“No se
olviden de rezar por mí”.
La patria cubana
nació y creció al calor de la devoción a la Virgen de la Caridad. «Ella ha dado
una forma propia y especial al alma cubana –escribían los Obispos de estas
tierras– suscitando los mejores ideales de amor a Dios, a la familia y a la
Patria en el corazón de los cubanos». También lo expresaron sus compatriotas
cien años atrás, cuando le pedían al Papa Benedicto XV que declarara a la
Virgen de la Caridad Patrona de Cuba, y escribieron: «Ni las desgracias ni las
penurias lograron “apagar” la fe y el amor que nuestro pueblo católico profesa
a esa Virgen, sino que, en las mayores vicisitudes de la vida, cuando más
cercana estaba la muerte o más próxima la desesperación, surgió siempre como
luz disipadora de todo peligro, como rocío consolador…, la visión de esa Virgen
bendita, cubana por excelencia… porque así la amaron nuestras madres
inolvidables, así la bendicen nuestras esposas».
En
este Santuario, que guarda la memoria del santo Pueblo fiel de Dios que camina
en Cuba, María es venerada como Madre de la Caridad. Desde aquí Ella custodia
nuestras raíces, nuestra identidad, para que no nos perdamos en caminos de
desesperanza. El alma del pueblo cubano, como acabamos de escuchar, fue forjada
entre dolores, penurias que no lograron apagar la fe, esa fe que se mantuvo
viva gracias a tantas abuelas que siguieron haciendo posible, en lo cotidiano
del hogar, la presencia viva de Dios; la presencia del Padre que libera,
fortalece, sana, da coraje y que es refugio seguro y signo de nueva
resurrección. Abuelas, madres, y tantos otros que con ternura y cariño fueron
signos de visitación, de valentía, de fe para sus nietos, en sus familias.
Mantuvieron abierta una hendija pequeña como un grano de mostaza por donde el
Espíritu Santo seguía acompañando el palpitar de este pueblo.
Y
«cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la
ternura y del cariño» (Evangelii gaudium, 288). Generación tras generación, día
tras día, estamos invitados a renovar nuestra fe. Estamos invitados a vivir la
revolución de la ternura como María, Madre de la Caridad. Estamos invitados a
«salir de casa», a tener los ojos y el corazón abierto a los demás. Nuestra
revolución pasa por la ternura, por la alegría que se hace siempre projimidad,
que se hace siempre compasión que no es lástima, es padecer con para liberar; y
nos lleva a involucrarnos, para servir, en la vida de los demás. Nuestra fe nos
hace salir de casa e ir al encuentro de los otros para compartir gozos y
alegrías, esperanzas y frustraciones.
Nuestra
fe, nos saca de casa para visitar al enfermo, al preso, al que llora y al que
sabe también reír con el que ríe, alegrarse con las alegrías de los vecinos.
Como María, queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de
sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la
esperanza, ser signo de unidad de un pueblo noble y digno.
Como
María, Madre de la Caridad, queremos ser una Iglesia que salga de casa para
tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación. Como María, queremos ser
una Iglesia que sepa acompañar todas las situaciones «embarazosas» de nuestra
gente, comprometidos con la vida, la cultura, la sociedad, no borrándonos sino
caminando con nuestros hermanos. Todos juntos, sirviendo, ayudando. Todos hijos
de Dios, hijos de María, hijos de esta noble tierra cubana.
Este
es nuestro cobre más precioso, esta es nuestra mayor riqueza y el mejor legado
que podamos dejar: como María, aprender a salir de casa por los senderos de la
visitación. Y aprender a orar con María porque su oración es memoriosa,
agradecida; es el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es la
memoria viva de que Dios va en medio nuestro; es memoria perenne de que Dios ha
mirado la humildad de su pueblo, ha auxiliado a su siervo como lo había
prometido a nuestros padres y a su descendencia para siempre.
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