3 feb 2014

José Emilio Pacheco: La iniciación de Monsiváis


José Emilio Pacheco: La iniciación de Monsiváis (Mayo, 2008)
Publicado en la revista Nexos, mayo del 2008.
Del Blog de Nexos....

—¿Conoce usted a Carlos Monsiváis?
—No, para nada.
—Pero ha sido amigo suyo durante cincuenta años.
—Es cierto, sin embargo esa eternidad no me autoriza a decir que lo conozco. Oportunidades no han faltado: durante la adolescencia y la juventud, inmensas caminatas nocturnas por la ciudad de México, después largos trayectos aéreos, prolongadas estancias compartidas en otros países. Y no me refiero nada más a la vida íntima: en torno a él hay datos esenciales que ignoro por completo o acabo de enterarme de ellos.
—¿Por ejemplo?
—Algo tan importante como el lugar de su nacimiento. Por la Guía literaria del Centro Histórico que hizo Pável Granados, supe que Monsiváis había nacido en el edificio de Rosales en donde estuvo la Universidad Obrera y más tarde el Teatro del Caballito que recuerdo como primera sede del grupo Poesía en Voz Alta.
—¿Existe?

—Desapareció en 1964 cuando el entonces regente Uruchurtu demolió sin ninguna necesidad toda esa manzana para abrir el Paseo de la Contrarreforma. Se perdieron el edificio antiguo de Relaciones Exteriores, donde visitábamos a Octavio Paz y a Carlos Fuentes y un día fuimos presentados a José Gorostiza; la sede del PAN, antes un hotel que había sido el cuartel general de Álvaro Obregón, y la casa en que, bajo el mandato de Henry Lane Wilson, Huerta, Félix Díaz y Manuel Mondragón, el padre de Nahui Olin, firmaron el Pacto de la Ciudadela y la sentencia de muerte de Madero y Pino Suárez.
Para Monsiváis, para Sergio Pitol y para mí aquella plaza era un lugar importante porque enfrente estaban el café Kikos y la antigua librería de El Caballito. Pero Monsiváis jamás nos dijo: “Aquí nací”.
Tolerancias e intolerancias
—¿Y acerca de su infancia?
—Sé menos todavía. Me hubiera gustado preguntarle, pero jamás me dio la oportunidad, sobre algo que aparece en dos líneas supuestamente humorísticas de su Autobiografía de 1966. Al lado de las incesantes atrocidades de nuestra época, hay una conciencia que no existía antes por José Emilio Pacheco acerca de problemas tan graves como el abuso sexual y el acoso escolar y los daños irreparables que provocan. Monsiváis habla sonriente y como de pasada de lo que significó para él ser el único niño protestante en una escuela laica en la que sin embargo todos sus condiscípulos —aquí no puedo emplear el término “compañeros”— eran católicos.
Usted no puede imaginarse la virulencia de la intolerancia en aquellos años. Y al mismo tiempo se consideraban como algo meritorio y divertido lo que ahora vemos como auténticos crímenes. Por ejemplo, un maestro universitario, caballero cristiano decentísimo, padre de muchos hijos y pilar de la sociedad, nos invitaba a comer para vanagloriarse deportivamente ante nosotros sus alumnos de cómo, bajo otra identidad y promesa de matrimonio, seducía a sirvientas adolescentes y a muchachitas de las secundarias populares. Era como el cazador que presume de las liebres o las palomas abatidas en su última excursión de caza. Siempre me pareció algo terrible, pero tuve la cobardía de no reprochárselo y me arrepiento ya muy tarde.
—Entonces, ¿cree usted que la obra de Monsiváis es un largo ajuste de cuentas del niño que fue con ese México y todo lo que significa?
—Señalo el dato, de momento no me atrevo a hacer interpretaciones. Nada más le digo que esa situación tuvo su otra cara: el marginal que no participa en las diversiones de su edad es el lector y el espectador nato, por así decirlo. Además, y esto sí se ha apuntado, ese niño se forma en la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, una obra maestra del Siglo de Oro a la que nunca se toma en cuenta como parte esencial de la gran literatura española, mientras para la mayoría de sus contemporáneos la prosa castellana era lo que leían en las más veloces y descuidadas traducciones, pagadas a un céntimo por línea.
—¿Usted leyó también la Biblia de Reina y Valera?
—Sí, pero tarde y gracias a Monsiváis. Yo ni siquiera me había acercado a las biblias católicas, excepto por supuesto a los Evangelios. En vez de la lectura directa, que nos desalentaban casi como una invitación al luteranismo, había clases de “Historia sagrada” en que nos contaban los relatos de Adán y Eva y el Diluvio y la torre de Babel.
El último polígrafo
—Pero Monsiváis no se ocupó nada más de textos religiosos.
—No, cuando lo conocí a sus diecinueve años, nadie de nuestra edad había leído tanto como él. A menudo se olvida que la lectura es tiempo y no podemos dar por leído lo que sólo hojeamos o picoteamos. Monsiváis a esa edad tenía ya una gran cantidad de libros perfecta y críticamente asimilados.
—Y ahora, con una actividad tan intensa como la suya, ¿a qué horas lee?
—No lo sé, no me lo explico. Creo que no duerme. Monsiváis paseó en su derredor lo que en inglés llaman un red herring, es decir, una pista falsa que desorienta a los rastreadores. Se hizo pasar por desorganizado y caótico y, todo lo contrario, es de una disciplina brutal y una capacidad de trabajo sobrehumana. De otra manera no se entiende lo mucho y lo bien que ha escrito.
¿Ha escrito más que Alfonso Reyes?
—Más que nadie en el México actual. Compilar sus obras requeriría de cuarenta tomos como los de Guillermo Prieto. Él es nuestro gran hombre de letras, el último polígrafo que puede escribir (y hablar) sobre todas las cosas. Y digo hablar porque sus antepasados no daban conferencias y no había televisión ni radio, ni entrevistas ni declaraciones. A todo esto ahora hay que sumar internet. ¿Cuántas docenas de “correos” despachará al día Monsiváis?
—¿Y eso es bueno?
—La hiperproductividad tiene la desventaja de que impide el acabado total y, como nadie puede abarcar la obra en su conjunto, juzgamos el todo por la parte. Le juro que soy un auténtico lector de Monsiváis, lo he leído sin tregua durante estos cincuenta años. Y al ver la lista que usted me presenta no quiero engañarla y le confieso algo de lo mucho que desconozco: El crimen en el cine, Cultura urbana y creación intelectual, De qué se ríe el licenciado, El género epistolar, Sin límite de tiempo, con límite de espacio, Rostros del cine mexicano,
Luneta y galería, El bolero, Julio Ruelas, Modernista y muchos libros más.
—Hay que hacer una antología.
—Se pueden hacer muchas y no obstante me temo que le suceda lo mismo que pasa con Reyes. Por buena que sea la antología, y las hay excelentes, uno termina sintiendo que no lo representa: el sentido de la obra está en la variedad y en la vastedad inabarcables. Cada escritor es único y no es posible exigirle más de lo que puede darnos. O sí: podemos demandarle que no sea él, pero en ese caso la pérdida será para nosotros.
Ahora le devuelven lo que él dijo un día: Se necesita una beca para leer a Monsiváis.
—Y no cualquier beca, sólo la MacArthur que se prolonga por cinco años y es nada más para escritores angloamericanos. Sí, en lo que me resta de vida me encantaría leer lo que desconozco de Monsiváis.
El arte de la memoria
—¿Por qué no escribe usted sus memorias de Monsiváis en esos años?
—Ya lo hizo inmejorablemente Sergio Pitol en El arte de la fuga. La suya será la versión clásica y la única realidad. Las cosas no existen mientras no hay un texto que las fije. Lo demás es la nebulosa llena de estruendo y confusión en que vivimos inmersos.
Lo que pasó es lo que está en el libro, no lo que sucedió en el mundo real ni en las imágenes. Pero al recordar por fuerza inventamos. Sergio y Carlos quedaron muy sorprendidos cuando les demostré que los hechos sintetizados en un día, como es privilegio de la literatura, sucedieron a lo largo de varios años.
El ensayo-relato de Pitol empieza en 1957. Yo no conocí a Sergio hasta el año siguiente. Monsiváis entrega a Excélsior su columna de televisión “La caja idiota”. Por supuesto, faltaban siglos para que colaboráramos en Excélsior. La sección sólo se publicó en La Cultura en México cinco años después, en 1962. De allí van a casa de Juan José Arreola donde yo losestoy esperando porque Arreola nos va a publicar nuestros primeros títulos: Victorio Ferri cuenta un cuento y La sangre de Medusa. Todo esto es cierto pero en 1957 yo no conocía tampoco a Arreola, los Cuadernos del Unicornio no comenzaron hasta 1958 y los nuestros no los publicó Juan José sino a finales de aquel año.
—¿Importan estas precisiones?
—No, importa de verdad lo que ambos significaron para mí en cuanto guías de lecturas y críticos feroces de mis primeros trabajos. Lo que valdría la pena es recrear la atmósfera cultural de aquellos años. Parecen a distancia de varios siglos. Usted no puede imaginarse un mundo ya no digamos sin internet ni Google ni Wikipedia ni celulares con cámaras ni iPods, sino carente de fotocopiadoras, grabadoras y hasta de teléfonos fijos. A fin de comunicarse con Monsiváis había que llamar a una miscelánea para que lo buscaran en su casa. Ante nosotros era inconcebible nada que no fuera el transporte público. Ni pensar en comprarse un coche. Sólo en casos de extrema urgencia se tomaban taxis o se hacían llamadas de larga distancia. Sin embargo, las cartas eran algo más de lo que es hoy el correo electrónico. Uno se escribía en cualquier ocasión. Y para quienes empezaban su trabajo literario resultaban impensables términos como “mercado”, “becas”, “premios”, “agentes”.
A la mitad del siglo
—¿Cómo eran los primeros textos de Monsiváis?
—Hay un Monsiváis que desconozco. Me han hablado de tres crónicas preparatorianas: una sobre la protesta por la invasión de Guatemala, otra sobre el velorio de Frida Kahlo y una tercera sobre el cantante y pianista cubano Bola de Nieve. Lo primero que leí de él, y no me he cansado de elogiar desde entonces, fue el ensayo “Acerca de la literatura policial” en la revista Medio Siglo.
—¡En 1953! ¡A los catorce años!
—No, en 1957, a los diecinueve, aunque una nota al pie dice que se trata de una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras, el 6 de julio de 1956. Entiendo su confusión porque hubo dos Medio Siglo, así como tres Revista Mexicana de Literatura, una de Fuentes y Carballo, otra de Alatorre y Segovia, la tercera de García Ponce y un grupo fluctuante porque casi invariablemente estábamos peleados.
—Hay grandes debates sobre cómo llamar a esa generación: ¿del Medio Siglo, de los cincuenta, de la Casa del Lago? ¿Usted qué piensa?
—Creo que se dan varias promociones quizá fundidas en
una sola generación: 1) Una, la de 1950 agrupada en torno de la revista América: Juan Rulfo (pero no Arreola), Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Ricardo Garibay, Dolores Castro, Enriqueta Ochoa, y los dramaturgos: Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña. 2) Otra de la primera Revista Mexicana de Literatura con algunos que ya habían aparecido en el primer Medio Siglo: Carlos Fuentes, Marco Antonio Montes de Oca. 3) La de la Casa del Lago que no es en absoluto de los cincuenta: comienza como tal en 1961 con Tomás Segovia, ya bien pasado el medio siglo, y tiene su esplendor bajo Juan Vicente Melo entre 1962 y 1967, cuando termina trágicamente, como tantas cosas en México. La Casa del Lago es el eje de los sesenta mexicanos.
—No lo veo muy claro.
—Desde luego que no. El esquema presenta cuarteaduras: ¿en dónde pone usted a los españoles de México: José de la Colina, Tomás Segovia, Ramón Xirau que están presentes en varias de estas revistas? ¿Y qué hacemos con Monsiváis, nacido en 1938, veinte años después de Rulfo y Arreola (oriundos de 1918 como Chumacero que tiene su nicho en la promoción de Tierra Nueva, parte de la generación de Taller) y seis años más tarde de aquel 1932 en que parece haber llegado al mundo algo así como la mitad de los escritores mexicanos? (pero no Zaid ni Del Paso, entre tantos otros).
—¿Y nosotras las mujeres?
—Si usted me lo permite, quisiera rogar indulgencia y hacer un pacto para decir que la palabra “escritores” incluye, y en primerísimo plano, a las mujeres. Está muy bien haber reparado las injusticias y exclusiones, pero después de que Fox protegió a los cetáceos y a las cetáceas del Mar de Cortés, creo que debemos reflexionar sobre el caso y no perpetuar horrores como “l@s poetas de uno y otro sexo”, “l@s compañer@s de Monsiváis”. El colmo de la corrección lo encuentro en algunos manuales norteamericanos que llevan en su título la palabra writer. En el interior se habla invariablemente de the writer como she.
La exclusión de Benítez
—Yo nací en 1983 y por tanto contemplo el panorama como si viera las pirámides de Egipto, con perdón suyo. Mi conocimiento es hemerográfico, es decir, arqueológico. No tengo las pasiones de los vivos y por eso me adelanto a reclamar una injusticia: ¿por qué han excluido a Fernando Benítez y a los suplementos México en la Cultura (1949-1951) y La Cultura en México (1962-1971)? El suplemento que dirige Monsiváis a partir de 1972 es una cosa muy distinta, ¿no cree? Y los setenta no son en modo alguno los sesenta.
—Tiene usted razón. Hemos sido de una ingratitud radical con Fernando Benítez. El suplemento fue nuestra Biblia laica. Sergio Pitol ha contado cómo descubrió a Borges en la estación de autobuses de Tehuacán gracias a que México en la Cultura había publicado “La casa de Asterión”. Yo puedo citarle veinte ejemplos personales al respecto. Monsiváis otros tantos. Y en los suplementos sí colaboramos todos.
—Usted trabajó mucho en ellos ¿verdad?
—Fui secretario de redacción del primero en su último año y jefe de redacción del segundo durante nueve (excepto el 68 que me tocó en Inglaterra y en Francia, como lo muestra Jorge Volpi). Sin embargo, esto no figura en ningún lado. He desaparecido por completo en tanto editor o subeditor de los suplementos. El propio Monsiváis jamás me ha mencionado al hacer sus historias de La Cultura en México.
En modo alguno quiero pedirle cuentas ni cobrar protagonismo: mi labor fue muy constante y muy difícil pero muy secundaria frente a la importancia de Benítez y Vicente Rojo. Hice la talacha anónima de las notas y las traducciones aunque me autopubliqué muy pocas veces. Mis poemas salían en las revistas de mi generación. Respecto a la ética de todo esto, nunca dije en un texto sin firma o con pseudónimo nada que no hubiera dicho bajo mi nombre.
—Eso sí no lo sabía.
—Tampoco creo que haya habido una conspiración staliniana para borrarme o recortarme del retrato de familia. El suplemento ha llegado a identificarse casi por completo con Monsiváis porque fue, con Radio Universidad, su auténtico terreno de despegue. Muchas de las crónicas de Días de guardar aparecieron allí. Él tuvo una participación muy destacada durante el 68 y en 1971, cuando Benítez dejó en mis manos La Cultura en México, preferí renunciar y pedirle a Monsiváis que estaba en Londres venir a encargarse del suplemento, una decisión de la que no me arrepiento. Fue la mejor para todos.
La niebla y el acero
—No ha dicho nada de Estaciones.
—Resultó el primero de mis muchos trabajos en común con Monsiváis. Mi maestro Enrique Moreno de Tagle, que lo fue de muchos otros escritores mexicanos: Jaime García Terrés, Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Montes de Oca, Xavier Wimer y seguramente muchos más, me llevó con el poeta Elías Nandino, que era un hombre muy generoso, y él abrió un espacio no para los jóvenes sino para los adolescentes: ninguno de nosotros había cumplido aún los veinte años. En cuanto conocí a Monsiváis le pedí que hiciéramos en colaboración esas páginas.
—¿Qué es lo más notable que publicó allí Monsiváis?
—Su primer cuento y el único antes del Nuevo catecismo para indios remisos. “Fino acero de niebla” está agobiado por una retórica poetizante que entonces nos parecía estupenda pero que envejeció muy pronto y muy lastimosamente:
Intentó hundirse en la respiración que le brotaba, en la huida de sí a través de su cuerpo; creando situaciones para adentrarse en ellas evadiendo su rostro. Un ataúd sin puertas, una brisa surgida de las manos. Empañada en vaho la voz.
Yo estaba tan confundido como él. Escuche este parrafito:
Enero se derrama encima del tálamo colectivo de los gatos. La azotea resiente el frío invernal y acoge a sus visitantes con indiferencia… Con el último gato que se aleja, las estrellas se cuelan por las tuberías y van a deshacerse en las coladeras.
Pero “Fino acero de niebla” es tal vez el primer cuento en que aparece la delincuencia juvenil de la época y la neohabla mexicana de entonces. Es como un leve presagio de la Onda. Si la niebla estaba en nuestra prosa infantil que nadie corregía, la finura y el acero se hallaban en el oído de Monsiváis para recoger y transformar lo que se escuchaba en las calles:
—Así que te rajas. Cuando todo está listo. Y tú qué dijiste, a éstos ya se los cargó. Pues te falló, pendejo. Si te avientas o no a esa vieja y por andar dándolas, le sacas, es tu movida. Ora te friegas. O jalas o te friegas.
Este cuento inició su entrenamiento como el narrador, a diferencia del ensayista, al que debemos los mejores relatos en sus crónicas.
Los contemporáneos del porvenir
—¿Y los ensayos?
—Brotaron con una naturalidad asombrosa. Aquí no parece haber habido aprendizaje en público. En once páginas Monsiváis puede hablar de cien libros y proponer una tesis que se volvió dominante: en México no hubo novela policial (a diferencia de la novela negra, impensada o innombrada entonces) porque siempre hemos desconfiado de la policía.
En el ensayo escribe por ejemplo:
Edgar Allan Poe, iniciador del género, es también el que señala elementos que posteriormente serán invitados casi obligatorios de la literatura policial: el investigador de gran capacidad y extraordinaria capacidad y extraordinaria facultad de raciocinio y de dominio en el uso de métodos analíticos y deductivos, su ayudante, admirador y consignador de la inteligencia del detective más desprovisto de ésta; los representantes del andamiaje oficial a quienes casi todos los investigadores han de poner en evidencia mostrando su incapacidad y su falta de recursos para descubrir a un criminal; el problema del cuarto cerrado; la acusación al inocente; el sorpresivo desenlace; la culpabilidad del menos sospechoso; la aparición del mayordomo y otros tantos que igualmente se repetirán.
Reyes y Enrique González Martínez habían hecho respetable la lectura del género; José Luis Martínez había escrito un artículo pionero. Sin embargo, no conozco ningún mexicano anterior a Monsiváis que haya instalado ese género “popular” en los recintos de la llamada entonces alta cultura.
Más valor se necesitaba para tomar como objeto de estudio literario la ficción científica. A unos meses del Sputnik que iba a cambiar el mundo al llevarnos a la era de los satélites, Monsiváis lo hizo en su ensayo de 1958 “Los contemporáneos del porvenir”, quizá la primera consideración mexicana del género desde sus antecedentes en Luciano de Samosata y Johannes Kepler hasta Ray Bradbury y Arthur C. Clarke.
—¿Hay otros textos notables de esta época?
—Muchos más. Me he limitado al espacio que va entre la publicación de dos libros fundamentales para nosotros: Piedra de sol en octubre de 1957 y La región más transparente en abril de 1958. Por gusto y por necesidad llenamos las pequeñas revistas, las publicaciones marginales, de artículos y notas, increíblemente malas por lo que a mí respecta. Contribuimos sin quererlo a la leyenda de que un solo grupo se había adueñado de todas las publicaciones mexicanas. No es así: fuimos la primera generación que intentó vivir sólo de su trabajo sin ocupar ningún puesto administrativo.
—¿Y la mafia?
—Es un término genial, un modelo del arte de injuriar que se atribuye indistintamente a Margarita Michelena y a Luis Spota para hablar de un grupo literario en tanto asociación delictuosa, delincuencia organizada. Desde 1880 por lo menos se infama en México a la “sociedad de elogios mutuos”. Como todo en este mundo, la real o supuesta mafia debe ser sometida a crítica implacable. Sin duda cometió graves errores y enormes injusticias. Pero también dio muchas cosas. Los excluidos tienen todo el derecho del mundo a protestar contra ella y atacarla póstumamente. Lo que me parece absurdo es que algunos de sus beneficiarios la injurien todavía cuando hace mucho dejó de existir.
También se habla de una elite cerradísima. De haber sido así jamás hubiéramos hallado oportunidad alguna Monsiváis y yo (Pitol se marchó a Europa), simples estudiantes de clase media que no teníamos apoyo alguno ni pertenecíamos a familias poderosas. Pero la justificación final está en los libros: medio siglo después seguimos leyendo Piedra de sol y La región más transparente, como seguiremos leyendo a Carlos Monsiváis y a Sergio Pitol.
—Gracias por todo lo que me ha dicho.
—Al contrario, mil gracias por su generosidad arqueológica al escucharme.
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