15 sept 2013

La deuda con Ernesto de la Peña


 La deuda con Ernesto de la Peña/JORGE CARRASCO ARAIZAGA
Revista Proceso. No. 1924, 14 de septiembre de 2013:
 Transcurrió un año del fallecimiento del erudito Ernesto de la Peña, considerado el gran humanista mexicano de la segunda mitad del siglo XX, y aquí rememoran su amplia trayectoria en el ejercicio del conocimiento tanto su viuda, María Luisa Tavernier, como sus íntimos amigos, el especialista en ópera Sergio Vela y los poetas Eduardo Lizalde y Jaime Labastida, este también presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, que el pasado día 12 le rindió un homenaje en Bellas Artes. Queda sin embargo un pendiente: La vasta obra que De la Peña produjo ha quedado reducida a tres tomos, pues el Estado no le dio mayor difusión desde 2007.

Las últimas palabras en público de Ernesto de la Peña, cuatro días antes de morir, fueron: “La inmortalidad artística es la sombra póstuma de los grandes”.

Con ellas cerró su discurso de aceptación del Premio Internacional Menéndez Pelayo; y aunque no le gustaba hablar de su propia muerte, a sus 84 años, agotado por la insuficiencia renal, antecedió su dicho con una cita del poeta latino Catulo: “Y nosotros, una vez que se extinga una breve luz, tenemos que dormir una noche eterna”.

La noche sin fin de Ernesto de la Peña comenzó al alba del lunes 10 de septiembre de 2012. Gozoso como siempre fue, el día que recibió el premio que lleva el nombre del humanista español fue a su última celebración con su esposa y amigos íntimos al restaurante La Taberna del León, que por años fue de sus favoritos. Ya no pudo saborear el vino y la comida, placeres que disfrutaba tanto como su pasión por el conocimiento. Apenas y probó un poco de champagne.

Aunque él mismo se definía como un mero diletante, que cultivaba el saber sólo como aficionado, nadie duda de que fue el erudito humanista de la segunda mitad del siglo XX y de la primera década del siglo XXI mexicanos.

Lo que más se sabe es que dominaba 33 lenguas. Siete las hablaba de forma precisa; no sólo latinas, entre las que tuvo al francés como segunda lengua, sino otras tan diversas como el ruso, el mandarín y el hebreo. Su conocimiento alcanzaba a las lenguas muertas como el sánscrito y el griego antiguo, desde el que tradujo Los evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

Es la única versión directa de un texto bíblico original al español de México, razón por la que la Iglesia católica mexicana le dio el Imprimatur, la licencia para imprimir un libro eclesiástico. Agnóstico, sin religión determinada, la Biblia fue el vehículo para conocer idiomas. La leía en sus tres lenguas originales: el hebreo, el arameo y el griego.

A los seis años ya conocía el alfabeto griego, que aprendió por su tío Francisco Canale, medio hermano de su madre, quien murió cuando Ernesto de la Peña, nacido el 21 de noviembre de 1927, tenía año y medio de edad. Creció con su primo Eleazar Canale, mucho más grande que él y a quien siempre llamó padre. Su padre biológico se desapareció tras la muerte de su madre. Su primer libro, La estratagema de Dios, lo dedicó a sus benefactores: “A ti, Eleazar, padre amadísimo, a ti, sabio Francisco, que me abriste el griego desde mis seis años”.

Con los Canale no hacía sino leer en la vasta biblioteca de la casa de la calle Lucerna, en la colonia Juárez. Empezó por la Biblia en distintas lenguas que al principio sólo comparaba. Él mismo decía que esa obra le despertó el interés literario, filológico, histórico, arqueológico y novelístico.

Así se explican su condición de políglota, humanista, ensayista y traductor, sin dejar de lado la melomanía que cultivó hasta sus últimos años y que lo convirtió en uno de los principales conocedores en México del género teatral musicalizado. Parte de su colección de ópera ahora está en resguardo en la UNAM. Lo que pocos saben es que además fue autor de una prolífica producción poética (ver recuadro).

No fue del todo autodidacta, pero tampoco tuvo una dilatada formación profesional. Hizo estudios de licenciatura como alumno irregular en la entonces Facultad de Filosofía de la UNAM, asentada en la casona de Mascarones, en la colonia Santa María la Ribera. Ahí fue compañero de Juventivo Castro y Castro, el ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación fallecido en abril de 2012 y que ha pasado como uno de los pocos integrantes de avanzada del máximo tribunal.

Fueron los años en que convivió además con el escritor Carlos Fuentes, muerto también el año pasado. Eran tiempos de bohemia y diversión, en los que el sabio mexicano era bailador de tango. Años “de pachanga”, contó a la prensa en noviembre de 2007, en vísperas del homenaje que le hizo el Instituto Nacional de Bellas Artes por sus 80 años de vida.



Saber, por encima de todo



Embebido en el conocimiento, fue escaso su interés por lo material. “Te vas a morir de hambre”, le dijo su padre Eleazar cuando le aseguró que su vocación era estudiar letras. Para sobrevivir, vivía de la traducción, tanto en la Secretaría de Relaciones Exteriores como en el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal, donde estaba acreditado como perito calificado en 18 idiomas.

Por sus conocimientos, estuvo más allá de la burocracia. Ambas instituciones pasaron por alto que no tuviera acta de nacimiento. La tramitó hasta entrada la primera década de este siglo, cuando se obligó a los ciudadanos mexicanos a obtener la Clave Única del Registro de Población (CURP). Ni certificado de primaria tenía.

Heredero de la biblioteca de su tío, en la que había ejemplares originales de los siglos XVII y XVIII, la acrecentó con su propio acervo. Buscador incansable de libros antiguos y ediciones originales, fue asiduo de las librerías europeas en el Distrito Federal. Con su esposa, María Luisa Tavernier, salía en busca de los pocos ejemplares que podían conseguir en francés, italiano, alemán o inglés. Otros los mandaba pedir él mismo en las librerías virtuales.

En el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, el edificio donde vivía en la colonia Condesa resultó afectado. Se tuvo que salir y dividir su biblioteca en tres casas, una de ellas, la de su prima María Elena, en Coyoacán. Años después la logró reunir cuando regresó a vivir a aquella colonia, en la Avenida Veracruz.

En 1997, a sus 70 años, decidió vender su biblioteca a Carlos Slim. Unos 24 mil volúmenes y 700  discos de acetato de ópera. El tesoro ya no le pertenecía, pero no dejó de vivirlo. Cada mañana iba a Chimalistac, en San Ángel, a trabajar al Centro de Ciencias y Humanidades de la Fundación Telmex, como el hombre más rico del mundo bautizó al lugar que alberga desde entonces la colección del humanista.

A su encuadernador, de nombre Mateo, Ernesto de la Peña lo llamaba San Mateo, por la recuperación que lograba de sus libros, a los que les hacía imprimir un pequeño búho, símbolo de la sabiduría. En sus últimos años, logró integrar otra biblioteca, de unos cuatro mil volúmenes, que su viuda donó en su mayoría a la Academia Mexicana de la Lengua, de la cual era miembro desde 1993.

Pocos fueron los libros que él compró directamente en el extranjero. No le gustaba viajar;  y sin embargo, sabía de lugares como si hubiera estado ahí. Era el caso del restaurante Lardy, ubicado en el número 8 de la calle Carrera de San Jerónimo, en Madrid.

“¿Pero cómo sabes dónde está?”, le preguntó asombrado su amigo de medio siglo, el abogado Javier Quijano, en una ocasión que hablaban sobre lo que se servía en el lugar durante las entreguerras en Europa. “Pérez Galdós, Javier”, le contestó en alusión a los Episodios nacionales, la serie de novelas en las que el escritor español describe el sitio en boca de varios de sus personajes.



Publicaciones tardías



En un proyecto cultural patrocinado por Eduardo Patiño Díaz, de Producciones Rayuela, viajó a Europa, Medio Oriente y norte  de  África  para  hacer  una  serie  de programas  de  televisión  sobre la ruta de Jesús, a propósito de los dos mil años del cristianismo. Su figura de viejo sabio lo hacía pasar en Palestina por “padre”; en Israel, como rabino. Los programas nunca se transmitieron.

No viajaba mucho porque le tenía miedo a los aviones. Le daban terror porque sentía que se iban a caer, dice Tavernier, quien fue clave para la producción editorial del erudito mexicano. Cuando lo conoció, en septiembre de 1983, él ya tenía 56 años y, con todo y su conocimiento, ni un solo libro publicado.

“Era muy autocrítico consigo mismo por lo mucho que sabía”, dice el director de ópera Sergio Vela, otro de sus íntimos amigos.

Después de leer a Homero en griego, a Virgilio en latín, a Dante en italiano, a Goethe en alemán, a Víctor Hugo en francés, a Shakespeare en inglés o a Dostoievsky en ruso, nada de lo que escribiera le parecía de altura. A insistencia de su esposa escribió su primer libro, Las estratagemas de Dios, una serie de cuentos sobre la teodicea fundada en la razón. Pero lo hizo de forma lúdica, como en Receta para la confección de ángeles o en Fórmula expedita para la comprensión divina.

Empezó a escribirlo cuando aún vivía asilado en casa de su prima. Ya casado con Tavernier, cada noche le leía los avances de su libro. Pero no tenía editor. Otro de sus amigos, el político veracruzano Eugenio Méndez Docurro, se lo publicó en una edición de autor, muy modesta, pero con la que Ernesto de la Peña ganó el Premio Xavier Villaurrutia en 1988.

A partir de entonces comenzó a publicar, pero su obra no es tan extensa como sus conocimientos. Es de brevedad borgiana, describe su viuda. El también poeta y melómano Eduardo Lizalde, quien fue su amigo por más de 40 años, prologó sus poemas reunidos en 2005, luego de décadas de haber sido escritos, bajo el título Palabras para el desencuentro.

Ahí, Lizalde dijo de su escasa producción editorial:

“Conocido desde su juventud… como persona de notable cultura y excéntrico políglota, Ernesto de la Peña no alardeó sino escasamente entonces, al menos por escrito, de sus grandes capacidades creativas. Y debido a esa extraña contención, propia acaso de un severo espíritu autocrítico y un temple de perfeccionismo insospechado, sus propios contemporáneos lo tuvieron por largos años precisamente como un superdotado y estéril erudito.”

Pero aclaró que sus dotes críticas y creativas afloraron en su madurez en libros y un “copioso acervo de escritos inéditos de lingüista, de historiador del arte, de narrador, de pensador, de traductor, de poeta e inventor de ficciones nada ordinarias”. Entre ellas, Castillo para Homero (2008); el ensayo Kautilya o el Estado como mandala (2009), en el que habla del “Maquiavelo hindú” y Alejandro Magno a partir de textos en sánscrito, y La rosa transfigurada (1999), en el que recurre a la poesía, la narración y el ensayo para adentrarse en el espíritu del hombre.

Sus obras completas quedaron compiladas sólo en tres tomos, en una edición especial que hizo el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en 2007, con motivo de su octogésimo nacimiento y cuando estaba al frente de la institución Sergio Vela.

Hasta ahí se ha quedado la publicación de su obra por parte del Estado mexicano. Ni la expresidenta del Conaculta, Consuelo Sáizar, ni el actual, Rafael Tovar y de Teresa, han dado un paso más por difundirlo. El Senado le otorgó de forma póstuma la medalla Belisario Domínguez, y este año sólo editará un libro sobre los galardonados, en el que lo menciona. En el primer año de su muerte, sólo la fundación Telmex ha organizado un homenaje en el museo Soumaya, donde daba clases de griego y hebreo, mientras que TV UNAM transmitirá una semblanza.

Más allá de todo, Ernesto de la Peña fue un gran difusor de su conocimiento.

“Era un gran divulgador. Su conocimiento lo compartía. No se quedaba con él. Tuvo muchos alumnos en seminarios, charlas y medios de comunicación, en los que motivaba a sus interlocutores a acceder a un conocimiento más alto, sin que fuera imposible alcanzarlo”, dice Vela, con quien compartía la atracción intelectual por la ópera.

El Instituto Mexicano de la Radio (IMER), fue su principal foro a través de pequeñas cápsulas bajo el nombre de Testimonio y celebración (que se retrasmiten todavía), programas de música como Al hilo del tiempo y Música para Dios, y los comentarios que hacía de la transmisión de la ópera de Nueva York. En TV UNAM tenía el programa Operamanía, que grababa en su biblioteca de la Fundación Telmex, junto con Lizalde.

Este, con la lingüista de origen hispano e investigadora de la UNAM Concepción Company Company y Jaime Labastida, presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, participaron el jueves pasado en un homenaje a De la Peña organizado por la institución en el Palacio de Bellas Artes. El también poeta, quien está al frente de Siglo XXI Editores, fue hace un año el orador principal durante el homenaje de cuerpo presente en el mismo recinto, y prevé publicar el ensayo que De la Peña dejó inconcluso sobre el escritor y humanista del Renacimiento francés FranÇois Rabelais, a quien admiraba tanto como a Miguel de Cervantes. Y es que El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, la obra universal de Cervantes, lo leía tanto como la Biblia, y le dedicó su libro de ensayos La sinrazón sospechosa, a propósito de los 400 años de su publicación que se cumplieron en 2005.

También fue motivo de su conferencia Las realidades del Quijote (2012), como tituló su discurso de aceptación del Premio Internacional Menéndez Pelayo. Ya no pudo viajar a Santander, España, a recibir el galardón. El comité de premiación lo escuchó vía satélite desde El Colegio de México.

Después de la ceremonia se fue a comer con su mujer, Javier Quijano y su esposa y Sergio Vela. Pasó el fin de semana bajo hemodiálisis. El lunes muy temprano, entre las cinco y las seis de la mañana, Ernesto de la Peña llamó a María Luisa Tavernier. Le dijo que ya no podía más. Que se quedara con él porque “ya me está llegando. Ya no quiero más que estar inerte”.

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