21 mar 2020

¿Cambiará el coronavirus nuestra forma de pensar?

 ¿Cambiará el coronavirus nuestra forma de pensar?/Miguel Ángel Quintana Paz, 
es profesor de Ética y Filosofía Social en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.
El Español, sábado, 21/Mar/2020
Voy a ir contra las leyes del suspense, que invitan a mantener la intriga hasta el final, y daré desde el inicio una respuesta clara: no, seguramente el coronavirus no cambiará nuestra manera de pensar.
Hablo así apoyándome en la experiencia. No hay indicios, por ejemplo, de que la terrible gripe de 1957, con su 1,1 millón de muertos, hollara en modo alguno la mentalidad de finales de los 50. De hecho, muchos la habrán olvidado ya.
Algo más famosa nos resulta la gripe de 1918, conocida en todo el mundo como «española», pese a no resultar aquí especialmente mortífera (hola, leyenda negra). Y sí, sin duda el mundo cambió tras aquel año de 1918; mas la responsable de ello sería la entonces finalizada I Guerra Mundial. No fue precisa epidemia global alguna para acabar con algo que aquel conflicto ya había aniquilado: la gozosa fe en un progreso continuo de la humanidad.
Es cierto que, si nos remontamos aún más en la historia, las cosas empiezan a mostrarse controvertidas. ¿Acabó quizá la peste de Atenas con su afición a la democracia? ¿Influyó la plaga de Justiniano en el pensamiento bizantino? Aún se debate largamente si la peste antonina (165-180 d.C.) tuvo que ver con la decadencia romana que entonces comenzó. Menos discutible es que nos legó una estupenda reflexión del entonces emperador Marco Aurelio: aquella en que el filósofo lamenta que la gente solo huya de las epidemias del cuerpo, y no de aquellas otras que emponzoñan el alma, como la hipocresía y la mentira (hola, Pedro Sánchez).
Alguien podría aducirme que, en cambio, no existen dudas de que la peste negra del siglo XIV sí transformó por completo la Europa medieval. Algunos le atribuyen incluso el inicio del Renacimiento, por el desprestigio que atrajo hacia un Medievo incapaz de afrontarla. Con todo y con eso, y por fortuna para todos nosotros, parece insensato comparar nuestro Covid-19 con la mortandad de aquella peste, que llegó a segar las vidas de un tercio de los europeos (según las estimaciones más optimistas, pues hay quien eleva tal cifra al 60 % con picos, como en Escandinavia, del 90 %).
Mantengo, pues, la idea de que el coronavirus, por más que hoy nos cause innúmeras molestias, y pese al luto de los muertos que acarrea, dejará esencialmente inalterado el modo en que pensábamos antes del diciembre chino de 2019.
Discrepo en especial de los que están aprovechando esta cuarentena para sugerir que a partir de ahora seremos todos más solidarios, más animosos a la hora de compartir tiempo con nuestros semejantes, más comunitarios (o incluso más comunistas). ¿No es posible que estos días en casa nos descubran justo lo contrario: que trabajamos mucho mejor lejos de nuestros compañeros de oficina, que estamos más relajados sin tanto contacto diario con tantas gentes, que “en ningún sitio como en casita”? ¿Se reavivará entre nosotros el amor por lo privado? El tiempo dirá.
En todo caso, mi escepticismo hacia una transformación inmediata de nuestra mentalidad no me impide tener deseos. Dedicaré el resto de este artículo a indicar una forma de pensar que sí me gustaría que el coronavirus nos cambiara, pese a mi menguada fe en que lo logre.
Se trata de una de las mentalidades más potentes en nuestros lares durante los últimos tiempos: la obsesión por las identidades de grupos. Obsesión que cabría resumir en tres postulados:
1) La sociedad occidental está dividida en grupos (mujeres, gais, lesbianas, transexuales, bisexuales, queer, asexuales, musulmanes, gitanos, negros, inmigrantes, catalanoparlantes, galesparlantes, vascos, leoneses, bercianos, adventistas… la lista es interminable) cuya mera pertenencia a ellos te convierte en un oprimido.
2) Cada uno de nosotros (excepto el «privilegiado» grupo de los varones cisheterosexuales occidentales que no hablen lenguas minoritarias ni pertenezcan a alguna religión ídem en su lugar de residencia) puede adscribirse a uno o varios de esos grupos, que son lo más importante de su identidad (es más importante que seas gay a que te gusten las croquetas, aunque te hayas convertido en el cocinero más famoso del mundo por cocinarlas; es más importante que seas mujer a haber nacido millonaria, así que preséntate como víctima siempre que puedas, ayudada si es posible de los miles de euros que a ello puedes dedicar).
3) La política debe versar primordialmente acerca de los intereses de esos grupos identitarios. Feminismos, nacionalismos, reivindicaciones LGTB… deben copar los desvelos de la opinión pública.
Y bien, ¿no deberían tambalearse estos tres postulados en la situación actual? Empecemos con el punto 1; el virus no distingue por motivos identitarios: nos puede afectar a todos. Y, de hecho, es más letal en un grupo que, curiosamente, se suele olvidar al hablar de «identidades»: el de las personas mayores (tal vez la causa de tal olvido resida en que su voto suele ir para partidos poco dados a lo identitario).
Cierto es que, desde el principio, muchos de los que ganan dinero por mantener vigentes las identidades (periodistas, políticos, ONG… nuestra nueva clerecía) se han lanzado a intentar amoldar a su marco el Covid-19. Pero, ¡ay!, el bicho no parece estar por la labor de colaborar con ellos: no en vano afecta más a los (supuestamente privilegiados en todo) hombres que a las (supuestamente omnidiscriminadas) mujeres; mata más a los susodichos varones que a las féminas; no parece exacerbarse especialmente ni con gais, ni con musulmanas, ni con vascas transexuales adventistas afrodescendientes y lesbianas.
Vaya con el virus: así no se puede mantener el tipo de periodismo «de género», «social», «concienciado» al que nos estaban acostumbrando nuestros nuevos clérigos.
El segundo punto señalado antes podría quedar también en entredicho a partir de ahora. Quizá lo más importante de cada uno de nosotros no sea ya el grupito de oprimidos al que pertenecemos (si lo hacemos); quizá no tengamos que obcecarnos con detectar ofensas a nuestro grupo por doquier. Quizá haya que recordar algo que la obsesión identitaria olvidó una y otra vez. A saber: que somos humanos. Y que eso constituye nuestro rasgo más precioso. De hecho, ni siquiera es un rasgo: es la base sobre la que construimos todos los demás.
Ojalá vinieran tiempos preocupados sobre todo en resaltar nuestra común humanidad. Esa que nos permite ocuparnos del que lo necesita sin necesidad de adherirle antes la pegatina de su minoritaria identidad.
Por último, la obsolescencia del tercer punto (centrar la política y los medios de comunicación en las identidades) se deriva del decaimiento de los otros dos. ¿No hemos estado este invierno demasiado preocupados por los piropos y demasiado poco por incrementar la cantidad de respiradores artificiales en nuestros hospitales? ¿No discutimos demasiado sobre mesas paritarias con separatistas catalanes y demasiado poco sobre cómo aumentar nuestras UCI? ¿Era de verdad tan importante declarar nada menos que una «emergencia climática», mientras se relegaba como poco urgente el objetivo, mucho más modesto, de adquirir rápido mascarillas?
El coronavirus va a poner sobre las mesas de la morgue miles de muertos. Ojalá uno de ellos fuera el afán identitario que nos clasificaba en grupos, hacía que nos embobásemos solo con un rasgo de nuestra personalidad, y pasaba por alto cualquier asunto que no coincidiese con estas obsesiones. Es poco probable que así suceda. Pero quizá este sea solo el primer golpe de unos cuantos que están por venir y nos saquen poco a poco de la que, probablemente, haya sido la etapa más boba de la humanidad.

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