El papa Francisco presidió en
la tarde del jueves 4 de junio, en la Basílica de San Juan de Letrán, en Roma, la Misa
por la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y la Sangre de Cristo.
La jomilía?
En
la Última Cena, Jesús dona su Cuerpo y su Sangre mediante el pan y el vino,
para dejarnos el memorial de su sacrificio de amor infinito. Con este “viático”
lleno de gracia, los discípulos tienen todo lo necesario para su camino a lo
largo de la historia, para hacer extensivo a todos el Reino de Dios. Luz y
fuerza será para ellos el don que Jesús ha hecho de sí mismo, inmolándose
voluntariamente sobre la cruz. Y este Pan de vida ¡ha llegado hasta nosotros!
Ante
esta realidad el estupor de la Iglesia no cesa jamás. Una maravilla que
alimenta siempre la contemplación, la adoración, la memoria. Nos lo demuestra
un texto muy bello de la Liturgia de hoy, el Responsorio de la segunda lectura
del Oficio de las Lecturas, que dice así: “Reconozcan en este pan, a aquél que
fue crucificado; en el cáliz, la sangre brotada de su costado. Tomen y coman el
cuerpo de Cristo, beban su sangre: porque ahora son miembros de Cristo. Para no
disgregarse, coman este vínculo de comunión; para no despreciarse, beban el
precio de su rescate”.
Nos
preguntamos: ¿qué significa, hoy, disgregarse y disolverse? Nosotros nos
disgregamos cuando no somos dóciles a la Palabra del Señor, cuando no vivimos
la fraternidad entre nosotros, cuando competimos por ocupar los primeros
lugares, cuando no encontramos el valor para testimoniar la caridad, cuando no
somos capaces de ofrecer esperanza.
La
Eucaristía nos permite el no disgregarnos, porque es vínculo de comunión, y
cumplimiento de la Alianza, señal viva del amor de Cristo que se ha humillado y
anonadado para que permanezcamos unidos. Participando a la Eucaristía y
nutriéndonos de ella, estamos incluidos en un camino que no admite divisiones.
El Cristo presente en medio a nosotros, en la señal del pan y del vino, exige
que la fuerza del amor supere toda laceración, y al mismo tiempo que se
convierta en comunión, también con el más pobre, apoyo para el débil, atención
fraterna con los que fatigan en el llevar el peso de la vida cotidiana. Están
en peligro de perder la fe.
Y
¿qué significa hoy para nosotros “disolverse”, o sea diluir nuestra dignidad
cristiana? Significa dejarse corroer por las idolatrías de nuestro tiempo: el
aparecer, el consumir, el yo al centro de todo; pero también el ser
competitivos, la arrogancia como actitud vencedora, el no tener jamás que
admitir el haberse equivocado o el tener necesidades. Todo esto nos disuelve,
nos vuelve cristianos mediocres, tibios, insípidos, paganos.
Jesús
ha derramado su Sangre como precio y como baño sagrado que nos lava, para que
fuéramos purificados de todos los pecados: para no disolvernos, mirándolo,
saciándonos de su fuente, para ser preservados del riesgo de la corrupción. Y
entonces experimentaremos la gracia de una transformación: nosotros siempre
seguiremos siendo pobres pecadores, pero la Sangre de Cristo nos librará de
nuestros pecados y nos restituirá nuestra dignidad. Nos liberará de la
corrupción. Sin mérito nuestro, con sincera humildad, podremos llevar a los
hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador. Seremos sus ojos que van en busca
de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano que socorre a los enfermos del
cuerpo y del espíritu; seremos su corazón que ama a los necesitados de
reconciliación, de misericordia y de comprensión.
De
esta manera la Eucaristía actualiza la Alianza que nos santifica, nos purifica
y nos une en comunión admirable con Dios. Así aprendemos que la Eucaristía no
es un premio para los buenos, sino la fuerza para los débiles, para los
pecadores, es el perdón, el viático que nos ayuda a andar, a caminar”.
Hoy,
fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, tenemos la alegría no solamente de
celebrar este misterio, sino también de alabarlo y cantarlo por las calles de
nuestra ciudad. Que la procesión que realizaremos al final de la Misa, pueda
expresar nuestro reconocimiento por todo el camino que Dios nos ha hecho
recorrer a través del desierto de nuestras miserias, para hacernos salir de la
condición servil, nutriéndonos de su Amor mediante el Sacramento de su Cuerpo y
de su Sangre.
Dentro
de poco, mientras caminaremos a largo de la calles, sintámonos en comunión con
tantos de nuestros hermanos y hermanas que no tienen la libertad para expresar
su fe en el Señor Jesús. Sintámonos unidos a ellos: cantemos con ellos,
alabemos con ellos, adoremos con ellos. Y veneremos en nuestro corazón a
aquellos hermanos y hermanas a los que ha sido requerido el sacrificio de la
vida por fidelidad a Cristo: que su sangre, unida a aquella del Señor, sea prenda
de paz y de reconciliación para el mundo entero. Y no olvidemos: para no
disgregarnos, coman este vínculo de comunión, para no disolverse beban el
precio de su rescate.
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