27 oct 2015

Votos en el Sínodo, doctrina y salvación de las almas

Vatican Insider, 10/26/2015
Votos en el Sínodo, doctrina y salvación de las almas
Texto de ANDREA TORNIELLI
Terminó el Sínodo, el párrafo más controvertido que contenía una significativa apertura hacia los divorciados que se han vuelto a casar y la posibilidad de que se acerquen a los sacramentos (aunque sin mencionar explícitamente la comunión) fue aprobado con 178 votos a favor, 80 en contra y 7 abstenciones. Un solo voto más con respecto a las dos terceras partes necesarias, pero que marca para este pasaje del documento final una mayoría cualificada, necesaria según las reglas, para poder declarar un texto como expresión plena del Sínodo.

Durante los últimos dos días de la asamblea, después de la entrega a los padres sinodales del texto (para que lo discutieran entre sí y propusieran enmiendas), algunos exponentes clave de la minoría llamada «rigorista» (en contra de cambios en materia de disciplina sacramental para los divorciados que se han vuelto a casar) elogiaron el documento. Habían abiertamente declarado que no contenía «cambios doctrinales» y que, por lo tanto, pedía obtener un consenso. Pero, en realidad, se preparaban para expresar su desacuerdo en el momento de la votación, esperando en que no alcanzara el quórum; pero hubo una sorpresa que habrá causado clamor.

Esta minoría que pudo contar en particular con los votos de los padres sinodales de los países del este de Europa, de África y, en ciertos casos, de Estados Unidos, esperaba que en el aula no se obtuviera la mayoría de las dos terceras partes para el párrafo dedicado al discernimiento caso por caso en relación con los divorciados que se han vuelto a casar, en vista de una eventual admisión a los sacramentos, a pesar de que el texto hubiera sido estudiado y pulido con la intención de obtener justamente el mayor consenso. Y, a pesar de que se basaba en la propuesta que afinaron en el círculo alemán en el que se confrontaron y después llegaron a un acuerdo unánime sobre un texto común teólogos como el cardenal Walter Kasper, Christoph Schönborn y Gerhard Ludwig Müller.
Al final del primer Sínodo sobre la familia, en octubre de 2014, los pasajes más controvertidos del documento final obtuvieron solamente la mayoría de los votos de los padres sinodales, pero no la mayoría cualificada que los habría convertido en textos plenamente aprobados. Después de semanas en las que algunos blogs, sitios y periódicos cercanos al grupo llamado «rigorista» seguían repitiendo que la mayoría de los padres estaba en contra de la apertura sobre los divorciados que se han vuelto a casar, se trató de hacer lo mismo que el año pasado durante el voto. Pero esta vez, aunque fuera por un pelo, incluso el párrafo 85 fue aprobado plenamente por los padres sinodales con la mayoría de las dos terceras partes exigidas.
Y así quienes ahora minimizar el resultado de la votación, haciendo notar que sobre estos aspectos no se trata de hacer cálculos como en las mayorías parlamentarias (fue justamente Papa Francisco al principio quien recordó que el Sínodo no era un Parlamento) habrían festejado hablando de fracaso si aquel párrafo 85 no hubiera obtenido las dos terceras partes por la falta de un voto o dos.
Durante siglos, con debates a veces lacerantes, la Iglesia ha discutido en su interior sobre cuestiones doctrinales delicadísimas relacionadas con el dogma de la fe. El magisterio de los Papas, sus encíclicas y sus discursos han profundizado muchas cuestiones más o menos cruciales y sobre muchas cuestiones han cambiado de actitud. Basta recordar la encíclica «Mirari vos» de Gregorio XVI, que condenó la libertad de pensamiento y la libertad de prensa, y compararla con el magisterio de Pío XII, para ver todo lo que se avanzó en la relación entre la Iglesia y el mundo contemporáneo en 100 años.
Los que hoy consideran cada coma aperturista como un «caballo de Troya» para destruir a la familia y el matrimonio cristiano, deberían tomar nota de que en las sociedades occidentales (y son las estadísticas las que hablan) el matrimonio y la familia están ya bajo ataque. Justamente por esto se hizo tan necesaria la reflexión de dos Sínodos. Y ha cambiado el contexto social, han cambiado las costumbres, la sociedad es cada vez más «líquida», relativista, secularizada.
La Iglesia no persigue al mundo, sino se pregunta cómo anunciar al mundo su Evangelio en un contexto profundamente cambiado. Si hay nuevos fenómenos, situaciones radicalmente cambiadas, un número cada vez mayor de personas que viven en condiciones irregulares, la Iglesia no puede no plantearse la cuestión de cómo alcanzarlas, acompañarlas, hacerles sentir el abrazo de la misericordia de Dios, tratar de salir a su encuentro. Preocuparse sobre todo por la «salud animarum» de la salvación de las almas, que siempre ha sido (o debería siempre ser) el criterio que guía cada reforma de la Iglesia. ¿Se podía dar un paso hacia la dirección de los divorciados que, a pesar de sus condiciones, viven la experiencia cristiana, que tal vez han encontrado verdaderamente la fe solo después de una segunda unión, y que desean los sacramentos? ¿Se podía dar un paso hacia esta dirección teniendo en cuenta toda la Tradición, sin concentrarse solo en visiones teológicas sugestivas pero que no debían ser automáticamente consideradas como la doctrina de la Iglesia?
En materia de matrimonio, durante casi doce siglos la Iglesia no ha tenido una reflexión teológica, y, cuando comenzó a reflexionar al respecto, a cuestión fue encomendada más bien a los canonistas, es decir a los expertos en derecho, y no a los teólogos. Solamente en épocas más recientes se han considerado profundamente otros aspectos. También en ámbito matrimonial, en materia de enseñanzas sobre la moral sexual, ha habido cambios significativos. Fue Pío XII, en los años cincuenta del siglo pasado, quien, contra la opinión del Santo Oficio, decidió abrir a los métodos naturales para la paternidad responsable, es decir la posibilidad para los esposos de distanciar los nacimientos de los hijos mediante el cálculo de los períodos de fertilidad de la mujer y la abstinencia de las relaciones en esos períodos. El inmediato predecesor de Papa Pacellí, Pío XI, en la encíclica «Casti connubii» (1930) prohibía esa posibilidad. Por no hablar de los que se indica en la constitución conciliar «Gaudium et spes», que añade, con el objetivo de la procreación en el matrimonio, el aspecto del «don de sí» que los cónyuges intercambian uniéndose carnalmente.
Y Juan Pablo II, en la encíclica «Familiaris consortio» (1981) afirmó que si dos divorciados que se han vuelto a casar no pueden separarse debido a condiciones objetivas, y que si permanecen juntos «como hermano y hermana», es decir absteniéndose de las relaciones sexuales, pueden comulgar. Es un cambio significativo, puesto que el hecho de convivir para un hombre y un mujer que no están unidos por un vínculo matrimonial sacramental era considerado hasta pocos años antes como un «público concubinato» y una situación de «adulterio» permanente.
La Iglesia, desde hace ya tiempo, no considera de manera automática como un pecado grave el estado de los divorciados que se han vuelto a casar. Y habría que precisar, principalmente, que la separación y el divorcio no saben ser considerados en sí un pecado: hay confesores que podrían ser llamados «conservadores» que, frente a determinadas situaciones, por el bien de uno de los cónyuges o de los hijos, sugieren a veces la separación. Y después de la «Familiaris consortio», que habla de la posibilidad de acceder a la comunión para los divorciados que se han vuelto a casar y que se abstienen de tener relaciones sexuales, es evidente que tampoco la condición de estos últimos, que después de un primer matrimonio sacramental que salió mal contrajeron un matrimonio civil, puede ser considerada en sí misma como pecaminosa.
Una cosa era, por ejemplo, la percepción hacia los que vivían como «concubinos» en la Italia de 1950, cuando no existía el divorcio y los valores cristianos estaban entretejidos en la sociedad. Otra percepción es la que existe hoy, en un tiempo en el que, al leer los periódicos, parecería que los únicos que se quieren casar son solo algunos sacerdotes y algunos homosexuales.
Después, justamente con base en las enseñanzas de Papa Wojtyla, es evidente que lo que es pecado, para los divorciados que se han vuelto a casar, no es haber encontrado un nuevo o una nueva compañera, que tal vez los ayuda a salir de la desesperación de un primer matrimonio fracasado o que fue decisivo para cuidar a los hijos de esa primera unión, etc… Lo que se considera pecado son los actos sexuales vividos en estas uniones. El problema es solo uno: el ejercicio de la sexualidad. Para la Iglesia, que cree firmemente en la indisolubilidad del matrimonio sacramental, cuando este se ha dado verdaderamente, esas relaciones carnales no son lícitas.
La nueva reflexión que propone el texto final del Sínodo que fue votado por dos terceras partes de los padres sinodales está, en realidad, arraigado en la Tradición Recuerda, efectivamente, con el Catecismo de la Iglesia católica a la mano, que «la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden ser disminuidas o anuladas» debido a diferentes condicionamientos. Por lo tanto, «el juicio sobre una situación objetiva», por ejemplo, la de los divorciados que viven en una segunda unión, «no debe llevar a un juicio sobre la ‘imputablidad’ subjetiva». En determinadas circunstancias «las personas encuentran grandes dificultades para actuar de manera diferente». Como consecuencia, «aún sosteniendo una norma general, es necesario reconocer que la responsabilidad con respecto a determinadas acciones o decisiones no es la misma en todos los casos. El discernimiento pastoral, incluso teniendo en cuenta la conciencia rectamente formada de las personas, debe encargarse de estas situaciones. También las consecuencias de los actos cumplidos no son necesariamente las mismas en todos los casos».
¿Qué significa? Significa aplicar también al sexto mandamiento, «No cometerás adulterio», es decir incluso el pecado de las relaciones sexuales en la segunda unión, la posibilidad de atenuantes que lo hacen menos grave. Exactamente como está previsto para los demás mandamientos y para los demás pecados. En ninguna parte se dice que la segunda unión de dos personas debe ser considerada automáticamente «adulterio», tal vez después de 10, 20 o 30 años de vida común y fidelidad recíproca, amor hacia los hijos (tanto del primer como del segundo matrimonio) sacrificio y donación de sí, vida buena y, tal vez, empeño en la comunidad cristiana. Hoy, el hombre casado que cae en la tentación y va con una prostituta, puede recurrir al confesor, ser absuelto y hacer la comunión. Mientras que la mujer que después de pocos años de matrimonio fue abandonada por el marido y ha encontrado un nuevo compañero dispuesto a acogerla a ella y a sus niños pequeños, cuidándolos, no puede comulgar a menos que no se proponga abstenerse de tener relaciones sexuales, incluso si no fue ella la culpable de la ruptura del primer vínculo y vive fielmente esta nueva relación sigilada por el matrimonio civil.
La vía del discernimiento con base en criterios establecidos por el obispo no representa para nada «malbaratar» la doctrina católica sobre la indisolubilidad matrimonial. Tampoco significa establecer una nueva disciplina sacramental que prevea alguna forma de automatismo para todos los divorciados que se han vuelto a casar y que desean acercarse a los sacramentos. La eucaristía no es un derecho que debe ser reivindicado. Pero tampoco es un premio para los perfectos. Es una medicina para los enfermos. Para esos «enfermos», los pecadores, Jesús se encarnó y murió en la cruz para después resucitar al tercer día. Por cada uno de estos «enfermos» que da un paso hacia el Señor, se hace una fiesta en el Cielo, según enseñó Jesús.
En el párrafo 85 del documento final no se insiste tampoco en la codificación de un recorrido penitencial para los divorciados que se han vuelto a casar: hacerlo habría significado dar a entender que al final del recorrido, a pesar de todo, se habría llegado a la meta de los sacramentos. Por el contrario, hablar de «discernimiento», de evaluar caso por caso, de una evaluación objetiva y subjetiva de las diferencias situaciones, de consciencia, de relación con el confesor, refleja profundamente los criterios de la doctrina clásica sobre los que reflexionó santo Tomás; este último explicaba que en cuanto más se va a los particulares, más es necesario el discernimiento prudencial. Porque las historias, los dramas, las vidas de las personas no son todas iguales ni pueden ser catalogadas, definidas, incluidas y evaluadas solo con base en «cuadrículas doctrinales».
El alcance de lo que sucedió en el Sínodo ahora es minimizada, en los medios de comunicación, tanto por los que esperaban hasta el final que no pasara ese párrafo para debilitar cualquier apertura, como por los comentadores aperturistas, desilusionados por el hecho de que el Sínodo hubiera concedido demasiado poco en esta materia. Así, una vez más, en el (corto) circuito de los medios de comunicación, los dos opuestos se tocan y, en el fondo, concuerdan. No son capaces de apreciar que ese «caminar juntos» del Sínodo, esa mirada auténticamente evangélica de una Iglesia que, profundamente fiel a la enseñanza de su Señor, busca cualquier camino para acercarse, acoger reintegrar, abrazar, perdonar, incluir. Sin imposiciones desde fuera, sin ceder a las «agendas» de los llamados «progres» o a los miedos de los «rigoristas». Consciente de que la verdadera defensa de la doctrina radica en defender el espíritu, no la letra. Y, sobre todo, consciente de que el cristianismo, es decir el encuentro con una persona, no puede ser nunca reducido solo a puro sistema doctrinal, teoría o, peor, ideología.


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