Bienvenido al desierto de lo hiperreal/Gérard Imbert, catedrático de Comunicación audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid, y acaba de publicar El transformismo televisivo
Publicado en EL PAÍS (www.wlpais.com), 01/11/08;
Dentro del proceso de espectacularización que padece la cultura mediática, la televisión, hoy, ha dejado de ser “ventana al mundo”, fiel reproducción de la realidad objetiva, para convertirse en espacio de proyección, espejo del sujeto. Se privilegia lo inmediato, la relación afectiva, proyectada en relatos, lúdicos unos, ficticios otros. Éstos se desenvuelven a la vez en lo verbal (importancia de la oralidad, de la confesión en este nuevo dispositivo) y al mismo tiempo en lo no-verbal, el mundo de lo emotivo en el que el sentido es secundario en relación con el sentir, privilegiando un régimen conversacional (Bettetini).
Con la postelevisión, como la he llamado, la que emerge en la década de los 90, se da un paso más. Vinculada a la aparición de la telerrealidad, se plasma en la creación de “mundos posibles”, pero ya no regidos por la imaginación como en la ficción, sino por la invención de universos imaginarios engendrados por y desde el medio, que ya no escenifican contenidos narrativos estructurados sino, simplemente (y eso constituye una nueva forma de narratividad), la relación misma, el contacto entre protagonistas de estos nuevos juegos televisivos. Han nacido los reality shows.
Después de la espectacularización del mundo, viene la espectacularización del individuo, de lo vivencial en sus aspectos positivos y negativos. Los realities de segunda generación, tipo Gran Hermano, instauran lo relacional como nueva categoría referencial: lo que interesa no es lo que pasa -en términos de acción narrativa- sino las relaciones internas que establecen los concursantes, sus constantes estrategias de interacción y negociación, la permanente construcción / deconstrucción de su identidad.
La neo-televisión se recreaba en un juego con la realidad: la creación de una realidad sui generis, ni auténticamente documental ni del todo ficticia, pero simulando, mediante el directo, la realidad vivencial. Se sacralizaba así una nueva forma de cotidianidad (al margen de las comunidades existentes) donde el principal envite era revelar su identidad “verdadera”, realizarse como sujeto, en este caso sujeto televisivo, y desvelar su intimidad.
Representarse a sí mismo, “jugar a ser sí mismo” -es decir, en términos semióticos, construirse un personaje-, jugar a estar juntos, tal podría ser la finalidad de estos programas, dentro de una total redundancia identitaria. Este proceso no es ajeno a la carencia comunicativa de la sociedad moderna, a la ausencia o difuminación del otro, a los propios déficit de identidad del sujeto.
Hoy, la televisión ha dado un paso más; con la renovación de los juegos-concursos y programas de entretenimiento se acentúa el cariz lúdico de la comunicación televisiva: después de la telerrealidad viene la tele-identidad, del juego con la realidad al juego con la identidad. Es patente en programas como Black/White, un programa de Estados Unidos de 2006, en el que los participantes negros se “disfrazan” de blancos y viceversa, para ver qué pasa; Le château de mes rêves, en Francia, donde jóvenes de las barriadas conflictivas se inician a los buenos modales aristocráticos; Préstame tu vida, con su intercambio de papeles (un gay vive la vida de un bombero, y viceversa; una soltera se hace con el mando de una familia numerosa, etcétera) o Cambio radical, donde la cirugía plástica permite cambiar de personalidad, amén de diversos programas de coaching (asesoría) que cambian la vida de los participantes.
Con esto la televisión cumple cada vez menos una función referencial y crea mundos virtuales (en los juegos, en los realities, en las series), deviene cámara de eco del imaginario colectivo. Esta evolución no es baladí, entronca con las mutaciones que se están operando en los imaginarios y en la relación con la realidad, la tendencia a jugar con la realidad y con la identidad, la maleabilidad mayor del concepto mismo de realidad, erosionado por los avances de la ciencia y el desgaste del discurso público y de las prácticas políticas.
Parece como si en la postelevisión ya no interese tanto la realidad. Al “cambiemos el mundo” del 68 sucede el “juguemos con su representación” de la posmodernidad.
La televisión de hoy fomenta todas las transformaciones posibles. Por eso he calificado la postelevisión, jugando con las palabras, de transformista. Transformista en el sentido cabaretero del término: el gusto por el disfraz, la parodia, los dobles, el juego con el rol (incluso el sexual). Transformista, también, por esa capacidad que tiene el medio de deformar la realidad hasta llegar a lo grotesco y llevarla hacia los límites de lo fantástico.
¿Es ésta una nueva versión de “lo real maravilloso”, una visión que, partiendo de la realidad, la amplifica, manipula, transforma en su doble? Con ello se diluyen las fronteras entre lo informativo y lo ficcional. Más que nunca, la televisión está dividida entre la necesidad de informar y el deseo de espectáculo fomentado por la cultura de masas.
Si todo es posible, nada es real. Todo es posible en televisión -en cuanto construcción de la realidad- porque, en el fondo, nada es real, porque lo que ahí se representa no deja huella, no tiene pregnancia. El imperialismo del directo funda una realidad que se legitima por su propia enunciación.
Sin huella no hay ética de la responsabilidad, porque si la acción no trae consecuencia, invalida cualquier idea de compromiso de cara al futuro. Lo que hago en televisión es del orden de la exhibición: sólo vale en el marco del medio, se sitúa al margen del mercado social del valor. Entonces ya no operan los valores sociales. No compromete, me exime de responsabilidad y me saca de toda lógica de la acción. No imperan los valores al uso y ya no choca el escándalo (lo que es de cariz accidental): ya no hay ni valores estéticos (bello versus feo, desbancados por lo freak) ni éticos (bueno versus malo, suplantados por lo performativo, la capacidad de crearse una imagen por los medios que sea), ni siquiera morales (dignidad, recato, honor, integridad se borran y dejan paso a códigos de sustitución: la competencia práctica, el valor de uso del medio, la capacidad de desenvolverse en él), ni tampoco valores simbólicos (en cuanto al estatus de veracidad de la realidad), lo que rompe con el pacto de verosimilitud que une espectador y realidad representada.
El simulacro impera y también lo que podríamos llamar lo increíble. ¿La televisión como nueva expresión de lo virtual? La televisión, en todo caso, como huida hacia adelante, que a menudo deja la realidad atrás…
La televisión ha llegado a ser un mundo de relaciones “líquidas” (Bauman) donde se diluyen las categorías, en particular las que fundan la representación moderna -realidad versus ficción- con inquietantes derivas hacia lo grotesco. De ahí la moda de lo friki como estética de la deformación, atracción hacia lo cutre, lo estrafalario, fascinación por lo monstruoso (freak en inglés).
¿Habrá que concluir que se ha salido de la realidad? Y que, frente a la carencia de lo real, a su dilución, fabrica su propio antídoto, una realidad ex profeso, que se complace en lo especular y lo hiperrreal y procede mediante una licuefacción de las identidades.
“Bienvenido al desierto de lo real”, decía Morfeo en Matrix, frase premonitoria que podríamos adaptar así a la postelevisión: Bienvenido al desierto de lo hiperreal…
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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