2 feb 2014

La primera reseña/MARCO ANTONIO CAMPOS


La primera reseña/MARCO ANTONIO CAMPOS*
Revista Proceso # 1944, 1 de febrero de 2014.

 1.- Prácticamente desde 1972, cuando apareció El principio del placer, José Emilio Pacheco no había vuelto a publicar un libro nuevo de narrativa, salvo, si se le quiere considerar así, la versión corregida de su novela Morirás lejos (1967; 1978). La espera, y nos dio gusto, no desilusionó: Pacheco ha publicado hace unos días una brillante y redonda noveleta que, casi nos atrevemos a creer, será el libro suyo que se venderá más a la larga. Y Las batallas en el desierto, si se me permite, podemos considerarla primordialmente como una bella e imposible historia de amor de un niño por la madre del mejor amigo, con los pormenores de la cristalización y las consecuencias grotescas y dolorosas.
  2.- Si hubiera sido escrita esta noveleta en el curso del siglo XIX, se le hubiera considerado seguramente un cuento, es decir, hubiera reunido una serie de exigencias que Poe consideraba propias del género en su célebre ensayo sobre Nathaniel Hawthorne, y que detalló Lancelotti: unidad, originalidad, intensidad, estilo depurado, y claro, la verdad, que quizá sería mejor designar verosimilitud. Y Poe, si no parece descabellado, hubiera aprobado, entre otras razones, Las batallas en el desierto por los rasgos que le caracterizaron; el giro final, y que este giro, bien realizado, es de índole fantástica.

Uno de los mejores estudiosos del cuento, Mariano Baquero Goyanes, refiere que la noveleta está más cerca del cuento que de la novela. Creemos que sí. Aquí advertimos, por ejemplo, cómo las frases parecen tensos y dinámicos cables para que la relación sea también tensa y dinámica, y segundo, que los personajes están más en función del desarrollo y la credibilidad de la historia que del arquetipo indesgastable. Se fijan visualmente escenas más que personajes: el niño escapándose de la escuela y yendo al departamento a declararle su amor a la madre del amigo, o el cuento del niño con el excompañero Rosales (camión, calle, tienda) quien le contará los detalles posteriores a su acción magnífica y suicida en la escuela. Esto –es casi un añadido fútil referirlo– no significa que los personajes no están bien registrados: en sus escuetas apariciones no escapan al golpe y a la cuchilla del narrador, quien los corta con paciente y desdeñosa precisión en sus miserias morales: padre, hermano, compañeros de escuela… Sólo nos queda una imagen hermosa y distante y hasta cierto grado dolorosa: Mariana: la amante de un funcionario alemanista, que, abofeteada en público por éste, se suicida, bofetada o muerte que acaso nunca sucedieron.
3.- Pido excusa por la intromisión biográfica, pero quizá la anécdota ilustre algo de lo que pretendo mostrar. Hacia mayo o junio de 1970, en Mariano Escobedo y Paseo de la Reforma, encontré a José Emilio Pacheco. Lo saludé, y lo primero que me dijo fue más o menos esto: “Esa señora me pidió hace cosa de una hora un peso, porque necesitaba siete para comprar medicinas. En el curso ha recogido veinte”. Refiero esto, porque Pacheco suele trasladar esta suerte de minucias a los escritos, principalmente narraciones. Podrán o no gustarse de la solución que da a algunos de sus relatos (“Langerhaus”, “Tenga para que se entretenga”), pero los rescates psicológicos y sociológicos son precisos, vivos. Ve a los otros y lo otro, y rearma y recrea literalmente. Me parece –y acaso me equivoque– que su modelo augusto en esta suerte de ejercicios de observación impecable es Flaubert. Pacheco realiza sus narraciones con el recuerdo y la consulta oral, y en ocasiones con la biblioteca o el archivo, y reedifica, hasta donde le permiten los misteriosos e imprecisos caminos de la memoria y la literatura, la casa del tiempo semidestruida, en este caso, en esta noveleta, la de finales de los cuarenta, época del elegante y corrupto alemanismo, cuando empezaba la invasión de productos, escuetos y efímeros, de la industria estadunidense. “Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la miseria de casi todos”.
Para José Emilio Pacheco, que interroga tiempos y espacios que le dibujan una y otra vez la aterradora imagen del desastre, es la memoria acaso su principal arma para la creación literaria, una memoria que siempre forma de un modo distinto las imágenes que lograron pervivir, y que, modificadas, son ficción, otra realidad. Si la memoria engaña o recrea o la modifican los recuerdos de los otros, aquello que sucedió o no es nuestro o es una invención. Cuando oímos la canción o leemos el libro o vemos la película o recordamos la frase de cierta época que nos remite a un estado de ánimo que fue hermoso e intenso, aquello, en el presente, puede volverse doloroso o enfermizo, por decir algo.
Cuando el protagonista recuerda treinta y dos años después una canción mediocre, pero que postula una situación hiperbólica que él se cree capaz de llevar a cabo, y además, con una tonada que es difícil despegarse de ella, aquella canción cubre el amor lejano e inolvidable por el bello fantasma de la madre del mejor amigo, pero también, por extensión, un juego de emociones y sensaciones de la vida familiar, escolar, de barrio y hasta social de aquel niño que pudo haber tenido once o doce años, y que ahora es otro y el mismo. El lector imagina lo que el narrador, por caso, recuerda –o quiere recordar– treinta y dos años después con la canción, o cómo escribe lo que le dio, o creyó que le daba, aquella canción. “Regresé a mi casa –escribe hacia el final luego de buscar infructuosamente las huellas imposibles de Mariana– y no puedo recordar qué hice después. Debo haber llorado días enteros. Luego nos fuimos a Nueva York. Me quedé en una escuela en Virginia. Me acuerdo, no me acuerdo ni siquiera del año. Sólo estas ráfagas, estos destellos que vuelven con todo y las palabras exactas. Sólo aquella cancioncita que no escucharé nunca. Por alto está el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo”.
No conozco experiencias de recuperación de recuerdos más intensas y concentradas que la psicoanalítica y la escritural, y con el perdón de los favorecedores de la primera, lo es más la escritural. ¿Cómo habrán vivido y revivido mental y emocionalmente esas recuperaciones Stendhal, Dostoievski o Proust? Yo es otro y el mismo, un yo que no se consuela por el tiempo ido, pero que la mayoría de las veces, fue inane o mediocre o casi inmóvil, pero que las pocas experiencias intensas y grabables, al pormenorizarse en los espacios de la página, abruman, laceran.
Pacheco ha tenido la virtud de saber explorar el pasado y su pasado, y Las batallas en el desierto (imagen que puede ser también un aterrador símbolo de la vida) nos hace revivir con nostalgia y dolor un mundo, que si no fue nuestro, tiene de hecho un buen número de usos y costumbres del que vivimos.
(*) El poeta, narrador y traductor publicó este artículo el 4 de mayo de 1981 (Proceso 235). Primera reseña aparecida en México.

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