2 mar 2012

Gana el Islam, pierden los árabes

Gana el Islam, pierden los árabes/Serafín Fanjul, catedrático de Estudios Árabes
Publicado en ABC, 01/03/12;
Decía el catecismo del padre Ripalda que «fe es creer lo que no vimos». Y es una buena definición, porque la fe debe más a una actitud receptiva del espíritu que a una evaluación objetiva de situaciones dadas, de hechos materiales y concretos: creemos porque necesitamos creer. Y no está mal: tener fe en algo es bálsamo para el alma y reposo para los nervios. No me estoy refiriendo a grandes creencias trascendentes, que requieren de una autoridad moral de la cual no me atrevo a presumir y menos a enarbolar. Más bien aludo a problemas más cercanos; por ejemplo, a la evolución del norte de África desde noviembre de 2009.
Tardé algunas semanas en manifestar mi opinión —discutible, como todas, pero fundamentada en muchos años de observación, estudio y experiencia— en torno a cuanto sucedía al otro lado del mar, y al fin lo hice a instancias de este periódico, que tuvo la generosidad de abrirme de nuevo sus páginas. Y desde entonces («Islam o Facebook», ABC, 26 feb. 2011), he dejado patente en esta Tercera y en otros lugares mi escepticismo total al respecto: no se trata de airear dotes de profeta («¿Veis? Ya lo decía yo…»), porque las peores previsiones se han ido cumpliendo por sus pasos contados y no me gusta acertar así. Los trompeteros que anunciaron la buena nueva de la Primavera Árabe, tras echar las campanas al vuelo (como no se permite en muchos países musulmanes a los cristianos y de antiguo), aseguraron —¿basándose en qué?— que los islamistas no tenían arte ni parte en el asunto y todo procedía de los heroicos mozalbetes de la tecla; más adelante, juraron saber de buena tinta que los islamistas no ganarían elección alguna por el ansia de democracia y bla, bla… Y cuando ya eran conscientes de que todo el castillo de naipes de la ilusión —y los ilusos— se derrumbaba y la democracia árabe (aun con defectos, ya se sabe, seamos comprensivos y etc.) tampoco esta vez tocaría a la puerta, entonces llegó el último embeleco, y no solo en España: el señor Bernardino León, secretario de Estado de AA.EE., a la vista de la jaimitada que habían apoyado, cuando iban a ganar los islamistas las elecciones de Túnez (lo más suave y menos determinante de todo), se descolgó asegurando que si ganaban no pasaba nada (sobre todo a él, de momento), que no había motivos para temerles. Pero a los árabes sí les pasaba, aunque no es cosa de fijarse en el señor León o en el Gobierno del que formaba parte, del cual no se podía esperar nada mejor o más serio. Escapismo puro para no enfrentarse a una realidad demasiado cruda.
Es una actitud de fe en la Primavera Árabe, en los salutíferos efectos de los vahos con estoraque y twitter y… la última: fe en los Hermanos Musulmanes, de repente reconvertidos por obra —y ninguna gracia— de políticos, diplomáticos y periodistas en «moderados», a la espera del benéfico cambio que en ellos se operará mediante el ejercicio del poder, «cuando tengan responsabilidades de gobierno…». Siguen escurriendo el bulto, resueltos a no enterarse de nada, transmutados sus deseos en realidades tangibles. Los torvos matones que han hecho de Egipto un país invivible, canonizados por quienes no pisan las aceras y van de Garden City a Zamalek o al hotel Marriot: eso sí, en coches blindados, con aire acondicionado y cristales tintados. El problema es que los hechos son testarudos y el buenismo tiene siempre los días contados, pero si durante muchos años hemos oído hablar de Arabia Saudí como un «régimen moderado», simplemente por no jugar la carta de la penetración soviética en Próximo Oriente y comprar armas americanas, ¿por qué no van a ser moderadas las varias versiones del islamismo sunní y sus coloristas denominaciones, con lo bien que se duerme arrullando esa idea bajo la almohada? Los Hermanos Musulmanes, de pronto, en Egipto se llaman Partido de la Libertad y la Justicia: no les pregunten qué entienden por esos conceptos, para no interrumpir, todavía, la siesta.
Suena el despertador y resulta que de los 498 escaños del Parlamento egipcio 368 los ocupan los islamistas en sus diversas advocaciones (PLJ, salafistas y Wasat), más del 70%; los infelices nostálgicos del Wafd consiguen 38; los liberales laicos del Bloque Egipcio, 34; y los marchosos y simpáticos muchachos tuiteros se quedan en 7. ¿Y qué esperaban? Resultados que son un aldabonazo, en el país principal, eje de todo cuanto ocurre en el Mundo Árabe. Por añadidura a lo de Túnez y Marruecos, más la bestialidad desencadenada en Libia (ahora los torturados y asesinados son los partidarios de Qaddafi por los liberadores: ¿y qué esperaban?). Y la próxima en Siria. Condenar a Qaddafi o a Bashar al-Asad es un imperativo de lógica más que de ética (que también), mas la pregunta siguiente es —como en Libia—: ¿y después? Y, por cierto, reitero el interrogante otras veces formulado y nunca respondido: ¿puede alguien indicar cuáles son las diferencias sustanciales entre islamistas moderados y extremistas, aparte del obvio apego y justificación mayor o menor de la violencia? ¿Los «moderados», cuyo partido se llama de la «libertad», legislarán a favor de la libertad real de la mujer, incluso en materia matrimonial? ¿Garantizarán la libertad de culto, incluidos el proselitismo y el abandono del islam, o, al menos, dejarán de quemar iglesias?¿Levantarán la asfixiante presión sobre la sociedad en materia de costumbres, ropas, ritos, omnipresencia del Corán en todas partes? La contestación es clara y la pueden emitir el embajador árabe más sonriente y de verbo más concesivo (si dice lo que piensa realmente) o los asesinos de Sadat (la Gama’a Islamiyya, una fracción de los santificados Hermanos): quien tal haga no dejará de ser islamista, sencillamente dejará de ser musulmán.
La modernización en los países árabes (la de las conciencias, la importante), iniciada hace más de un siglo, fracasó en las caricaturas de democracia liberal, en las tiranías militares o de partido único, en el nacionalismo panarabista. Y se redujo a la importación de tecnologías peor que mejor asimiladas. La única puerta que encontraron a la muerte de ‘Abd en-Naser (cuyo «socialismo árabe» ya había fracasado) fue albergarse de nuevo en el islam, en una «vuelta a las raíces» que inventaron de inmediato, como si tales regresos a la Arcadia feliz y perdida fuesen posibles. Mientras por acá se sueña con un agua que no moje (la ficción del modelo turco, paulatinamente menos modelo, a medida que Erdogan va cumpliendo su programa de retorno a los usos de la Edad Media; o del indonesio: vean las horripilantes noticias que llegan de tan lejano país sobre persecución de minorías religiosas), en Egipto dicen adiós a Hoda Shaarawi y su ya remota lucha por los derechos femeninos —¿existió Hoda Shaarawi?—, a los bienintencionados e ingenuos luchadores del Wafd de antaño, a la estatua que preside la entrada de la Universidad de Giza (una mujer que se alza el velo, símbolo del renacer del país). En otro tiempo, el islam metió a los árabes en la primera fila de la Historia, y ahora quiere devolverlos a ella; pero no a la que corresponde en nuestra época, sino a la del siglo VII, lo dicen ellos mismos.

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