Vaticano, 31 de enero de 2015
Queridos jóvenes, todas las personas de todos los tiempos y de cualquier
edad buscan la felicidad. Dios ha puesto en el corazón del hombre y de la mujer
un profundo anhelo de felicidad, de plenitud. ¿No notáis que vuestros corazones
están inquietos y en continua búsqueda de un bien que pueda saciar su sed de
infinito?
Los primeros capítulos del libro del Génesis nos presentan la espléndida
bienaventuranza a la que estamos llamados y que consiste en la comunión
perfecta con Dios, con los otros, con la naturaleza, con nosotros mismos. El
libre acceso a Dios, a su presencia e intimidad, formaba parte de su proyecto
sobre la humanidad desde los orígenes y hacía que la luz divina permease de
verdad y trasparencia todas las relaciones humanas. En este estado de pureza
original, no había “máscaras”, subterfugios, ni motivos para esconderse unos de
otros. Todo era limpio y claro.
Cuando el hombre y la mujer ceden a la tentación y rompen la relación de
comunión y confianza con Dios, el pecado entra en la historia humana (cf. Gn
3). Las consecuencias se hacen notar enseguida en las relaciones consigo
mismos, de los unos con los otros, con la naturaleza. Y son dramáticas. La
pureza de los orígenes queda como contaminada. Desde ese momento, el acceso
directo a la presencia de Dios ya no es posible. Aparece la tendencia a
esconderse, el hombre y la mujer tienen que cubrir su desnudez. Sin la luz que
proviene de la visión del Señor, ven la realidad que los rodea de manera
distorsionada, miope. La “brújula” interior que los guiaba en la búsqueda de la
felicidad pierde su punto de orientación y la tentación del poder, del tener y
el deseo del placer a toda costa los lleva al abismo de la tristeza y de la
angustia.
En los Salmos encontramos el grito de la humanidad que, desde lo hondo de
su alma, clama a Dios: «¿Quién nos hará ver la dicha si la luz de tu rostro ha
huido de nosotros?» (Sal 4,7). El Padre, en su bondad infinita, responde a esta
súplica enviando a su Hijo. En Jesús, Dios asume un rostro humano. Con su
encarnación, vida, muerte y resurrección, nos redime del pecado y nos descubre
nuevos horizontes, impensables hasta entonces.
Y así, en Cristo, queridos jóvenes, encontrarán el pleno cumplimiento de
sus sueños de bondad y felicidad. Sólo Él puede satisfacer sus expectativas,
muchas veces frustradas por las falsas promesas mundanas. Como dijo san Juan
Pablo II: «Es Él la belleza que tanto les atrae; es Él quien les provoca con
esa sed de radicalidad que no les permite dejarse llevar del conformismo; es Él
quien les empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien les lee
en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es
Jesús el que suscita en ustedes el deseo de hacer de su vida algo grande»
(Vigilia de oración en Tor Vergata, 19 agosto 2000).
2. Bienaventurados los limpios de corazón…
Ahora intentemos profundizar en por qué esta bienaventuranza pasa a
través de la pureza del corazón. Antes que nada, hay que comprender el
significado bíblico de la palabra corazón. Para la cultura semita el corazón es
el centro de los sentimientos, de los pensamientos y de las intenciones de la
persona humana. Si la Biblia nos enseña que Dios no mira las apariencias, sino
al corazón (cf. 1 Sam 16,7), también podríamos decir que es desde nuestro corazón
desde donde podemos ver a Dios. Esto es así porque nuestro corazón concentra al
ser humano en su totalidad y unidad de cuerpo y alma, su capacidad de amar y
ser amado.
En cuanto a la definición de limpio, la palabra griega utilizada por el
evangelista Mateo es katharos, que significa fundamentalmente puro, libre de
sustancias contaminantes. En el Evangelio, vemos que Jesús rechaza una
determinada concepción de pureza ritual ligada a la exterioridad, que prohíbe
el contacto con cosas y personas (entre ellas, los leprosos y los extranjeros)
consideradas impuras. A los fariseos que, como otros muchos judíos de entonces,
no comían sin haber hecho las abluciones y observaban muchas tradiciones sobre
la limpieza de los objetos, Jesús les dijo categóricamente: «Nada que entre de
fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro
al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos,
las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias,
fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad» (Mc 7,15.21-22).
Por tanto, ¿en qué consiste la felicidad que sale de un corazón puro? Por
la lista que hace Jesús de los males que vuelven al hombre impuro, vemos que se
trata sobre todo de algo que tiene que ver con el campo de nuestras relaciones.
Cada uno tiene que aprender a descubrir lo que puede “contaminar” su corazón,
formarse una conciencia recta y sensible, capaz de «discernir lo que es la
voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto» (Rm 12,2). Si hemos de
estar atentos y cuidar adecuadamente la creación, para que el aire, el agua,
los alimentos no estén contaminados, mucho más tenemos que cuidar la pureza de
lo más precioso que tenemos: nuestros corazones y nuestras relaciones. Esta
“ecología humana” nos ayudará a respirar el aire puro que proviene de las cosas
bellas, del amor verdadero, de la santidad.
Una vez les pregunté: ¿Dónde está su tesoro? ¿en qué descansa su corazón?
(cf. Entrevista con algunos jóvenes de Bélgica, 31 marzo 2014). Sí, nuestros
corazones pueden apegarse a tesoros verdaderos o falsos, en los que pueden
encontrar auténtico reposo o adormecerse, haciéndose perezosos e insensibles.
El bien más precioso que podemos tener en la vida es nuestra relación con Dios.
¿Lo creen así de verdad? ¿Son conscientes del valor inestimable que tienen a
los ojos de Dios? ¿Saben que Él los valora y los ama incondicionalmente? Cuando
esta convicción desaparece, el ser humano se convierte en un enigma
incomprensible, porque precisamente lo que da sentido a nuestra vida es
sabernos amados incondicionalmente por Dios. ¿Recuerdan el diálogo de Jesús con
el joven rico (cf. Mc 10,17-22)? El evangelista Marcos dice que Jesús lo miró
con cariño (cf. v. 21), y después lo invitó a seguirle para encontrar el
verdadero tesoro. Les deseo, queridos jóvenes, que esta mirada de Cristo, llena
de amor, les acompañe durante toda su vida.
Durante la juventud, emerge la gran riqueza afectiva que hay en sus
corazones, el deseo profundo de un amor verdadero, maravilloso, grande. ¡Cuánta
energía hay en esta capacidad de amar y ser amado! No permitan que este valor
tan precioso sea falseado, destruido o menoscabado. Esto sucede cuando nuestras
relaciones están marcadas por la instrumentalización del prójimo para los
propios fines egoístas, en ocasiones como mero objeto de placer. El corazón
queda herido y triste tras esas experiencias negativas. Se lo ruego: no tengan
miedo al amor verdadero, aquel que nos enseña Jesús y que San Pablo describe
así: «El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe;
no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se
alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites,
cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa
nunca» (1 Co 13,4-8).
Al mismo tiempo que les invito a descubrir la belleza de la vocación
humana al amor, les pido que se rebelen contra esa tendencia tan extendida de
banalizar el amor, sobre todo cuando se intenta reducirlo solamente al aspecto
sexual, privándolo así de sus características esenciales de belleza, comunión,
fidelidad y responsabilidad. Queridos jóvenes, «en la cultura de lo
provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante es “disfrutar”
el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones
definitivas, “para siempre”, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en
cambio, les pido que sean revolucionarios, les pido que vayan contracorriente;
sí, en esto les pido que se rebelen contra esta cultura de lo provisional, que,
en el fondo, cree que ustedes no son capaces de asumir responsabilidades, cree
que ustedes no son capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en
ustedes, jóvenes, y pido por ustedes. Atrévanse a “ir contracorriente”. Y
atrévanse también a ser felices» (Encuentro con los voluntarios de la JMJ de
Río de Janeiro, 28 julio 2013).
Ustedes, jóvenes, son expertos exploradores. Si se deciden a descubrir el
rico magisterio de la Iglesia en este campo, verán que el cristianismo no
consiste en una serie de prohibiciones que apagan sus ansias de felicidad, sino
en un proyecto de vida capaz de atraer nuestros corazones.
3. ... porque verán a Dios
En el corazón de todo hombre y mujer, resuena continuamente la invitación
del Señor: «Busquen mi rostro» (Sal 27,8). Al mismo tiempo, tenemos que
confrontarnos siempre con nuestra pobre condición de pecadores. Es lo que
leemos, por ejemplo, en el Libro de los Salmos: «¿Quién puede subir al monte
del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes
y puro corazón» (Sal 24,3-4). Pero no tengamos miedo ni nos desanimemos: en la
Biblia y en la historia de cada uno de nosotros vemos que Dios siempre da el
primer paso. Él es quien nos purifica para que seamos dignos de estar en su
presencia.
El profeta Isaías, cuando recibió la llamada del Señor para que hablase
en su nombre, se asustó: «¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de
labios impuros!» (Is 6,5). Pero el Señor lo purificó por medio de un ángel que
le tocó la boca y le dijo: «Ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado»
(v. 7). En el Nuevo Testamento, cuando Jesús llamó a sus primeros discípulos en
el lago de Genesaret y realizó el prodigio de la pesca milagrosa, Simón Pedro
se echó a sus pies diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc
5,8). La respuesta no se hizo esperar: «No temas; desde ahora serás pescador de
hombres» (v. 10). Y cuando uno de los discípulos de Jesús le preguntó: «Señor,
muéstranos al Padre y nos basta», el Maestro respondió: «Quien me ha visto a
mí, ha visto al Padre» (Jn 14,8-9).
La invitación del Señor a encontrarse con Él se dirige a cada uno de
ustedes, en cualquier lugar o situación en que se encuentre. Basta «tomar la
decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No
hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él » (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 3). Todos somos pecadores, necesitados de ser
purificados por el Señor. Pero basta dar un pequeño paso hacia Jesús para
descubrir que Él nos espera siempre con los brazos abiertos, sobre todo en el
Sacramento de la Reconciliación, ocasión privilegiada para encontrar la
misericordia divina que purifica y recrea nuestros corazones.
Sí, queridos jóvenes, el Señor quiere encontrarse con nosotros, quiere
dejarnos “ver” su rostro. Me preguntarán: “Pero, ¿cómo?”. También Santa Teresa
de Ávila, que nació hace ahora precisamente 500 años en España, desde pequeña
decía a sus padres: «Quiero ver a Dios». Después descubrió el camino de la
oración, que describió como «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a
solas con quien sabemos nos ama» (Libro de la vida, 8, 5). Por eso, les
pregunto: ¿rezan? ¿saben que pueden hablar con Jesús, con el Padre, con el
Espíritu Santo, como se habla con un amigo? Y no un amigo cualquiera, sino el
mejor amigo, el amigo de más confianza. Prueben a hacerlo, con sencillez.
Descubrirán lo que un campesino de Ars decía a su santo Cura: Cuando estoy
rezando ante el Sagrario, «yo le miro y Él me mira» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 2715).
También les invito a encontrarse con el Señor leyendo frecuentemente la
Sagrada Escritura. Si no están acostumbrados todavía, comiencen por los
Evangelios. Lean cada día un pasaje. Dejen que la Palabra de Dios hable a sus
corazones, que sea luz para sus pasos (cf. Sal 119,105). Descubran que se puede
“ver” a Dios también en el rostro de los hermanos, especialmente de los más
olvidados: los pobres, los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los
encarcelados (cf. Mt 25,31-46). ¿Han tenido alguna experiencia? Queridos
jóvenes, para entrar en la lógica del Reino de Dios es necesario reconocerse
pobre con los pobres. Un corazón puro es necesariamente también un corazón
despojado, que sabe abajarse y compartir la vida con los más necesitados.
El encuentro con Dios en la oración, mediante la lectura de la Biblia y
en la vida fraterna les ayudará a conocer mejor al Señor y a ustedes mismos.
Como les sucedió a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), la voz de Jesús
hará arder su corazón y les abrirá los ojos para reconocer su presencia en la
historia personal de cada uno de ustedes, descubriendo así el proyecto de amor
que tiene para sus vidas.
Algunos de ustedes sienten o sentirán la llamada del Señor al matrimonio,
a formar una familia. Hoy muchos piensan que esta vocación está “pasada de
moda”, pero no es verdad. Precisamente por eso, toda la Comunidad eclesial está
viviendo un período especial de reflexión sobre la vocación y la misión de la
familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Además, les invito a
considerar la llamada a la vida consagrada y al sacerdocio. Qué maravilla ver
jóvenes que abrazan la vocación de entregarse plenamente a Cristo y al servicio
de su Iglesia. Háganse la pregunta con corazón limpio y no tengan miedo a lo
que Dios les pida. A partir de su “sí” a la llamada del Señor se convertirán en
nuevas semillas de esperanza en la Iglesia y en la sociedad. No lo olviden: La
voluntad de Dios es nuestra felicidad.
4. En camino a Cracovia
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt
5,8). Queridos jóvenes, como ven, esta Bienaventuranza toca muy de cerca su
vida y es una garantía de su felicidad. Por eso, se lo repito una vez más:
atrévanse a ser felices.
Con la Jornada Mundial de la Juventud de este año comienza la última
etapa del camino de preparación de la próxima gran cita mundial de los jóvenes
en Cracovia, en 2016. Se cumplen ahora 30 años desde que san Juan Pablo II
instituyó en la Iglesia las Jornadas Mundiales de la Juventud. Esta
peregrinación juvenil a través de los continentes, bajo la guía del Sucesor de
Pedro, ha sido verdaderamente una iniciativa providencial y profética. Demos
gracias al Señor por los abundantes frutos que ha dado en la vida de muchos
jóvenes en todo el mundo. Cuántos descubrimientos importantes, sobre todo el de
Cristo Camino, Verdad y Vida, y de la Iglesia como una familia grande y
acogedora. Cuántos cambios de vida, cuántas decisiones vocacionales han tenido
lugar en estos encuentros. Que el santo Pontífice, Patrono de la JMJ, interceda
por nuestra peregrinación a su querida Cracovia. Y que la mirada maternal de la
Bienaventurada Virgen María, la llena de gracia, toda belleza y toda pureza,
nos acompañe en este camino.
Vaticano, 31 de enero de 2015
Memoria de San Juan Bosco
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