18 may 2016

Sobre el populismo en EU/ Guy Sorman

 Sobre el populismo en EU/ Guy Sorman
ABC, 17 de mayo de 2016
Estados Unidos está atrapado entre dos populismos paralelos y en ascenso, el de Donald Trump por la derecha, y el de Bernie Sanders por la izquierda. Hillary Clinton, en cambio, se muestra extremadamente centrista y racional. Esto pone de manifiesto que ninguna democracia está a salvo del populismo. ¿Pero qué significa este término? El populismo consiste en despertar un instinto primitivo y ampliamente extendido: el de estar convencidos de que nuestras desgracias, decepciones y frustraciones se deben a un tercero y de que no somos responsables de ellas en absoluto. Corresponde al candidato señalar a ese tercero, el cabeza de turco, y rebanarle la garganta para que el futuro sea radiante, o vuelva a serlo, porque el populismo también se basa en el mito de un paraíso perdido. El populista consigue sus objetivos si es carismático, un concepto indefinible, pero perceptible, y si señala a un cabeza de turco en consonancia con las frustraciones del momento.

El judío fue el cabeza de turco predilecto de la década de 1930, pero eso se ha acabado, salvo en el mundo árabe. Bernie Sanders lo ha sustituido por Wall Street, una entidad bastante vaga, pero situada en la Babilonia moderna que es Nueva York y que la América profunda aborrece; el salario del estadounidense medio está estancado porque los gnomos de Wall Street se vuelven enormemente ricos. La propuesta de Bernie Sandres es indemostrable y absurda; por el contrario, como los ahorros del mundo entero, bien o mal adquiridos, se invierten en Wall Street, todos los estadounidenses tienen acceso a unos créditos con tipos bajos que les permiten consumir, comprarse casas y crear empresas. Pero qué importa la realidad si el populismo la niega y la sustituye por unos mitos infinitamente más movilizadores.
 Al igual que Donald Trump, Bernie Sanders señala al extranjero como cabeza de turco accesorio: por culpa del libre intercambio internacional, los mexicanos y los chinos roban puestos de trabajo a los estadounidenses, especialmente en la producción de objetos manufacturados. Poco importa que las industrias estadounidenses produzcan hoy en día dos veces más que hace veinte años y que estemos asistiendo, gracias a la robotización, a una reindustrialización del país. Y poco importa también que, gracias a la división internacional del trabajo, los consumidores estadounidenses pueden adquirir teléfonos móviles u ordenadores que, si no se ensamblasen en Asia, les costarían cuatro veces más.
 Bernie Sanders y Trump no imparten lecciones de economía, pero engatusan a su auditorio con la ilusión de un EE.UU. feliz y replegado sobre sí mismo, en el que nadie se vería obligado a adaptarse a la innovación. Bernie Sanders resulta todavía más perturbador porque parece sincero en su papel de viejo león revolucionario, y no da la impresión de buscar el dinero o el poder, sino solo la redención de EE UU. Es aún más desestabilizador que Trump, porque nadie piensa que este sea honesto y desinteresado.
 El cabeza de turco de Trump es el extranjero: el mexicano, inevitablemente ladrón y violador; el musulmán, siempre un terrorista en potencia; y el chino, pícaro y ladrón de empleo. Al negro no se le señala, pero está implícito en la retórica de Trump que, recordémoslo, da a entender que Barack Obama es keniano y musulmán, y que por eso el presidente odia a Estados Unidos. Trump no solo hace caso omiso a la realidad, sino que le parece carente de interés. Tiene alma de jefe y, según él, la confianza en el jefe, que por fuerza tiene razón, debe sustituir al conocimiento de los hechos. Esto convierte a Trump en un fascista en potencia, mientras que Bernie Sanders es una burda caricatura de un Lenin que habría sido menchevique.
 ¿Ponen estos dos en peligro a la democracia estadounidense? Supongamos que Trump es presidente. Los primeros días descubrirá que el presidente estadounidense es un Gulliver atado por unos enanos, con muy pocos poderes reales. Los Padres Fundadores que elaboraron la Constitución, inmodificable desde hace más de dos siglos, lo quisieron así: como desconfiaban de la tentación del poder y de la de abusar de él, crearon un ingenioso sistema de equilibrio de fuerzas en el que nadie, y menos aún el presidente, puede imponer sus caprichos. Si el presidente tratase de saltarse la Constitución, sería destituido por el Congreso, y el Tribunal Supremo anularía sus decisiones. A los presidentes Andrew Jackson, Theodore Roosevelt y Franklin D. Roosevelt, que en el pasado se vieron tentados de excederse en sus poderes, les hicieron entrar en razón.
 La Constitución prevalece sobre los hombres, y los estadounidenses veneran mucho más a la Constitución que a los políticos. Estados Unidos nunca ha tenido a un Mussolini, a un Hitler, a un Franco, a un Salazar o a un Pétain, y no nos imaginamos algo distinto. La democracia estadounidense no está en peligro. La paradoja del momento es que Trump y Sanders surgen cuando ninguna circunstancia objetiva lo hacía prever. Por lo general, el fascismo surge en épocas de crisis, mientras que en Estados Unidos la crisis ha terminado. Sin duda hay que buscar la explicación en otro sitio: una gran parte de la derecha estadounidense todavía no ha digerido que el presidente sea negro y una gran parte de la izquierda está decepcionada por la falta de audacia de Obama.
 Por último, no olvidemos que a los estadounidenses no les gusta el Estado y que no esperan gran cosa de él. El nombramiento de payasos refleja la poca estima que el electorado –la mitad del cual no votará– siente por Washington.

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