21 ene 2018

Espías/FABRIZIO MEJÍA MADRID

Espías/FABRIZIO MEJÍA MADRID
Revista Proceso # 2151, a 20 de enero de 2018..

Si el Graham Greene que escribió Nuestro hombre en La Habana en 1958 siguiera vivo, habría disfrutado las acusaciones que esta semana lanzaron el hijo del Ingeniero Krauze, León, y el cuñado del expresidente Calderón, Juan Ignacio. Tratando de enredar al candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador con el fantasma de la “intervención rusa” en las elecciones de este año, tomaron el título de la novela de Graham Greene, pero se olvidaron de leerla. La conspiración tomó fragmentos de lo real y los unió, para acabar confundiendo, como sucede en la novela, los planos de una aspiradora con los de una fábrica de armas nucleares. La historia de esta semana es la siguiente: en septiembre de 2016, el académico John Ackerman entró a colaborar en el divertido programa de televisión de Max Keiser que produce Associated Press, acaso la más gringa de las agencias de noticias. La de Ackerman es una video-columna de dos minutos para redes sociales. Se le presentó como “nuestro hombre en México”, en referencia juguetona a la novela. Resulta que el programa es transmitido por las filiales de Russia Today, un canal estatal con sede en Moscú. Como Ackerman es el esposo de Irma Sandoval, abogada por la Universidad de California y becaria en Harvard y La Sorbona, y encargada de López Obrador para el tema de la lucha contra la corrupción, los conspiradores hicieron la conexión: Rusia está metida en las elecciones de México.

León Krauze, que conduce un noticiario en Los Ángeles para la cadena Univisión, dio la voz de alerta y describió así “el método” de Putin para “desestabilizar” a las democracias: “la polarización del electorado y la erosión de la discusión pública mediante la desinformación (…) el triunfo de la emoción sobre la evidencia”. Podía estar describiendo cualquier elección. Juan Ignacio Zavala, el cuñado del expresidente Calderón, menos literario, sólo pidió firmas vía la página de peticiones Change.org para solicitar al presidente Peña Nieto que expulsara del país a John Ackerman. Un caricaturista, Patricio, armó por su parte una petición para que se expulsara al propio Zavala. Ésta sí obtuvo miles de firmas y todo acabó en chunga. Pasó igual con el blog de Frida Ghitis, colabo-radora del Washington Post, quien escribió que, si bien en una conferencia en la Jamestown Foundation, un asesor de seguridad de Trump “no dio detalles exactamente de qué hacía Rusia en México, pero uno podría especular”.
Para un novelista resulta fascinante la manera como operan los conspiradores. El protagonista de Nuestro hombre en La Habana, el vérmico Jim Wormold, es un vendedor de aspiradoras en la Cuba de Batista que es reclutado por el servicio secreto británico a cambio de un sueldo que le permitirá criar a su hija de 16, Milly, como si siguieran en Londres. Su nombre clave será 59200/5, está divorciado, financieramente en quiebra, y lo único que tiene parecido a una conspiración creíble es el instructivo de una aspiradora con un nombre sugerente: “pila atómica”. Pero es su reclutador, Hawthorne, agente del M16, quien confunde el dibujo con un mapa de una fábrica de armas. Es la obligación de producir secretos la que produce la narrativa de la conspiración, no al revés. En efecto, el doctor con el que Wormold se toma todos los mediodías unos daikirís en el Wonder Bar, es alemán, Hasselbacher. Para el agente, no importa si es del este o del oeste, “sirve al final a Alemania”. Se lo dice al vendedor de aspiradoras dentro de unos baños donde pone a correr el agua de los lavabos, no porque haya micrófonos plantados ahí, sino por “disciplina”. En una conversación de borrachos, el doctor alemán le dice a Wormold:
–Si una información es bastante secreta, sólo usted la tiene. Todo lo que necesita es su propia imaginación. ¿Ha leído alguna vez los anuncios de remedios secretos? La receta para la caída del cabello fue revelada por el jefe de una tribu en el instante antes de morir. Lo secreto impulsa a la gente a creerlo.
Al final, Wormold acaba por inventar toda una oficina de espionaje cuyos salarios cobra bajo distintos nombres: un profesor de economía, un ingeniero, y una bailarina que aporta detalles sobre las excentricidades sexuales de los ministros cubanos. Pero las ficciones de Wormold se vuelven sobre sí mismas y la verosimilitud comienza a dejar disparos, cateos, muertos. Tal como sucede cuando se unen fragmentos para crear la ilusión de una evidencia. Se pregunta el hombre en La Habana: “¿Habrá oído Shakespeare en una taberna la historia de Duncan o escuchado los toquidos en la puerta después de escribir Macbeth?”.
El propio Graham Greene perteneció al servicio secreto del M16 británico. Ian Flemming creó a James Bond basado en las historias que de esa agencia de espionaje le contó Wilfrid, “Biffy” Dunderdale, pero las del novelista no son tan glamourosas. Siempre melancólico, Greene trabajó en la misma oficina en Sierra Leona que Kim Philby, el triple agente soviético-británico-norteamericano a quien defendió en su novela El factor humano y en el que también John Le Carré basó su Gitano, sastre, soldado y espía. Durante años se creyó que Philby era “el tercer hombre” que describe Greene- en la novela que lleva ese mismo título porque se sabía que los otros dos eran Donald Maclean y Guy Burguess. Pero faltaba aún por descubrir al cuarto, a Anthony Blunt, consejero de la reina Isabel.
Con Greene, México tiene un odio-amor. El odio viene de su racismo de Caminos sin ley, su recuento de un viaje en el país que le había expropiado el petróleo a los ingleses y a los gringos. El amor, de su obra maestra, El poder y la gloria. En la crónica dice cosas como: “No me parecía un país donde se pudiera vivir, con ese calor y esa desolación; era un país donde sólo se podía morir, y dejar tras de sí puras ruinas”. Se queja de la dentadura de las mujeres o de los “medios-abrazos” mexicanos que, según él, no traslucen afecto sino impedir que el otro saque la pistola. Pero Greene- confiesa que, tras sus ocho semanas en México, del 13 de febrero al 31 de abril de 1938, no puede sacudirse al país, se le había convertido en “un estado mental”. Por eso escribe El poder y la gloria, una historia desde el punto de vista católico de la Revolución mexicana: un teniente salvaje persigue al último sacerdote de Tabasco. Como Malcolm Lowry en Bajo el volcán, Greene confunde la guerra revolucionaria con la cristera y la ocupación que hace el poder constituido del espacio político de la iglesia católica con el ateísmo. Pero escribe, en cambio, una historia sobre la fe y sus dudas, el perdón y el castigo, la esperanza y la muerte.
Greene trabajó con Philby, quien a su vez lo hizo con el “cuarto hombre”, Anthony Blunt. A Philby, el Premio Nobel Joseph Brodsky le dedica un ensayo en Sobre el dolor y la razón. De Blunt, escribe el pensador George Steiner. La pregunta de ambos es sobre los motivos que pueden llevar a alguien a ser espía. Existe la obvia relación entre la ficción y la conspiración, pero también sobre cómo se crea el gusto por la secrecía, por saber cosas que los demás no saben. En su ensayo El erudito traidor (1980), Steiner elabora sobre este doble espía británico que fue nombrado sir por la reina en 1956 –de quien era consejero y validador de las colecciones de dibujos y pinturas del Palacio de Buckingham– y titular de las cátedras de arte en Oxford y Cambridge, antes de que Margaret Thatcher lo acusara en 1979 ante el Parlamento. La clave para Steiner es la emoción del secreto. En un erudito como Blunt, saber, con una revisión milimétrica de una línea de tinta, qué número de copia es un grabado original, equivale a saber los nombres y actividades de otros, sus planes estratégicos, sus intenciones geopolíticas. Revisa la Sociedad de los Apóstoles, ese grupo masculino de Cambridge, desde Tennyson hasta Bertrand Russell, con ansias de influir en el ánimo del Príncipe y, a veces, de ser ellos mismos, el Rey Filósofo. Hablarle al poder en sus propios términos y tener la impresión de meterse “en la cálida densidad de lo real, una nostalgia de la acción”, es lo que hermana a ambas obsesiones.
Esa tentación, esa fantasía violenta, no está ahora tanto en el vendedor que vegeta en La Habana, sino en los que creen que debajo del instructivo de una aspiradora se esconde un arma de destrucción masiva que nadie, hasta ahora, había descubierto.


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