El
desarme jurídico del Estado/Carlos Domínguez Luis, es abogado del Estado y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
Publicado en el El Mundo, 21 d3 octubre de 2014
Hace
ya algunos años, el presidente de la asamblea legislativa de una comunidad
autónoma realizó el hecho, insólito en cualquier sistema democrático que se
precie, de negarse a cumplir una decisión judicial firme, dictada por el
Tribunal Supremo. Fue condenado, tiempo después, por un delito de desobediencia
a la autoridad judicial, pero aquella conducta, revestida en su día de marcados
tintes políticos, debe ser vista ahora, con los acaecimientos recientes que se
suceden en Cataluña, como el punto de partida de comportamientos claramente
orientados a poner en jaque nuestro sistema constitucional y frente a los
cuales el orden jurídico puede no ser del todo eficaz en el futuro.
Nuestro
Estado de Derecho no tiene puesto al día uno de los instrumentos
imprescindibles para la defensa del ordenamiento constitucional, el Código
Penal, cuyo articulado se mantiene al margen de los actuales problemas y retos
que tiene España planteados frente a quienes dedican el esfuerzo político a
procurar la liquidación del Estado y de su organización, democráticamente
aprobada por los españoles en 1978. Si exceptuamos los delitos de terrorismo,
nuestro Código, tantas veces reformado para perseguir la llamada delincuencia
callejera y garantizar la tranquilidad de la vida cotidiana, ofrece una
eficacia cuestionable para salvaguardar el sistema constitucional. A ello se ha
de sumar que la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal sigue pensando en una
sociedad agraria en la que, de cuando en cuando, surge una disputa sobre
linderos que desemboca en una tragedia personal. Esa forma de delincuencia no
ha desaparecido, pero hoy la fenomenología del delito ofrece muchas otras
manifestaciones para las que no existe certera previsión legal.
el-desarme-juridico-del-estadoSi
volvemos al caso concreto con el que se iniciaban estas líneas, no cabe duda de
que, en cualquier Estado de Derecho, por primario que sea, las sentencias de
los órganos judiciales deben cumplirse, no como homenaje personal a los
magistrados que las dictan, ni por subordinación jerárquica a ellos, sino por
ser su cumplimiento elemental exigencia del funcionamiento democrático en una
sociedad libre. Ahora bien, en nuestro sistema penal, la desobediencia, por
parte de las autoridades, a las sentencias y decisiones judiciales,
sorprendentemente no constituye un delito contra las instituciones del Estado y
contra la división de poderes. Esa desobediencia es tratada como un delito
contra la Administración pública, esto es, como si tal conducta afectara al
buen funcionamiento de los «servicios administrativos» y no al «orden
constitucional de la división de poderes».
El
Código Penal, pues, ha olvidado el valor de las sentencias en la estructura del
Estado de Derecho y, ni saca el aprovechamiento de su verdadero papel, ni es
capaz de obtener todas las ventajas del delito de desobediencia a los tribunales
que, visto lo visto, en un futuro próximo va a ser la llave para la solución de
muchos problemas. Los acontecimientos vividos en los últimos años en Cataluña
permiten vaticinar que las crisis próximas no serán de violencia material, sino
de reto y pulso al orden jurídico desde comportamientos igualmente jurídicos,
pero inconstitucionales. El principio de mínima intervención del Derecho Penal
ha de mantener su catalogación como principio básico. Sin embargo, los órdagos
a nuestro sistema constitucional, a nuestro modelo de convivencia, no pueden
ser considerados como una broma. De ahí, la necesidad de que el marco jurídico
se dote de los mecanismos precisos para impedir los intentos ilícitos de
ruptura de las reglas del juego.
En
efecto, no es una broma que, suspendida por el Tribunal Constitucional la
consulta promovida por el Gobierno catalán, prevista para el próximo 9 de
noviembre, se comiencen a barajar, públicamente, vías oblicuas para que ese día
se pueda votar. Todo ello, bajo el pretexto argumental de que una consulta
popular a través de las urnas no es, por sí mismo, nada que implique
desvaloración social.
Como
tampoco es una broma que alguna formación política catalana haya planteado en
los últimos días la posibilidad de una declaración unilateral de independencia
de Cataluña. Pues bien, aunque cueste creerlo, un hecho que se sitúa en el
límite de la gravedad para el orden constitucional no constituye en España, hoy
por hoy, delito de clase alguna. Nadie cometería ningún crimen si oficialmente
proclamara en el boletín oficial de una comunidad autónoma su independencia y
separación de España. Sin perjuicio de su ineficacia constitucional, tal
conducta no sería un comportamiento criminal. De modo que, al margen de las
vías de impugnación y consiguientes declaraciones de invalidez y de ineficacia,
una enormidad como la planteada no sería nada en lo penal. Nadie en España
tiene la impresión de que esto pueda ser así, pero lo es. En la España de hoy,
en la que conducir a excesiva velocidad puede ser un delito, no lo es, en
cambio, que un Parlamento autonómico declare la secesión o independencia de su
territorio. Lo sorprendente es que fue un delito siempre. Pero hoy, cuando la
situación cobra visos de mayor gravedad, ya no lo es.
Esa
declaración de independencia no sería, desde luego, un delito de traición, pues
nuestro actual Código Penal vincula la comisión de este delito con supuestos de
conflicto bélico entre España y una potencia enemiga. Han sido borradas de su
texto todas las referencias a movimientos sediciosos y separatistas, sobre la
base, según algunos expertos, de que contemplaban casos inimaginables en la
práctica. Ahora bien, el Código Penal sigue previendo como delito una conducta
harto improbable en la practica: que un español induzca a una potencia
extrajera a declarar la guerra a España o se concierte con ella para el mismo
fin.
Tampoco
sería un delito de sedición, pues una declaración de independencia por una
asamblea legislativa o un gobierno autonómico, aunque rompería gravísimamente
el orden constitucional y la unidad de España, por sí misma no afectaría al
orden público, ni comportaría ningún alzamiento en forma de tumulto, elementos,
estos últimos, sobre los que se asienta la regulación actual de ese delito.
Difícilmente
podría hablarse, por último, de un delito de rebelión, pues nuestro Código
Penal impone, para considerar que el delito ha sido cometido, la existencia de
un alzamiento público y violento, de modo que deja así fuera supuestos como el
contemplado, que el sentido común, en cambio, etiqueta fácilmente como actos de
rebelión.
Decíamos
antes que esto no ha sido siempre así. En el Código Penal de 1932 -el de la
Segunda República-, una declaración de independencia como la analizada era
constitutiva de delito de rebelión. Es decir, los gobiernos de izquierda de ese
período tenían meridianamente claro que la unidad de España debía
salvaguardarse a toda costa, incluso por la vía penal. Cualquier ataque a la
integridad de España era considerado como delito de rebelión.
En
1981, un Parlamento ya democrático reformó este tipo de delitos y, como en la
Segunda República, sancionó cualquier ataque contra la integridad de la nación
española, con independencia de que éste tuviese lugar o no mediante alzamiento
violento. En suma, la proclamación o declaración de independencia fue antes del
régimen democrático, y siguió siendo durante éste hasta 1995, un delito de
rebelión contra el orden constitucional. Hoy no lo es. Quizá pueda pensarse
que, por tratarse de una pura declaración de contenido político y formulación
jurídica, siempre se puede subsanar por la vía de la impugnación judicial. Es
posible. Pero no olvidemos que los desafíos al orden constitucional y a la
unidad de España van siendo cada vez más finos en lo jurídico, amén de que, en
España, la desobediencia a los tribunales que restablecen el derecho y declaran
la ineficacia de una independencia territorial proclamada es, hoy por hoy, un
delito contra la Administración pública, castigado con una pena económica de
multa y otra de inhabilitación. Con este marco, a algunos les puede parecer
hasta rentable correr el riesgo.
Todo
apunta a la conveniencia de una reflexión acerca de la cuestionable capacidad
actual de nuestro Estado de Derecho para defender el orden constitucional en
situaciones jurídicas límite. Nuestro marco de convivencia y todo lo que nos
une bien lo merece.
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