Revista
Proceso
# 2034, 24 de octubre de 2015
El
poder visto por Julio Scherer/JULIO SCHERER GARCÍA
Casi
tres décadas han transcurrido de la publicación de Los presidentes, de Julio
Scherer García. Y ahora, a casi un año del fallecimiento del fundador de
Proceso, esta obra ya clásica en las reflexiones acerca del presidencialismo en
México se ve enriquecida con una nueva edición, aumentada, revisada y
autorizada por el propio autor con base en un proyecto impulsado por Julio
Scherer Ibarra. Diez retratos del poder encarnado, incluyendo el de Enrique
Peña Nieto, se suceden en esta galería para la cual Scherer García echó mano de
su profundo conocimiento de los hechos políticos, de sus conversaciones con la
mayor parte de los mandatarios diseccionados y, desde luego, de su punzante
agudeza periodística. Reportero hasta el final de su vida, Scherer registró las
filias, fobias y desvaríos de estos hombres que –más para mal que para bien–
han marcado los destinos de México y de los mexicanos en los últimos decenios.
Insumiso por vocación, Julio Scherer García siempre supo que, así como el poder
embelesa y controla, el periodismo apasiona y registra; de ahí su incansable
afán por preguntar, por confrontar los hechos, dimensionarlos… Proceso celebra
la publicación de esta segunda edición de Los presidentes, puesta ya en
circulación por Grijalbo y de la cual ofrecemos aquí fragmentos breves,
chispazos, que una mano maestra traza para asomarse a los insondables misterios
del poder…
Luis
Echeverría, boxeador sucio, perdió los grandes combates de su vida. El más
significativo, Tlatelolco, lo marcó sin remedio. Firmado, dejó el testimonio de
su participación en la tragedia: los muertos del 2 de octubre también habían
sido sus muertos. No se le ocurrió en aquel tiempo remoto que cargaría con la
suerte adversa del criminal que olvida la pistola en el escenario que más tarde
lo incriminaría.
En
el informe al Congreso de la Unión, el 1 de septiembre de 1969, el presidente
Gustavo Díaz Ordaz había asumido la responsabilidad única por los sucesos de la
plaza mártir. Ante el enorme espejo de su soberbia se miró de cuerpo entero. Su
amor por México y el pulso firme, el de un soldado de la República, habían
abortado una conjura de rojo intenso contra la nación.
Al
acecho del poder, Echeverría respiró a sus anchas. Las lenguas envenenadas que
lo relacionaban con la matanza habían sido cercenadas por la palabra
inapelable. El destino lo colmaba. Díaz Ordaz continuaría en su camino de lodo
–“responsable único”– y él, Echeverría, avanzaría tranquilo al encuentro con la
historia, presidente de México.
Maquinador,
urdió además su propia coartada: la tarde del 2 de octubre, a la vista de
todos, en Gobernación, se reuniría con David Alfaro Siqueiros. Así, cubierta la
espalda por Díaz Ordaz y acompañado por el pintor comunista, nunca nadie podría
escupirle a la cara: tú fuiste, “tú también”.
Los
periodistas tenemos el azar de nuestro lado: tarde o temprano todo se sabe.
Un
rumor me llegó un día como un augurio alentador: el documento existía y habría
que dar con él. No me sorprendió, poco después, que una mano generosa me
confiara el pliego inestimable.
En
el cenagoso lenguaje priista, el 10 de noviembre de 1969, Echeverría expresó su
adhesión a Díaz Ordaz. No hubo rubor para la loa. La mirada sin tiempo podría
observarlos de nuevo en un abrazo estrecho, almas gemelas. El párrafo que
cierra su carta lo muestra como es, entrecerrados los ojos, listo el cuchillo
filoso de la traición.
Dice:
“Hoy expreso a usted, como ciudadano mexicano, mi solidaridad sin reserva hacia
todos los actos de su gobierno y mi sincera admiración por la obra moral,
cultural y material que ha desarrollado en esos años, para bien del país”.
* *
*
Después
de su artera intromisión en Excélsior en 1976 nació Proceso y más de una vez me
pregunté si el periodismo del que dimos cuenta,
implacable hasta donde nuestras fuerzas alcanzaban, tuvo su origen en
una pasión vindicativa o en un encendido revanchismo. No eran tolerables
sujetos como Echeverría, construido con materiales de baja calidad, ni
resultaba admisible nuestra defunción por decreto. Nos habían arrojado de un
gran diario, pero no eran dueños de nuestro futuro.
* *
*
Fiel
a su trayectoria, periodismo sin concesiones, Proceso investigaba el
comportamiento del presidente López Portillo. Los datos de la corrupción de su
gobierno y su desorden personal llegaban a ser abrumadores.
La
revista lo desquiciaba. Un día fui a Los Pinos a verlo para protestar por la
supresión parcial de la publicidad del gobierno. Fue amable, diría que hasta
cariñoso. Algunas veces me decía Juliao.
Resentimos
el golpe; Proceso, aún sin ahorros. Tomamos las medidas pertinentes, las únicas
posibles: la suspensión en la nómina de algunos reporteros y personal
administrativo. La medida fue dolorosa, en la atmósfera pesada de los
acontecimientos irremediables, como los funerales.
Al
poco tiempo, nuestra sorpresa llegó a la conmoción interna: sin la publicidad
oficial, la circulación de Proceso aumentaba.
* *
*
Políticos
y periodistas se buscan unos a otros, se rechazan, vuelven a encontrarse para
tornar a discrepar. Son especies que se repelen y se necesitan para vivir. Los
políticos trabajan para lo factible entre pugnas subterráneas; los periodistas
trabajan para lo deseable hundidos en la realidad. Entre ellos el matrimonio es
imposible, pero inevitable el amasiato.
Al
presidente Adolfo López Mateos le escuché una noche un relato que amplió mi
horizonte en la comprensión del periodismo. Amigo de artistas y escritores,
corredor de autos europeos, embebido en la belleza de las mujeres, inteligente
y festivo, era de tal manera auténtico que su frivolidad pasaba inadvertida. Le
gustaban las fiestas del poder, no el poder. A su amigo íntimo, Gustavo Díaz
Ordaz, le confiaba asuntos del más alto interés nacional. A su tiempo, la
historia hablaría del presidente Díaz Ordaz, quien prefirió la paz de los
sepulcros al riesgo de la olimpiada de 1968.
Al
presidente Salinas alguna vez le toqué el punto de los homenajes del poder a
los medios de comunicación, de la pequeñez de políticos y periodistas en
contubernio, e incluso le había hablado superficialmente de los funerales de
Díaz Redondo. Acerca de éstos me dijo, cortante:
—Son
cortesías, Julio.
* *
*
–¿Cómo
le ha ido con los presidentes? –inquirió, sosegada la conversación personal.
Respondí
con reflejo de boxeador:
–Como
en feria, señor presidente.
–Usted
y yo empezamos mal; podríamos acabar bien.
No
oculté mi doble satisfacción: el vuelo de la amistad y, secundariamente,
caminos insospechados para mi trabajo. Se trataba de un hombre con información
y relaciones excepcionales. Así se lo dije, sin ocultar el pragmatismo que me
recorre de los pies a la cabeza.
* *
*
El
gobierno del presidente Ernesto Zedillo pretendió que se fuera olvidando el 2
de octubre. Cumplidos 30 años de la tragedia, la República debía recuperar el
sosiego, igual que las víctimas de una pesadilla. Si quedan cuentas por saldar,
las saldaría la historia, no la ley.
Los
deudos cargarían su ataúd como pudieran. La pasión que reclamaba castigo para
los culpables terminaría en un grito airado. Desde la matanza habría
transcurrido un tiempo irrecuperable para el movimiento estudiantil. Tarde
había llegado su querella “contra las más altas autoridades del país en esa
época”.
La
respuesta del poder había sido contundente: nada quedaba por hacer en el ámbito
del derecho, como demandaban los hombres viejos, otrora estudiantes. La ley no
camina por atajos ni se ejerce a campo traviesa. Avanza por los caminos seguros
que el régimen señala.
* *
*
A
finales de 2001 tuve un breve encuentro con el presidente Fox. A través de su
secretario particular, Alfonso Durazo, le había pedido el acceso a los
reclusorios de máxima seguridad. Pienso que en los extremos de la sociedad es
posible mirar al país sin anteojos prestados ni guías aleccionados. Los presos
y los torturados dicen tanto del país como los dueños de fortunas fraguadas en
la oscuridad.
El
secretario de Seguridad Pública, Alejandro Gertz Manero, rector ad honorem de
una universidad privada, motociclista de chamarra negra hasta el cuello, la voz
militar y el ademán fulminante, pretendió reducir al mínimo el proyecto
periodístico. Acataría la orden, pero mandaría preguntar a los reclusos si aceptaban
o no una conversación grabada con el periodista. “Usted no hará mi trabajo, lo
haré yo”, le dije en una de tantas disputas…
En
el encuentro de 20 minutos con el presidente le agradecí la oportunidad que
hacía posible para el desarrollo de mi trabajo. Fue afable y creí legítimo
hablarle de Julio Scherer Ibarra, sometido a una persecución insana por parte
de la Procuraduría Fiscal de la Secretaría de Hacienda. El acoso se había
iniciado el 6 de abril de 2001 y persistía.
Fue
breve el comentario del presidente: no había llegado a él noticia alguna de que
Julio hubiera cometido algún ilícito. En espera de algo más, guardé silencio.
Deseaba, después de largo tiempo transcurrido, escuchar que se investigaría (lo
ya investigado, me dije) y se pondría punto final al asunto. O algo parecido.
–No
se preocupe, Julio –añadió el presidente.
* *
*
Estaba
empeñado en conocer al Felipe Calderón de los años que antecedieron a la
posición eminente que ocupa ahora. Recurrí a Alfonso Durazo, testigo en primera
línea del asesinato de Luis Donaldo Colosio, como su secretario que fue, y
autor de la carta pública que describió a Marta Sahagún como un ser deleznable
(5 de julio de 2004), lastimoso el desenfreno de su ambición personal.
Secretario
particular y vocero del presidente Fox de 2000 a 2004, le pregunté a Durazo:
–¿Cómo
era el Calderón que conoció usted, don Alfonso?
Se
detuvo un rato. Luego dijo:
–Es
coincidente la desmemoria de quienes lo tratamos desde Los Pinos.
Apenas
hay espacio para los silencios en el encuentro con Durazo. Suelto, dice:
–La
biografía política de Felipe Calderón lo ubica como un hombre desconfiado y
arrogante que subordina su inteligencia a lo visceral y a lo inmediato.
Contrario a la opinión pública de que es un hombre de “mecha corta”, siempre he
tenido la impresión de que no tiene mecha.
Es
un sujeto de temperamento primario; se conduce por impulsos, no por
razonamientos.
–¿Incapacitado
para el poder, don Alfonso?
–Ésa
es, ahora, la más evidente de sus numerosas limitaciones. Así, el futuro del
país quedaría atado a la capacidad de sus colaboradores. Pero los complejos de
Calderón le impidieron rodearse del talento de otros.
Su
equipo cercano, íntimo, formado en la intriga, el cotilleo y el sensacionalismo
político, ha vivido siempre inmerso en la política pequeña, en la política de
pasillos y oídos… la ausencia absoluta de grandeza.
* *
*
No
se abre a ninguna forma del optimismo Si yo fuera presidente de Jenaro
Villamil. Los hombres y mujeres que disponen de los bienes de todos no existen
como políticos apasionados por el bien público y el noble avance de la nación.
Su vida es la del poder y la riqueza, armas de manipulación. En frases
hankistas que se volvieron apotegmas –“un político pobre es un pobre político”–
se resume la sabiduría necesaria para hacerse de un espacio en la vasta cumbre
de la nación.
La
fórmula es sencilla: comprar el tiempo mediático, corromper y corromper, mentir
y mentir, aprender que a los aprendices se les puede y debe aprovechar. Así,
todo el poder para el político rico, todo para la mafia, todo para el Grupo
Atlacomulco o lo que de él quede, todo para apoyar a Enrique Peña Nieto,
atractivo por su preferencia física a costa de la inteligencia y la pulcritud
moral.
Jenaro
Villamil describe la personalidad y analiza la trayectoria de Peña Nieto con la
precisión del periodista que sabe lo que trae en las manos. El libro tiene un
ritmo cuidadoso que va ganando en intensidad hasta las últimas y dramáticas
páginas: la muerte de la esposa.
El
Golden boy, el muñeco, el carismático representante de una generación nueva, se
vale de todos los recursos a su alcance para crecerse ante los adictos a la
frivolidad. Despilfarra a manos llenas como si estuviera escrito su ascenso
hasta la Presidencia de la República y en su desmedido afán por mostrarse
seductor, un Don Juan mexicano del siglo XXI, resbala y cae en la inevitable
cursilería.
Este
marzo me perturba. Hace 208 años un niño desvalido dio lecciones de humildad al
mundo; su sencillez y su carácter indómito lo mantienen al frente de nuestros
héroes. En este mes de marzo se ha recrudecido la protesta por la venta de
nuestro petróleo a Estados Unidos. Lo mismo en las concentraciones públicas que
en reuniones privadas la palabra traición circula libremente. Agrava el
problema el silencio del presidente de la República acerca del saqueo al que se
ha visto sometido Petróleos Mexicanos desde los tiempos remotos del PRI casi
eterno. Pocos sabemos del dinero que muchos depredadores invirtieron para la
compra de castillos en Europa y la adquisición de aviones y yates para un modo
de vivir apenas creíble.
Más
allá del desafío que engendre, la decisión asumida por el presidente
Peña
Nieto tendrá enfrente la imagen del presidente Lázaro Cárdenas. En esta
confrontación inevitable Peña Nieto representa el triunfo del neoliberalismo y
Lázaro Cárdenas estará al frente de lo que aún pudiera quedar del México
revolucionario. A Peña Nieto se le recibió con vítores al asumir la Presidencia
de la República y Cárdenas conoció desde la primera hora el encono de sus
adversarios; se llegó al extremo de fundar un partido político y, por su parte,
la Iglesia católica endureció sus filas, expuesta la confrontación radical.
Marzo
aún no termina y Peña Nieto pisa ya terrenos peligrosos, más allá de las
victorias de largo alcance mediático que significaron la captura del Chapo
Guzmán y el encierro de Elba Esther Gordillo, la economía no sale de su marasmo
y la seguridad no ofrece datos alentadores en su lucha contra el crimen
organizado.
A
estas alturas el régimen no ha emprendido la construcción de obra alguna que
valiera la pena mencionar. En la época oscura de Carlos Salinas exigía a sus
colaboradores mes a mes información precisa acerca de los avances alcanzados en
el nacimiento de una carretera o en el levantamiento de alguna presa; hoy nada
de eso ocurre. La República vive paralizada en unos de los capítulos
fundamentales de su gestión; no hay obra ni trabajo.
No
obstante, el gobierno persiste en su discurso de que el dinero del petróleo,
que fue nuestro, servirá en la República como instrumento de un progreso
imparable; se abrirán fuentes de trabajo y se crearan los empleos de los que el
país está urgido. Ojalá hubiera empleo para los menesterosos y los analfabetos
y no sólo para aquellos que avizoran un espacio en Televisa o alguna
trasnacional con la mente puesta en los negocios. En este boceto del marzo que
percibo me asalta el día 18.
Un
18 de marzo de 1917 nació el periódico que tuvo su sede emblemática en Paseo de
la Reforma 18. Su historia está escrita y sería inútil negar que fue la mejor
de su época en México. El número uno de América Latina y uno de los grandes del
mundo. Luis Echeverría, auxiliado por hampones y traidores, decidió arrasar con
él y hoy sobrevive sin mérito ni gloria. Por fortuna para muchos, el diario es
precursor de la revista Proceso, difícil de combatir por su honestidad
reconocida.
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