Vayan y anuncien/ Carlos Amigo Vallejo, cardenal arzobispo emérito de Sevilla.
ABC | 17 de octubre de 2015…
En la actualidad son trece mil los
misioneros españoles, repartidos por 140 países en los distintos continentes.
Hombres y mujeres, aunque ellas son la mayoría. Hay obispos, sacerdotes y
diáconos, personas consagradas y seglares. También hay que tener en cuenta a
esos misioneros y misioneras anónimos que ofrecen su oración, ayuda y sustento
a las misiones y que, de algún modo, aparecen y se significan en esa generosa
cantidad, más de 13 millones de euros, que la Iglesia española aporta a la
causa misionera.
Todo ello demuestra que muchas gentes
de España siguen el mensaje, «Vayan y anuncien», que el Papa Francisco proclamó
en Washington hace poco tiempo. ¡Una verdadera audacia misionera! No es mérito
nuestro, sino del amor universal de Jesucristo, que nos metió esta santa
preocupación en lo más hondo de la vocación cristiana. Se ha de llegar a todos
los rincones del mundo y contar a las gentes lo que se ha visto y oído. Sin
imponer nada, pero ofreciendo lo que se tiene. La Iglesia sabe que aquellas
personas que encuentra en el camino no son suyas, sino del Padre Dios. Que
ninguno está excluido y sí todos llamados. Los misioneros llegan a las gentes
de los más diversos pueblos, no para presumir de sabios y entendidos, sino para
poner humildemente, en las manos y en el corazón de los demás, la lámpara con
la luz encendida de una buena noticia: Dios Padre es misericordioso y desea que
en la mesa familiar de su casa no haya silla alguna vacía.
La indiferencia, y el que a cada cual
se le deje a su aire, es el virus que provoca una tremenda epidemia de
insensibilidad, una latencia permanente, que no es estado de incubación, sino
de muerte. El altruismo puede ser un detonante para despertar y sentir el
arañazo de la conciencia ante la desgarrada situación en la que se encuentran
muchas personas. Y poner en marcha sentimientos eficaces de colaboración y de
ayuda. Se ha entrado en el círculo de la solidaridad. Esa persona excluida
forma parte de nuestra comunidad universal, con unos derechos que se deben
respetar y defender. Que los derechos no se otorgan, se reconocen. No es
magnanimidad, sino justicia.
A la herida hay que ponerle remedio. Y
lo peor de las llagas no es que sangren, sino que se infecten con el
resentimiento, la envidia, el odio y el deseo de venganza. Aquí entran en
escena el amor fraterno y la caridad. Cualquier persona es un hermano, y se
parece tanto a nuestro Hermano mayor, que cuando hacemos algo en favor suyo es
lo mismo que si se le prestara ayuda al mismo Jesucristo. Pero hay que estar
muy atentos, porque solamente cuando se respetan y cumplen las exigencias de la
justicia y del derecho se puede garantizar la autenticidad del amor y de la
caridad fraterna. Las heridas y los vacíos de los demás se toman como propios,
que esto es misericordia y lo que sostiene la vida de la Iglesia. Misioneros,
pues, de la misericordia son estos hombres y mujeres que dejaron su casa y
familia y tomaron a su cuenta aquellos que no habían oído la buena noticia de
la salvación. Su misión consistirá en compartir con los demás una forma de
vivir en la que la regla suprema era el mandamiento nuevo: amaos unos a otros
como Jesucristo nos quiere a todos.
La misericordia de Dios es como ese eje
transversal que va recorriendo los capítulos de la Escritura. Dios es compasivo
y misericordioso. Muy rico en misericordia. De tal modo se hizo cargo de los
pecados de sus hijos que tuvo que pagar hasta con el precio de la propia vida.
Los misioneros y misioneras no solamente hablan de todo esto con palabras y
recuento de obras admirables, sino con su presencia en los lugares más
recónditos y entre las personas más desconocidas. Lo hacen con alegría, con
respeto a la situación e idiosincrasia de cada pueblo. Curan a los enfermos y
educan a pequeños y mayores, enseñan a perdonar y a mirar a Dios. Y, si la
ocasión lo requiere, arriesgarán su propia vida. Y más que sobrados y actuales
ejemplos tenemos de ello. No tuvieron otro motivo para venir a esas tierras que
la causa del Evangelio, la buena noticia de la misericordia. Ya lo dijo San
Juan de la Cruz: «Donde no haya amor, pon amor y sacarás amor».
El Papa Francisco se asoma al balcón
del mundo, ahora situado en el atrio del Santuario nacional de la Inmaculada
Concepción en Washington, y dice con palabras imperativas: «Vayan y urjan».
Pues todo el pueblo de Dios, no solamente la comunidad cristiana, está metido
en el corazón redentor de Cristo, todos están llamados a ser testigos y
misioneros de la misericordia. ¡Pero qué Papa tenemos!, me decía un buen amigo
musulmán. Le recordaba que era el obispo de Roma y pastor de los cristianos. Su
respuesta fue contundente y admirable: «Un hombre bueno y justo nos pertenece a
todos». Jesucristo es el justo y el misericordioso.
¿Qué hacen los misioneros? Ponerse
cerca de las gentes que no conocen a Jesucristo. Que lo vean en sus obras y
perciban en sus palabras un mensaje de alegría y de misericordia. Los hombres y
mujeres serán distintos, de costumbres y lenguajes diferentes, con creencias,
ritos y signos muy propios. Esto se ha de respetar, pero, sobre todo, querer a
las personas y no hipotecar su libertad, ni pretender que olviden su
idiosincrasia. Podemos convivir culturas diferentes, pero sin obligar a nadie a
prescindir de la suya.
Este año, aparte del acostumbrado
mensaje para el domingo mundial de las misiones, el Domund, el Papa ha
presentado a la Iglesia universal un misionero al que ha inscrito en el libro
de los santos: san Junípero Serra. El fraile franciscano que saliera de sus
queridas tierras mallorquinas para irse al nuevo mundo. «Supo vivir lo que es
“la Iglesia en salida”, esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para
compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus
costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos
aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y
acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando haciéndolos
sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa,
protegiéndola de cuantos la habían abusado». Así hablaba el Papa en la homilía
de la canonización de fray Junípero.
En el mensaje para el día de las
misiones, el Papa Francisco ha querido resaltar la dimensión misionera de la
vida consagrada, es decir, de aquellos hombres y mujeres que reafirman su
vocación cristiana con unos compromisos particulares. Órdenes y congregaciones
religiosas especialmente dedicadas a la obra de la evangelización de los
pueblos, es decir, a los que todavía no han llegado la palabra y el testimonio
de Cristo. Ellos siembran amor y recogen amor. Como ponen mucho amor a Dios y a
las gentes, la cosecha se asegura muy abundante.
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