10 oct 2011

El mural escondido de Rodríguez Lozano

El mural escondido de Rodríguez Lozano
Judith Amador TelloRevista Proceso # 1823, 9 de octubre de 2011
Manuel Rodríguez Lozano, cuya retrospectiva en el Museo Nacional de Arte concluye hoy, se disputa con Rufino Tamayo el sitio como cuarto gran muralista a pesar de sólo haber realizado dos obras de esta naturaleza, La piedad en el desierto y El Holocausto. Al menos así lo sitúan la crítica Berta Taracena, especialista en su producción pictórica, y Arturo López Rodríguez, quien fue el curador de El Holocausto que acaba de ser restaurado por Mónica Baptista en la casa colonial que perteneció a Sergio Iturbe, mecenas del artista, y que pronto abrirá como hotel en la calle de Isabel La Católica.
Cuando José Vasconcelos, impulsor del muralismo mexicano, invitó a Manuel Rodríguez Lozano (1913-1971) a participar en el movimiento, el pintor se rehusó porque no compartía la ideología de la llamada Escuela Mexicana de Pintura y consideraba que el arte no era el medio para expresar ideas políticas.
Casi a la mitad de su trayectoria, realizó sin embargo dos murales: La piedad en el desierto y El Holocausto. Y a decir de los especialistas Berta Taracena, Arturo López Rodríguez y Mónica Baptista, entrevistados por Proceso, la magnificencia de estas obras lo colocan hoy entre los considerados tres grandes del muralismo, José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, disputándole quizá el cuarto sitio a Rufino Tamayo.
El primero fue hecho en la Penitenciaria de Lecumberri en 1942, en donde estuvo encarcelado, acusado injustamente –según consigna la crítica de arte Raquel Tibol– de haber robado un conjunto de grabados antiguos de Durero y Guido Reni que eran parte de la colección de la Escuela Nacional de Bellas Artes, de la cual era director.
El Holocausto lo pintó entre 1944 y 1945, en un edificio colonial ubicado en el número 30 de la calle de Isabel La Católica, en el Centro Histórico, que está siendo remodelado para abrir como hotel Habita en diciembre próximo y donde acaba de ser restaurado por Mónica Baptista. La casona perteneció a su mecenas Francisco Sergio Iturbe, quien le brindó el espacio de la escalera principal para hacer la obra.
Para la investigadora y crítica de arte Berta Taracena, autora de una monografía del pintor –quien siendo muy joven estuvo casado con Carmen Mondragón, llamada más tarde Nahui Ollin–, es una obra importantísima, que recupera sus valores ahora, después de la restauración:
“El otro mural (desprendido años después del muro de Lecumberri) no es de la misma importancia porque, claro, él estaba preocupado, deprimido. El dramaturgo Rodolfo Usigli le dijo que para que no sufriera demasiado por su encarcelamiento, pintara un mural. Entonces hizo La Piedad… que ahora se exhibe en la exposición que está en el Museo Nacional de Arte.”
En cambio, destaca El Holocausto como “una pieza extraordinaria, excelente. Es un mural en toda la amplitud de la palabra que decora el cubo de la escalera del edificio y tiene como tema el holocausto, refiriéndose como lo hacia con frecuencia Rodríguez Lozano, a las víctimas de la sociedad o de las circunstancias o de la condición humana, que a menudo hay en todo el mundo, antes y ahora y siempre. Son estas víctimas que por una razón u otra no encuentran justicia social o humana y está hecho con excelente dibujo, extraordinaria técnica y muy buen efecto final”.
El investigador Arturo López, curador de la exposición Manuel Rodríguez Lozano. Pensamiento y pintura 1922-1958, que este domingo 9 concluye en el Munal luego de tres meses de exhibición, explica que la obra forma parte de la producción hecha por el artista en la década de los años cuarenta, en la cual tiene un estilo “plenamente identificado”, llamada por Taracena su Época Blanca por su gama cromática de colores gélidos, como blanco, gris y azul, sobre tonos oscuros.
Sus figuras humanas ya no son las gruesas y monumentales de las obras de los años treinta, sino cuerpos casi esqueléticos, con expresiones dramáticas, de angustia, desolación y desesperanza, producto de “la transformación espiritual que estaba viviendo el propio artista y que se refleja de manera metafórica en su obra plástica”.
Indica que el mural, de 8.94 por 6.37 metros, es una de las grandes composiciones artísticas del pintor y una de sus obras cumbres de la Época Blanca:
“Simboliza el sacrificio del hombre. Es la representación de la mujer frente al hijo caído, frente al hombre caído. Es la angustia y también es una manifestación profunda de lo que es la pintura de Manuel Rodríguez Lozano es esos años.
“Tanto los críticos como los historiadores de arte han elogiado profundamente este conjunto de obras por su carácter dramático. A tal grado que por un tiempo Rodríguez Lozano fue conocido como el pintor de la desolación precisamente por estas características. Y dentro de este efluvio de obras está justamente la estilización de las figuras y un profundo conocimiento y control del dibujo. En esta obra hay un grito… un grito callado, angustiante, desesperante.”
 Holocausto universal
 Coleccionista de Rodríguez Lozano, la restauradora Baptista recuerda, a su vez, que el mural se hizo en la época de la Segunda Guerra Mundial, y como el autor era un pintor cosmopolita, trabaja un tema “que atañe no sólo a la realidad mexicana, sino a la realidad mundial, hablando no sólo de lo que estaba pasando en la guerra, sino de un holocausto de la juventud, de un holocausto de los jóvenes que mueren por distintas circunstancias”.
Juzga que sigue siendo un tema tan vigente hoy como cuando fue pintado. Y siendo un tema universal es un tema mexicano “porque está tratado con esas mujeres blancas que él trabajó tanto. Pero que son indiscutiblemente unas mujeres mexicanas”.
Sus mujeres “dolientes”, las ha llamado Taracena, van cubiertas con rebozos. Hay para López Rodríguez una coincidencia entre estas imágenes y las hechas por el fotógrafo Gabriel Figueroa para la película La perla, de Emilio Indio Fernández, que se rodaba al mismo tiempo que el mural se pintaba. Las mujeres cubren a veces sus rostros y otras los levantan implorantes al cielo. Uno de los cuadros de la exposición, Tragedia en el desierto, fue la portada del número especial 34 de la revista Proceso, La tragedia de Juárez, justamente por su vigencia:
Al respecto, dice Baptista que el tema de El Holocausto no sólo pudo ser llamativo en su momento, sino que sigue siendo alusivo a la pena de muchas mujeres desesperadas y familias angustiadas por la muerte de los jóvenes:
“Es y será vigente, con la pena que nos da mencionarlo, pero es una realidad: las mujeres se ven reflejadas en esa angustia y los jóvenes muertos. La composición la hizo Rodríguez Lozano debido al sitio que tenía, porque la linternilla que tiene al centro ya existía en la arquitectura del edificio, entonces él trabaja alrededor de esta linternilla.”
Sobre ese tragaluz el pintor plasma el cuerpo de un joven escuálido de piel blanca, semidesnudo como un Cristo, con los brazos y la cabeza desplomados hacia atrás. A su alrededor hay nueve mujeres, tres del lado derecho llevan las caras cubiertas, las otras la alzan al cielo “implorando o preguntando por qué mueren los jóvenes”. Algunas de pie, otras de rodillas.
Baptista detalla que es un trabajo realizado con la técnica del fresco, muy durable y resistente, “salvo al vandalismo y los escurrimientos de humedad”. Abandonado durante años el edificio que lo alberga, el mural presentaba escurrimientos de agua y huellas de actos vandálicos.
Durante la restauración, que abarcó casi tres meses de trabajo, se le hizo una limpieza de polvos, humos y cochambre. Luego se consolidó su estructura y finalmente se le devolvieron sus colores originales.
Taracena destaca que a diferencia del mural de la penitenciaria, que lleva algunos rosas y azules, El Holocausto está hecho “en múltiples y finísimos tonos de blanco, ahora con la nueva restauración –excepto el cielo que tiene los tonos propios del cielo– los blancos de las figuras humanas son realmente magistrales, hacen que Rodríguez Lozano destaque como uno de los grandes pintores de su época”.
Entonces recuerda que su maestro, el doctor Justino Fernández, quien la motivó a hacer su primer libro sobre la obra de Rodríguez Lozano, publicado por la UNAM, decía que luego de los tres grandes muralistas, Rodríguez Lozano era el cuarto:
“Una opinión de él muy justificada, nada más que después vimos que Rufino Tamayo se consagró, después de los tres grandes, como el cuarto pintor mas importante. Pero no es cuestión de números, sino de que la obra magistral de todos ellos hace que sí ocupen los primeros lugares.”
La pregunta es por qué si el pintor se negó a la convocatoria de Vasconcelos y disentía de la idea de que el arte tuviera un mensaje político, hace esta obra, que conlleva una crítica social. Sí, admite Taracena, pero recuerda que el pintor Vlady decía que un artista no completaba su proceso de desarrollo adecuadamente si no terminaba pintando un mural:
“Es exagerado, pero de todos modos hay un sentimiento de reto en los artistas de esas décadas de que si no se pinta un mural, no se puede considerar realmente un pintor.”
Y es, continúa, en este edificio colonial –donde Rodríguez Lozano recibe además alojamiento por parte de Sergio Iturbe, quien siempre le brindó albergue desde su salida de la cárcel en 1942, en un edificio y otro (según la escritora Elena Poniatowska tuvo varios, entre ellos el actual Hotel Cortés y el edificio de Los Azulejos)– donde encuentra el espacio adecuado y se decide por fin a hacer una pintura mural, teniendo el antecedente del mural hecho en Lecumberri”.
 A contrapelo
 Coincide López Rodríguez en el sentido de que el pintor consideraba también que para realizar una obra mural el artista previamente debía haber tenido un gran manejo y un gran control de la técnica, pues la expresión mural era una de las consecuencias mayores de una artista.
Pero, efectivamente, rechazó ser parte del muralismo mexicano y por estar en contra de éste se consideró un artista de la llamada contracorriente.
“El no compartía la ideología política y mucho menos lo que se llamaba el arte de mensaje. No le interesaba eso, por el contrario, denunciaba estas características, esa militancia a la cual él se rehusaba.”
Considera además el curador que las expresiones y el lenguaje personal de Rodríguez Lozano realmente lo alejaban del arte de mensaje promovido por los muralistas, y lo refiere así en su primer libro monográfico, realizado por él mismo y editado por la UNAM en 1940. Ahí denuncia a José Clemente Orozco por su folclorismo o jicarismo, y dice que una de las reglas del arte y del artista era no hacer política, sino dedicarse a su oficio de pintor.
“Sin embargo, por cuestiones circunstanciales realiza estos dos murales. El de Lecumberri fue por una situación perjudicial, como fue su encarcelamiento. Hizo La Piedad en el desierto en menos de cinco meses. Por cierto, es un título que se le puede adjudicar a su gran amigo, el dramaturgo Rodolfo Usigli.
“El otro mural es realmente una satisfacción personal, pero también una realización meramente por encargo de su mecenas. Son las dos expresiones muralísticas que se conocen de Manuel Rodríguez Lozano. Y, repito, no hay una expresión de propaganda o un arte de mensaje como sí lo hay en el movimiento muralista. Lo que hay en los dos murales, lo que expresan y simbolizan es el sacrificio del hombre, la angustia y la propia transformación espiritual que está viviendo Rodríguez Lozano… Una de las características de este conjunto es el tema de la tragedia del pueblo mexicano.”
–Es verdad que no están la hoz y el martillo de otros murales mexicanos o los campesinos revolucionarios, pero ¿no hay una fuerte crítica social?
–Sí. En realidad se le pueden dar diferentes lecturas a esta obra. Sin embargo, yo me quedo con la cargada expresión de melancolía, de tristeza, de desolación, más que de un arte de mensaje o de protesta. Me parece que habría que buscarle o él habría buscado eso por otros cauces.
“Creo que ésta es una de sus expresiones magistrales de su llamada Época Blanca, que nos dice el lugar que ocupa Manuel Rodríguez Lozano en la plástica del siglo XX: Es decir, uno de los lugares principales, de un artista que sin ser muralista logró expresar, mediante dos frescos, obras fundamentales del panorama artístico mexicano.”
Cuenta que en la realización de la obra, que ahora está protegida contra el polvo hasta que concluyan los trabajos de adecuación del edificio colonial para ser hotel, participaron algunos discípulos de Rodríguez Lozano, como Ignacio Nieves Beltrán, mejor conocido como Nefero, Ángel Torres Jaramillo Tebo, el estadunidense Harold Winslow Allen y el escultor Mardonio Magaña.
En el centro del mural, en el nicho del tragaluz había una escultura de Magaña, Las comadres, que también fue restaurada, como lo fueron las barandillas de la escalera. Pero se decidió retirarla, pues no formaba parte de la composición original del pintor, y ahora se ha colocado en la entrada, donde será el lobby del hotel Habita.
Francisco Sergio Iturbe fue –a decir de López Rodríguez– una de las figuras esenciales de la historia del arte mexicano. Fue un galerista y como mecenas respaldó la obra de otros artistas, como Orozco. Además del mural, encargó a Rodríguez Lozano la serie de tableros Santa Ana muerta, hecha entre 1932 y 1933, y varios retratos. Tenía en su casona de Isabel La Católica una galería personal con obras de sus artistas protegidos.
Rodríguez Lozano conoció a Sergio Iturbe por medio de otro pintor contemporáneo, Roberto Montenegro. Fue, insiste el curador, un gran personaje que ayudó al desarrollo del mecenazgo cultural de esa época y sobre todo a incentivar y promover artistas conocidos y poco conocidos pero que estaban despuntando en la primera década del siglo XX.
–Rodríguez Lozano ya tenía ese estilo de los años cincuenta y seguramente su mecenas lo conocía. ¿Tuvo libertad para elegir el tema del mural o se lo sugirió Sergio Iturbe?
–Desconozco hasta la fecha alguna documentación que precise esa información. Lo mismo sucede, y ese es un interrogante que hay también en la historia del arte, sobre qué lo motivó a realizar la serie Santa Ana muerta; no se sabe si fue o no el tema sugerido por el mecenas.
“Lo mismo sucede en este caso: no hay una documentación que nos refiera y tampoco en su antología Pensamiento y pintura hay referencia de cuál haya sido el tema. Seguramente fue un tema libre como lo fue Santa Ana muerta, pero son solamente hipótesis que podemos ahorita lanzar.
“A mi juicio, lo que hace Manuel Rodríguez Lozano es expresar en un espacio monumental una obra que había ejecutado en caballete y que seguramente por gusto, consideración, por asimilación y, por supuesto, por apreciación artística de su mecenas, decidió llevarla a mural.”
Los entrevistados coincidieron en celebrar la restauración de la obra y su próxima apertura en el hotel (localizado frente al Casino Español), en donde –dicen– podrá ser vista y disfrutada por cientos de personas.

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