Lo
normal a los tres años/ David Jiménez, director de El Mundo.
El
Mundo | 6 de septiembre de 2015..
Al
emitir en directo la reunión de portada de EL MUNDO, el pasado miércoles,
La
fotografía ocupó más de la mitad de nuestra portada, pero no iba acompañada de
grandes titulares. Ninguno habría podido añadir mucho: la guerra que Aylan
había intentado dejar atrás, el intento de sus padres de darle una vida mejor,
los sueños varados en esa playa donde unos niños jugaban y otros se ahogaban,
la desigualdad que tan insoportable se nos hace hasta que el telediario da paso
a los Deportes, todo quedaba dicho en la fotografía tomada por la reportera
turca Nilufer Demir.
No
es casualidad que las fotografías icónicas de nuestro tiempo sean las más
absurdas, no sólo por la forma en la que nos quitan el disfraz con el que
pretendemos haber dejado atrás el lado oscuro de la naturaleza humana, sino por
la estupidez de los debates que generan. Algunos medios estadounidenses no
publicaron la imagen de Kim Phuc, la niña de nueve años fotografiada huyendo
con la piel quemada de un bombardeo durante la guerra de Vietnam. El motivo: el
napalm había quemado también su ropa y aparecía desnuda. Cuando Kevin Carter
capturó la escena del buitre esperando la muerte de una niña durante la
hambruna en Sudán, en 1993, se encontró pocas muestras de agradecimiento por
haber provocado la reacción internacional que salvó miles de vidas. En su
lugar, sufrió el linchamiento moral de quienes le acusaban, desde el confort de
sus hogares a miles de kilómetros de distancia, de ser también él un buitre que
sacaba provecho de la desgracia africana. Carter se suicidó unos meses después.
La
reacción de quienes critican la publicación de la foto de Aylan tiene mucho que
ver con la pujante escuela del Disneyperiodismo, un reporterismo para todos los
públicos que asume que el lector, el oyente o el espectador no tienen la
madurez para ser enfrentados a la realidad. Y así, cuando hay una guerra, se
muestra como un vídeojuego, con luces centelleantes que se mueven en una
pantalla y edificios que vuelan por los aires desde la higiénica distancia.
Todo es mucho más fácil así. Sin víctimas.
La
fotografía de Kim Phuc contribuyó a parar la guerra de Vietnam, poniendo a la
opinión pública estadounidense en contra, la de Carter en África salvó miles de
vidas y las imágenes de la masacre del mercado de Markale, en Sarajevo en 1994,
removieron las conciencias de políticos occidentales que no encontraban el
coraje para intervenir en el conflicto. Si adornamos la realidad, si dejamos de
ponernos delante del espejo que nos muestra de lo que somos capaces, de
nuestras injusticias y crueldades, ¿quién nos dará ese golpe de indignación que
de vez en cuando nos lleva a dar un puñetazo sobre la mesa y hacer algo?
La
fotografía de Aylan es un absurdo porque nos recuerda que el niño sirio trataba
de huir de un país donde los gays son arrojados desde balcones, las mujeres
esclavizadas, los periodistas decapitados y los padres forzados a arriesgar la
vida de sus hijos para darles una oportunidad, tratando de alcanzar esa Europa
solidaria que desaparece ante sus ojos como un espejismo, cuando más cerca
parecen estar de ella.
La
fotografía de Aylan es absurda porque mientras él luchaba por no ahogarse, los
líderes del mundo desarrollado discutían en sus despachos qué país debía
acogerle en un reparto de cuotas que ha revelado la falta de sensibilidad de
gran parte de los dirigentes europeos, incluidos los nuestros.
La
fotografía de Aylan es absurda porque el niño sirio estuvo a punto de llegar a
Europa y, si lo hubiera logrado, probablemente el drama de los refugiados se
habría diluido entre naderías informativas. Porque, si la periodista no hubiera
estado allí, no habríamos caído en los otros Aylan que han muerto antes que él.
La
fotografía de Aylan es absurda porque, como escribía Pedro Simón en el artículo
que mejor ha recogido lo que hemos sentido al verla, los padres guardamos en el
álbum familiar una fotografía parecida, sólo que nuestro hijo está «posando a
gatas mirando al mar de Conil. Sonriendo. Lo normal a los tres años».
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