25 may 2015

La búsqueda de la felicidad

La búsqueda de la felicidad/Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito de Derecho Constitucional, expresidente del Consejo de Estado.

 La Vanguardia |25 de mayo de 2015
La búsqueda de la felicidad es, como se sabe, junto con la vida y la libertad, uno de los derechos naturales con los que, según la Declaración de Independencia norteamericana, han sido dotados los hombres por su creador. Una fórmula un poco más modesta que la que poco antes había incorporado el Bill of Rights de Virginia, para el que el tal derecho no sólo amparaba la búsqueda de la felicidad, sino también su consecución Los historiadores no han logrado ponerse de acuerdo sobre el origen de esta fórmula y las razones que llevaron a Jefferson a emplearla para sustituir al derecho a la propiedad, que es el que en la filosofía de la Ilustración suele acompañar a libertad e igualdad, pero sus trabajos son de poca ayuda para determinar su significado actual, tan abierto que la hacen inútil, salvo como expresión retórica, para el debate político. De hecho, es una expresión poco frecuente fuera de Estados Unidos y que en otras partes del mundo sólo aparece en textos redactados bajo influencia norteamericana. En la Constitución de Japón (artículo 13), o en la Declaración de Independencia de Vietnam que Ho Chi Minh proclamó en 1945, animado entonces por los norteamericanos en su lucha contra el colonialismo francés, antes de convertirse en cabeza del Vietcong y enemigo jurado y triunfante de Estados Unidos.
Fue esta, sin embargo, la expresión que el papa Francisco empleó al lamentar el naufragio en el que recientemente murieron muchos cientos de emigrantes que intentaban entrar en Italia. En la política de la Unión Europea estos intentos se ven desde la perspectiva de los horrores (guerra, inseguridad, opresión, miseria) de los que los emigrantes huyen, no desde la del bien que pretenden alcanzar.

La diferencia de enfoque no es baladí y puede servir de punto de partida para una reflexión melancólica sobre la reciente Agenda Europea de Migración. Una Agenda impulsada por aquel trágico naufragio, como un año antes había sido el de Lampedusa el que movió a Juncker a incluir este tema como uno de los puntos de su programa político, y en consecuencia buena parte de la Agenda está dedicada a las medidas que emplear para evitar la muerte en el Mediterráneo. Pero esas medidas, como todo el resto de la Agenda, están construidas a partir de una distinción nítida entre los emigrantes que tienen derecho a solicitar (y eventualmente obtener) la protección internacional y todos los demás y este derecho lo tienen sólo quienes son o se dicen víctimas de la opresión, la discriminación o la violencia. No lo tienen por tanto quienes emigran por cualquier otra causa, incluida la miseria, que es la que mueve a una buena parte de quienes nos vienen de África y a no pocos de los procedentes de otras partes del mundo. Según la propia Agenda se deniegan el 55% de las solicitudes (hasta el 100% en los procedentes de algunos estados) y cabe suponer que hay muchos que ni siquiera lo intentan, de manera que las medidas previstas para la reubicación de urgencia y la previsión de 20.000 plazas anuales de “reasentamiento” en el mejor de los casos sólo aliviaran la situación de una minoría de los inmigrantes presentes o futuros. Para hacer frente al problema que plantean los restantes, que son la mayoría, la Unión no encuentra otros medios que el de tratar de disuadirlos para que no vengan, o impedirles entrar, si lo intentan, o devolverlos a sus países de origen si ya están aquí.
Quizás no haya otros, pero es seguro que estos son de muy escasa eficacia. Para que una sociedad haga posible la felicidad de sus miembros, pensaba Rousseau, no debe animar en ellos deseos que no puedan satisfacer y la sociedad global y ampliamente informatizada no cumple esa condición. Las informaciones que les vienen de las naciones opulentas anima en la mayor parte de los habitantes del planeta deseos que sólo dentro de ellas pueden satisfacer (aunque sean tan modestos como el de comer a diario). La disuasión es improbable y muy limitada, no sólo por razones humanitarias, pero también por ellas, la capacidad de los estados para impedir la entrada ilegal. En Europa como en Estados Unidos, aunque su frontera terrestre del sur sea menos porosa que la nuestra en el Mediterráneo. En lo que toca a la posibilidad de forzar el retorno de quienes se encuentran ya dentro de la Unión, basta con remitirse a los datos de Eurostat que la Agenda cita: el 61,5% de las decisiones que lo imponen son incumplidas. De tiempo en tiempo, no hay más salida que la regularización.
De donde se siguen dos conclusiones. La primera y más trivial es la de que el esfuerzo de los distintos estados europeos para acoger a los inmigrantes no puede ser medido exclusivamente por el número de personas a las que le han otorgado protección. Pero sobre todo, en segundo término, la de que la migración en masa es el mayor problema de nuestro tiempo. Mayor que los que vienen de los enfrentamientos ideológicos o culturales, o de la lucha por el poder, económico o político, porque tiene su origen en una realidad más honda. Un problema que, me temo, heredarán nuestros nietos. Tal vez sea verdad aquello de que la humanidad no se plantea problemas que no sea capaz de resolver, pero poco consuelo cabe deducir de ello si la solución posible es trágica.

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