una muy cercana amistad con Ramón López Velarde quien también tenía buenas relaciones con Carlos Pellicer. Así como este último, Gorostiza en esos momentos es amigo de López Velarde y crítico acerbo de algunos miembros del grupo “Contemporáneos”. Como respuesta a una pregunta que le formulan en relación a la Academia de la Lengua (Torres Bodet era miembro de ella) dice: “La Academia debe ser destruida y no encuentro sino dos personas capaces de hacerlo: Maples Arce (era la cabeza principal del movimiento “Estridentista”) y Torres Bodet. El primero la destruirá por la violencia; el otro por el desprestigio”.
   Este hombre disciplinado, cuidadoso al extremo, alcanzará el respeto y la admiración de sus contemporáneos, creando lentamente una obra sólida que no obstante su escasez, constituye una de las más importantes de la poesía mexicana.
   Catorce años después de haber publicado su primer libro, Canciones para cantar en las barcas, Gorostiza da a la imprenta Muerte si  fin. Se trata de un poema fundamental para la historia de nuestra literatura, estructurado en dos partes. La primera consta de seis cantos y una canción y la segunda de diez cantos y una canción. En la primera parte, el poema se encuentra con Dios y su muerte; crea un Dios, hijo de la muerte del hombre, su creador. En la segunda, el hombre se queda sólo para vivir él su muerte propia. Se inicia esta relación del deceso en unión y confrontación de lo estático y el movimiento, el vaso valor rígido y el agua, lo movible, lo moldeable.
   En su juego de símbolos, el alma es el agua sitiada por Dios, el vaso que la aprisiona. Dios en sus expresiones de recipiente modela la forma del alma, le da su propia configuración, entonces es cuando el alma: “Cumple una edad amarga de silencios/ y un reposo gentil de muerte niña”. Se ahonda, se edifica, se estructura: “En la red de cristal que la estrangula”. El agua, adentro del vaso:
   Se reconoce:
   atada allí, gota con gota,
   marchito el tropo de espuma en la garganta
  ¡qué desnudez de agua tan intensa,
   que agua tan agua.
   Está en su orbe tornasol soñando,
   cantando ya una sed de hilo justo!
   No obstante el profundo acto de meditación del poema, éste, desde el principio subyuga al lector, lo gana por la vía de la emoción. Desde el comienzo aturde y vence por la abundancia, aparente contrasentido si estamos hablando de un autor tan ceñido, tan estricto en sus espacios, tan meticulosamente depurado. Sólo que el autor es absoluto dueño de su lenguaje, capitán supremo de sus recursos y desde esa condición crea un torrente de imágenes, una floración verbal que sacude al receptor desde el principio. Siendo el poema un denso juego cerebral desde el inicio gana por la donosura de la palabra. Después se aclararán las imágenes o implantarán su dificultad para la comprensión.
   Dentro de la influencia rastreada en la poesía de Gorostiza y en especial en este poema, se ha señalado la presencia de Paul Valéry y Jorge Guillén. En lo que se refiere a los poetas mexicanos, se habla del doctor Enrique González Martínez, cabeza principal de la poesía mexicana en aquel entonces. Él dictaba desde todas las alturas sobre los horizontes del quehacer poético.
   Con tales asistencias, existe en el poema un continuo planteamiento acerca del contenido y la forma, valores que se corresponden y trasmutan. El alma y el cuerpo como unidad se transforman en expresión formal de Dios; Éste, al aprisionar la materialidad del agua, le impone su forma, es su voluntad, por tanto es Él convertido en la forma del agua que no es más que la forma del vaso, la imposición de Dios, Dios-Vaso, en la expresión ahora de Agua-Dios:
   Es un vaso de tiempo que nos iza
   en sus azules botareles de aire
   y nos pone su máscara grandiosa,
   ay, tan perfecta,
    que no difiere un rasgo de nosotros.
   Si el vaso es la forma rígida y el agua lo movible, en todo momento se plantea la existencia del puente supremo que establezca la relación entre las dos formas, el pensamiento.
   Puesto a funcionar este último, la metafísica hace posible la interacción. Dios es el hombre que lo crea, el hombre es Dios, inteligencia, soledad en llamas.
   Según Miguel Capistrán, entre las claves del poema se encuentran las referencias a los personajes poéticos de su tiempo, los más cercanos a él:
   Oh inteligencia, soledad en llamas,
   que todo lo concibe sin crearlo! (Jorge Cuesta)
   Oh inteligencia, páramo de espejos!
   helada emanación de rosas pétreas. (Xavier Villaurrutia)
   José Gorostiza, como en su verso, golpe de luz que confunde al enceguecer la pupila, es soledad y llama. Es soledad a cuyo centro llega después de haberle dado muerte a Dios. El poeta ya sin su ración de Dios sobre la espalda queda solo, infinitamente solo, de frente ante la muerte:
   En el acre silencio de sus fuentes,
   entre un fulgor de soles emboscados,
   en donde nada es ni nada está,
   donde el sueño no duele,
   donde nada ni nadie, nunca está muriendo
   y sólo ya, sobre las grandes aguas,
   flota el espíritu de Dios que gime
   con un llanto más llanto aún que el llanto,
   como si herido -¡ay, él también!- por un cabello,
   por el ojo en almendra de esa muerte
   que emana de su boca,
   hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta
   ¡ALELUYA, ALELUYA!
   Así sin Dios, después del apocalíptico “Aleluya”, el hombre pisa sobre el terreno de su autorreconocimiento; ya está listo para morir su propia muerte, para vivirla desde él mismo.
   El poeta-soledad también es fuego, congregación de átomos incandescentes, congregación entre las soledades, crepitar de las partículas múltiples. El poeta es ahora la llama. ¿Qué es? ¿Quién es? Es el Diablo:
   Es una espesa fatiga,
   un ansia de transponer
   estas lindes enemigas,
   este morir incesante,
   tenaz, esta muerte viva,
   ¡Oh Dios! que te está matando
   en tus hechuras estrictas,
   en las rosas y en las piedras,
   en las estrellas ariscas
   y en la carne que se gasta
   como una hoguera encendida,
   por el canto, por el sueño,
   por el color de la vista.
   El poeta se levanta lumbre y se establece el binomio de su esencia: soledad y llama, muerte sin fin, muerte siempre viva.
   Dios no tiene ojos, no tiene sangre, no es materia, sólo tiene un grito desgarrado repetido a la hora de su muerte: Aleluya, Aleluya, ese es su dramático grito que sale de la garganta del hombre, su creador en el momento terrible. Después vendrá la muerte del hombre mismo, pero antes, éste, participará en la danza macabra, como parte de la ceremonia final.
   Tan-tan! ¿Quién es? Es el diablo.
   ay, una ciega alegría,
   un hambre de consumir,
   el aire que se respira,
   la boca, el ojo, la mano;
   estas pungentes cosquillas
   de disfrutarnos enteros
   en sólo un golpe de risa,
   ay, esta muerte insultante,
   procaz, que nos asesina,
   a distancia, desde el gusto
   que tomamos en morirla...
   El poema de Gorostiza es una pirámide, triunfo de la armonía. Al principio, al pie de la simetría, está el hombre que va a ascender por las escalinatas; verbal asciende el hombre con ella; sube hacia la muerte, sol absoluto sobre esta arquitectura que, ahora, en una altura más allá de la comprensión inmediata del hombre, se eleva de la cúspide como un disparo hacia el sol negro, soberano en la altura de sus alturas más profundas desde donde impone su verdad de absoluto.
   La maestría de José Gorostiza hizo de Muerte sin fin la gran victoria de la estructura poética; cada uno de los recursos utilizados responde a la perfección para el hilván perfecto, como en el caso de esa constante repetición de términos que en resultado dual, al mismo tiempo da fuerza al concepto y a la trabazón rítmica del poema: “largas cintas de cintas de sorpresas” o “con un llanto más llanto aún que el llanto”.
   El poeta constructor levanta la arquitectura perfecta, la gran catedral, una de las más cumplidas en nuestro idioma. En su poema se propone destruir la forma –de eso canta el poema- es decir, la destrucción de la forma mediante el triunfo de la forma. Y así es en rigor, más allá de la idea sustentada por el poema, ya que después de Muerte sin fin, hubo que buscar, de manera forzosa nuevos caminos formales que recorrer. Se había llegado a una culminación.
   En la sección de los cantos, en las dos partes del poema, Gorostiza se maneja en diversos metros pero conserva un alma endecasílaba. En ese sentido, el metro cambia radicalmente en las dos canciones que clausuran cada una de las partes. La canción que cierra la primera parte está estructurada con diversidad de metros de verso menor, donde predominan heptasílabos y pentasílabos. En la canción que cierra la segunda parte, el metro aplicado es el de octosílabos, con ello se busca darle a estas partes el carácter de canto popular.
   Con esa suerte de canto popular se llega al final. En el poema, el autor plantea la desvinculación con lo divino, hasta llegar, incluso, a la muerte de Dios. Después vendrá la entrega del hombre a la muerte, en forma festiva, sin que por ello se deje de tener conciencia de que se entra al umbral de lo lóbrego eterno. “Yo vestiré mi muerte de amarillo”, “adornaré su pie de cascabeles”, dice Aurora Reyes en “La Máscara desnuda”.
   Lo trágico-mexicano se hace canto popular, Gorostiza también maneja con maestría tal lenguaje. Muerte sin fin está más presente que nunca, en el centro de la danza macabra, muerte viva, vida viva para entregarla a la muerte inmortal, muerte sin fin. Se acaba la vida y se acaba el poema, “anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo”.
   Quiero concluir con la siguiente proposición interpretativa. Retomamos los símbolos del poema de Gorostiza. Reinventamos la lectura:
   El agua es una serpiente líquida amasada adentro de una pirámide de cristal. Toda pirámide se levanta hacia el vuelo, se vuelve cúspide para volverse cielo. El vaso es águila. Tierra y cielo, serpiente y águila, están nuevamente ligadas en la semántica del pensamiento.
   Qué grande es la poesía, cuando nos permite a los observadores estos quehaceres de la imaginación. ¿No acaso es ésta –la imaginación- la energía con la que Lezama redinamiza el mundo? Atengámonos a este relámpago que al tocar la materia la ilumina. Lo súbito y su opus nos coloquen en el vuelo.
   Líquido y vaso, águila y serpiente, pirámide y Grijalva, elaboran el zumo de la muerte sin fin, muerte siempre viva, córone de una primera parte de la negación. La fórmula a la mitad de su proceso total. La muerte, primera negación, no se niega para sumar así la cantidad hechizada que produzca el salto del milagro.
   Se queda entonces en el primer nivel de la vida, en la vida de la muerte. Al no darse la fórmula completa de las negaciones (negación de la negación) no se alcanza la vida de la vida, el más por más da más con el que el colibrí se erguiría astro emplumado. Sólo que hay también un sol solitario asolado en soledad en llamas, Gorostiza, río y pirámide.
   Lejos de Heidegger transitando los asombros del “distraído” en su complejo de sensibilidades e intuiciones complementando la otra dimensión del conocimiento, el poeta materialista de Tabasco, abre la corola polisémica del universo y la somete al meticuloso empeño del raciocinio. El vaso olmeca y el agua maya, cátodo y ánodo del tiempo, aéreo barro que en su proposición de muerte doctora al poeta en la vida eterna. Mientras impere la razón su esencia estricta, su nombre será llama.
   El tiempo es un río que de Chiapas baja y ya en Tabasco se convierte en la filosofía de la llama, tierra que quema, agua que se metaforiza, aire cuajado en pan de árbol.
   Bajo la nueva visión propuesta, contra la propia tesis de su muerte sin fin, su nombre gorosticiano ha de revertirse del calcio del esqueleto, y lo levantará y lo andará, con la insistencia de un tambor sanguíneo, golpe del Grijalva-Usumacinta, frontera de la vida eterna, vida sin fin, jaguar poeta, como Pellicer, en el pecho de maíz de América. Aquí está la tierra de Tabasco (o Flor de Leticia), el pozol y la jícara que lo ciñe; el vaso, el agua, el repteo, el vuelo y el poeta más poeta de sí mismo dibujando con su verbo el infinito. 

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