20 abr 2013

Irak, 10 años/José Luis Rodríguez Zapatero

  •  Irak, 10 años/José Luis Rodríguez Zapatero es ex presidente del Gobierno.

El Mundo | 18 de abril de 2013
Hace 10 años que se produjo la invasión de Irak y hoy precisamente nueve desde que tomé mi primera decisión como presidente del Gobierno: ordenar la retirada de las tropas españolas de aquel país. No siempre se arranca una tarea de Gobierno con una decisión de tanto calado. Exigía determinación y, seguro que para algunos, una cierta osadía. El lector recordará que la intervención militar en Irak había dominado el debate político durante los años 2002, 2003 y 2004 tanto en España como en la política internacional. Aquella acción, liderada por Estados Unidos con el presidente Bush, rompió Europa y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, dividió a los partidos en España y fue una cuestión central en el debate previo a las elecciones de 2004.

Pocas dudas hay a estas alturas de que la invasión de Irak no tuvo que ver con la razón invocada, la posesión de las famosas armas de destrucción masiva por parte del régimen de Sadam Husein. Sencillamente, porque no las tenía. Pocas dudas caben a estas alturas, asimismo, de que aquella intervención no respetó la frágil legalidad internacional contenida en la Carta de Naciones Unidas, que en su capítulo VII contempla los supuestos que legitiman el uso de la fuerza. Y pocas dudas caben también sobre lo indeseable del régimen de Sadam Husein; tan pocas como las grandes dificultades que 10 años después existen para un Irak estable donde queda la huella terrible de decenas de miles de víctimas mortales producidas a raíz del derrocamiento del dictador y el posterior proceso de estabilización.
Cuando el presidente Bush preparaba la ofensiva política militar contra Irak, realmente buscaba una respuesta de gran alcance a los terribles atentados del 11-S en Estados Unidos. Afganistán, en manos de los talibán, era un claro colaborador del terrorismo islamista internacional y, por ello, Naciones Unidas avaló la intervención en aquel país, pero Afganistán no parecía suficiente.
La guerra contra el terror tenía que ofrecer más resultados, destruir regímenes no democráticos que pudieran aparecer como sospechosos, como presuntos colaboradores de un terrorismo salvaje, que por el efecto del principio acción-reacción nos podía llevar a un choque de civilizaciones, entre el Islam y el Occidente, dos grandes culturas tan cercanas y entrelazadas y a veces tan distantes entre sí.
Puedo entender los sentimientos de un país, o de una parte de un país, y los de su presidente ante el vil asesinato de miles de compatriotas inocentes, con miles de vidas y familias destrozadas. Comprendo bien esos sentimientos porque nada resulta más duro en la tarea de Gobierno que no poder impedir el efecto devastador de las bombas y las pistolas. Personalmente, siempre he creído que no hay política en el terrorismo, pero sí puede haber política en la lucha contra el terrorismo, la que aconseja, de un lado, contención en las situaciones dramáticas y, de otro, asumir riesgos, el riesgo político de uno mismo en primer lugar, para explorar vías que puedan conducir a acabar con la violencia si se dan las condiciones para ello.
La democracia es ante todo un gran protocolo sobre los límites del poder y de la fuerza de la autoridad legítima. Y es, ante la tarea de la paz, cuando el respeto a las reglas y a los procedimientos adquiere, sobre todo, ese significado tan especial indesligable del fondo de las decisiones.
Cuando acompañado de María Teresa Fernández de la Vega, como vicepresidenta, y de José Bono, como ministro de Defensa, comparecí en la Sala de Tapices del Complejo de la Moncloa, aquel ya lejano para muchos 18 de abril de 2004, para anunciar a los españoles que retiraba las tropas de Irak, pensaba ante todo que aquella acción pudiera contribuir a fortalecer la democracia.
Porque fortalecer la legalidad internacional es fortalecer la democracia. Porque cumplir con los ciudadanos, y mi compromiso con ellos era ineludible, es fortalecer la democracia.
La decisión de retirar las tropas fue un acto de voluntad plenamente autónomo y por tanto libre. No había excusas. Luego, en la tarea de gobierno, me iba a tener que enfrentar, como les ha ocurrido y ocurre a todos los gobernantes en no pocos momentos, especialmente en mi última etapa, con decisiones muy condicionadas por factores que se escapan a tu control y de las que, no obstante, y como no puede ser de otro modo en democracia, debes responder también.
El riesgo en el cumplimiento del compromiso sobre Irak era la posible reacción del presidente Bush, su más que probable enfado. Que se produjo, un enfado en toda regla. Bush solía hablar claro. El 20 de abril de 2004 cuando hablé telefónicamente con él, me lo hizo saber. La frase textual fue: «Me siento muy decepcionado». Después de encajar esta frase pronunciada antes incluso del saludo protocolario, le dije que él presidía una gran nación, la Nación con la democracia más antigua del planeta y que tenía que entender que mi decisión era fruto del compromiso adquirido con los ciudadanos de mi país. Creo que no le convencí, que no fue muy receptivo a este argumento, y que, aún siendo previsible, me inquietó el resultado de la conversación.
Lo cierto fue, sin embargo, que si bien mis relaciones con el presidente norteamericano iban a ser frías, nunca observé ni por acción ni por omisión ninguna postura de pasar factura, no ya, por supuesto, a España, tampoco a mi Gobierno. Es más, ya al final de su mandato, aceptó que nuestro país asistiese a la Cumbre del G20 de Washington del 15 de noviembre de 2008, un foro al que no pertenecíamos y que parecía llamado a tener una gran relevancia en la gestión de la crisis financiera internacional que había estallado en el otoño de aquel año. Recuerdo bien que en aquella transcendental cita estuvo amable y cordial conmigo.
Sí, cuando anuncié la retirada de las tropas de Irak, pensaba en los ciudadanos que en España y en el mundo se habían movilizado contra la intervención en Irak. Pensé que con nuestra decisión podíamos aportar algo a la confianza en la democracia y en la legalidad internacional.
Diez años después parece que aquel gran y apasionado debate sobre Irak ha dejado algunas aportaciones. Hay cosas que han cambiado y que merecen ser resaltadas y valoradas.
Porque desde la intervención en Irak hasta nuestros días, todas las ocasiones en que la comunidad internacional ha decidido hacer uso de la fuerza ante situaciones insostenibles lo ha hecho al amparo de la Carta de Naciones Unidas o de interpretaciones avanzadas de las resoluciones de Naciones Unidas, como la puesta en práctica, por primera vez, de la doctrina de la responsabilidad de proteger, aplicada para amparar la intervención en Libia en marzo de 2010 (Resolución 1973), que llevó al derrocamiento de Gadafi.
La legalidad internacional, la Carta de Naciones Unidas y el Consejo de Seguridad de esa institución salieron reforzados con ellas, aunque aún estemos lejos de un sistema fuerte y plenamente eficaz para garantizar la paz y la seguridad internacionales.
Pero, además, y esto es más decisivo para nuestro sistema político, lo sucedido en España en torno a la posición sobre Irak, abrió un proceso muy positivo de institucionalización de las decisiones sobre la participación de nuestras tropas, nuestros profesionales y ejemplares soldados, en la responsabilidad que tenemos asumida en la comunidad internacional con la paz y la seguridad en el mundo.
Es verdad que la reacción inicial del PP a la retirada de las tropas de Irak fue, como era de esperar, crítica. Pero ello no impidió que, progresivamente, se fuera construyendo un consenso amplio en torno a un modelo racional de predominio parlamentario sobre las decisiones de intervención en el exterior. Así lo fijamos en la Ley Orgánica de la Defensa de noviembre de 2005 que, si bien no contó entonces con el apoyo del principal partido de la oposición, la aplicación de la misma ha ido consolidando un nivel de acuerdo sustancial de las principales fuerzas políticas. Baste recordar que desde la entrada en vigor de esa ley, y al amparo de su regulación, se han otorgado por el Congreso de los Diputados hasta 17 autorizaciones de la participación de efectivos o ampliación de los mismos en misiones internacionales de paz y seguridad (Líbano, Afganistán, Somalia, Haití, Libia, Mali, entre otras).
Merece ser destacado cómo hemos ido fraguando un proceso de toma de decisiones, con grandes acuerdos en un tema tan sensible y que tanto nos dividió en su momento. Hoy es pacífico aquello que en su día nos enfrentó.
Y no me resisto a apuntar una reflexión que va más allá de Irak. Los grandes partidos y la gran mayoría de los demás grupos hemos sabido construir e institucionalizar un modelo para abordar esta cuestión de tanta trascendencia, que nadie ya cuestiona como tal, que es patrimonio de todos. Un modelo útil para la democracia española, útil para sus instituciones, y útil, por tanto, para los ciudadanos.
Sin embargo, cuánto cuesta reconocerlo y ponerlo en valor. En este caso como en otros. Es como si hubiera un cierto complejo, una especie de timidez estructural, a la hora de reconocer nuestra capacidad de llegar a acuerdos, como alternativa a la de confrontar. Puede que nos viniera bien particularmente ahora recuperar ese prestigio del acuerdo, de la transacción, del consenso. En mi opinión, hay pocas diferencias verdaderamente insalvables en las cuestiones que nos conciernen a todos en la misma medida.
Sé muy bien que el tema de este artículo no es hoy una prioridad en la vida pública y social de España. Porque no hay otra prioridad que la crisis, el empleo y la cohesión social. Si he creído que alguna utilidad pudiera tener publicarlo, además de para dar cuenta del aniversario, es por la evolución que acabo de indicar. La historia de la intervención en Irak conoce una primera etapa de mucha confrontación y desacuerdo social, luego una respuesta democrática, la única posible, y finalmente, y esto es lo que nos queda para al futuro, un gran marco de acuerdo sobre algo tan relevante como el papel de nuestro país, y de nuestras tropas, en las tareas de defensa y aplicación de la legalidad internacional.
Permítanme que lo reivindique en nombre de todos los actores políticos que fraguaron ese acuerdo y también como precedente de otros que debieran llegar.

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