Homilía del Papa Francisco en la Misa en Tiflis, Georgia
TIFLIS,
01 Oct. 16 / 02:01 am (ACI).- El Papa Francisco celebró esta mañana en Georgia
una Misa en el estadio Mikheil Meskhi, en la ciudad de Tiflis, para la segunda
parte de su viaje apostólico a la región del Cáucaso, tras su visita a Armenia
en junio.
A
continuación el texto completo de la homilía:
Esto
nos ayuda a comprender la belleza de lo que el Señor dice en la primera lectura
de hoy: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is
66,13). Como una madre toma sobre sí el peso y el cansancio de sus hijos, así
quiere Dios cargar con nuestros pecados e inquietudes; él, que nos conoce y ama
infinitamente, es sensible a nuestra oración y sabe enjugar nuestras lágrimas.
Cada vez que nos mira se conmueve y se enternece con un amor entrañable,
porque, más allá del mal que podemos hacer, somos siempre sus hijos; desea
tomarnos en brazos, protegernos, librarnos de los peligros y del mal. Dejemos
que resuenen en nuestro corazón las palabras que hoy nos dirige: «Como una
madre consuela, así os consolaré yo».
El
consuelo que necesitamos, en medio de las vicisitudes turbulentas de la vida,
es la presencia de Dios en el corazón. Porque su presencia en nosotros es la
fuente del verdadero consuelo, que permanece, que libera del mal, que trae la
paz y acrecienta la alegría. Por lo tanto, si queremos ser consolados, tenemos
que dejar que el Señor entre en nuestra vida. Y para que el Señor habite
establemente en nosotros, es necesario abrirle la puerta y no dejarlo fuera.
Hay que tener siempre abiertas las puertas del consuelo porque Jesús quiere
entrar por ahí: por el Evangelio leído cada día y llevado siempre con nosotros,
la oración silenciosa y de adoración, la Confesión y la Eucaristía. A través de
estas puertas el Señor entra y hace que las cosas tengan un sabor nuevo. Pero
cuando la puerta del corazón se cierra, su luz no llega y se queda a oscuras.
Entonces nos acostumbramos al pesimismo, a lo que no funciona bien, a las realidades
que nunca cambiarán. Y terminamos por encerrarnos dentro de nosotros mismos en
la tristeza, en los sótanos de la angustia, solos. Si, por el contrario,
abrimos de par en par las puertas del consuelo, entrará la luz del Señor.
Pero
Dios no nos consuela sólo en el corazón; por medio del profeta Isaías, añade:
«En Jerusalén seréis consolados» (66,13). En Jerusalén, en la comunidad, es
decir en la ciudad de Dios: cuando estamos unidos, cuando hay comunión entre
nosotros obra el consuelo de Dios. En la Iglesia se encuentra consuelo, la
Iglesia es la casa del consuelo: aquí Dios desea consolar. Podemos
preguntarnos: Yo, que estoy en la Iglesia, ¿soy portador del consuelo de Dios?
¿Sé acoger al otro como huésped y consolar a quien veo cansado y desilusionado?
El cristiano, incluso cuando padece aflicción y acoso, está siempre llamado a
infundir esperanza a quien está resignado, a alentar a quien está desanimado, a
llevar la luz de Jesús, el calor de su presencia y el alivio de su perdón.
Muchos sufren, experimentan pruebas e injusticias, viven preocupados. Es
necesaria la unción del corazón, el consuelo del Señor que no elimina los
problemas, pero da la fuerza del amor, que ayuda a llevar con paz el dolor.
Recibir y llevar el consuelo de Dios: esta misión de la Iglesia es urgente.
Queridos hermanos y hermanas, sintámonos llamados a esto; no a fosilizarnos en
lo que no funciona a nuestro alrededor o a entristecernos cuando vemos algún
desacuerdo entre nosotros. No está bien que nos acostumbremos a un «microclima»
eclesial cerrado, es bueno que compartamos horizontes de esperanza amplios y
abiertos, viviendo el entusiasmo humilde de abrir las puertas y salir de
nosotros mismos.
Pero
hay una condición fundamental para recibir el consuelo de Dios, y que hoy nos
recuerda su Palabra: hacerse pequeños como niños (cf. Mt 18,3-4), ser «como un
niño en brazos de su madre» (Sal 130,2). Para acoger el amor de Dios es
necesaria esta pequeñez del corazón: en efecto, sólo los pequeños pueden estar
en brazos de su madre.
Quien
se hace pequeño como un niño —nos dice Jesús— «es el más grande en el reino de
los cielos» (Mt 18,4). La verdadera grandeza del hombre consiste en hacerse
pequeño ante Dios. Porque a Dios no se le conoce con elevados pensamientos y
muchos estudios, sino con la pequeñez de un corazón humilde y confiado. Para
ser grande ante el Altísimo no es necesario acumular honores y prestigios,
bienes y éxitos terrenales, sino vaciarse de sí mismo. El niño es precisamente
aquel que no tiene nada que dar y todo que recibir. Es frágil, depende del papá
y de la mamá. Quien se hace pequeño como un niño se hace pobre de sí mismo,
pero rico de Dios.
Los
niños, que no tienen problemas para comprender a Dios, tienen mucho que
enseñarnos: nos dicen que él realiza cosas grandes en quien no le ofrece
resistencia, en quien es simple y sincero, sin dobleces. Nos lo muestra el
Evangelio, donde se realizan grandes maravillas con pequeñas cosas: con unos
pocos panes y dos peces (cf. Mt 14,15-20), con un grano de mostaza (cf. Mc 4,30-32),
con el grano de trigo que cae en tierra y muere (cf. Jn 12,24), con un solo
vaso de agua ofrecido (cf. Mt 10,42), con dos pequeñas monedas de una viuda
pobre (cf. Lc 21, 1-4), con la humildad de María, la esclava del Señor (cf. Lc
1,46-55).
He
aquí la sorprendente grandeza de Dios, un Dios lleno de sorpresas y que ama las
sorpresas: nunca perdamos el deseo y la confianza en las sorpresas de Dios. Nos
hará bien recordar que somos, siempre y ante todo, hijos suyos: no dueños de la
vida, sino hijos del Padre; no adultos autónomos y autosuficientes, sino niños
que necesitan ser siempre llevados en brazos, recibir amor y perdón. Dichosa
las comunidades cristianas que viven esta genuina sencillez evangélica. Pobres
de recursos, pero ricas de Dios. Dichosos los pastores que no se apuntan a la
lógica del éxito mundano, sino que siguen la ley del amor: la acogida, la
escucha y el servicio. Dichosa la Iglesia que no cede a los criterios del
funcionalismo y de la eficiencia organizativa y no presta atención a su imagen.
Pequeño y amado rebaño de Georgia, que tanto te dedicas a la caridad y a la
formación, acoge el aliento que te infunde el Buen Pastor, confíate a Aquel que
te lleva sobre sus hombros y te consuela.
Quisiera
resumir estas ideas con algunas palabras de santa Teresa del Niño Jesús, a
quien recordamos hoy. Ella nos señala su «pequeño camino» hacia Dios, «el
abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre», porque
«Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud»
(Manuscritos autobiográficos, Manuscrito B). Lamentablemente –como escribía
entonces, y ocurre también hoy–, Dios encuentra «pocos corazones que se
entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor
infinito» (ibíd.). La joven santa y Doctora de la Iglesia, por el contrario,
era experta en la «ciencia del Amor» (ibíd.), y nos enseña que «la caridad
perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de
sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les
veamos practicar»; nos recuerda también que «la caridad no debe quedarse
encerrada en el fondo del corazón» (Manuscrito C). Pidamos hoy, todos juntos,
la gracia de un corazón sencillo, que cree y vive en la fuerza bondadosa del
amor, pidamos vivir con la serena y total confianza en la misericordia de Dios.
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