22 nov 2015

París: una ciudad que resiste/

París: una ciudad que resiste/
Revista Semana, 21 de septiembre de 2015
Después de los atentados, los franceses viven entre la angustia y la esperanza de recuperar la vida apacible que los terroristas de Estado Islámico ensangrentaron. Crónica.
El jueves de esta semana Tom Wallop descubrió que tenía un fragmento de bala incrustado en la parte superior de su pierna izquierda. Este joven de 23 años, estudiante de comunicación en La Sorbona, solo sintió una picadura poco después de que tres hombres entraron a la sala de concierto Bataclan y dispararon sin piedad, en la peor masacre de la historia francesa. Luego de ir a declarar al 36 quai des Orfèvres, sede de la Policía, y de someterse a un chequeo médico, se dio cuenta que hacía parte de las personas heridas durante el ataque y que era necesaria una operación para sacar el proyectil. Ir a un concierto de Eagles of the Death Metal se volvió, en el París amenazado por los fanáticos de un Alá desfigurado, arriesgar la vida y asistir al horror.
 Varios días después de los hechos, París parece inmerso en un combate para no sucumbir a la tristeza. Tom insiste en seguir viviendo de la misma forma que antes, hace parte de la lucha contra el terrorismo. “Si nos quitan la sonrisa, ellos ganan. Quieren que tengamos miedo, quieren herirnos. Pero debemos resistir”, dijo a SEMANA. En efecto, los tres terroristas que llegaron a Bataclan no acallaron la jovialidad de este muchacho de Angers, quien cuenta su historia con tranquilidad. A pesar de que solo han pasado unos cuantos días, cualquiera diría que Tom no fue afectado por el rostro pálido y rígido del terrorista que se puso de pie a cuatro metros de él y de su amigo Arthur, con el dedo en el gatillo de la Kaláshnikov, buscando sobrevivientes. Pareciera que los gritos de las víctimas y el silencio de la muerte no lo hubieran lacerado.

¿Acaso se trata de un mecanismo de defensa? Luego de escapar de Bataclan y de haber sido resguardados en un edificio aledaño, Tom y Arthur llamaron a unos amigos para que los recogieran en moto. “En mi apartamento nos miramos, nos abrazamos y gritamos ‘¡Estamos vivos, estamos vivos!’”. Luego, con la adrenalina en las venas, se fueron a tomar en el bar Le Val Royal, en el distrito trece, donde fueron recibidos como héroes. Fueron a ahogar en los tragos el trago amargo de la muerte. A festejar su suerte.
La mayoría de las víctimas, 130 muertos, más de 350 heridos, eran estudiantes como Tom o jóvenes empleados, veinteañeros y treintañeros que cayeron bajo las balas de tres cuadrillas de terroristas que atacaron el Estadio de Francia, la sala de espectáculos Le Bataclan, el bar Le Carillon, los restaurantes Le Petit Cambodge y La Casa Nostra, los cafés La Belle Équipe, la Bonne Bière y el Comptoir Voltaire. Todos estos lugares, a excepción del estadio, quedan en el este de la capital, el corazón del París joven. Se trata  de un golpe simbólico a la libertad europea, a la vida nocturna parisina, despreocupada y hedonista, de terrazas en los cafés, vino, flirteo, sexo, tabaco y música. Esa juventud urbana, cosmopolita, laica y abierta que vive y goza en la “capital de las abominaciones y de la perversión”, según el comunicado de prensa de Estado Islámico que reivindica los atentados.
 Al día siguiente de los ataques, las calles estaban tristes y vacías. En el metro, donde las miradas son tradicionalmente esquivas, las personas se escrutaban silenciosamente, con desconfianza. Las terrazas, en general llenas de jóvenes hasta el amanecer, estaban vacías. Muchos restaurantes y tiendas habían cerrado. Los días siguientes, motivados por la necesidad de elaborar el duelo, los parisinos salieron espontáneamente a las calles. La plaza de la República, el principal lugar de las manifestaciones del 11 de enero contra el terrorismo, se fue llenando poco a poco de velas y flores, de cantos, lágrimas y de marsellesas desenvueltas o austeras. Al frente o en las cercanías de los bares y restaurantes atacados, centenares de personas se reunieron en un respetuoso silencio. Algunos intentaron reír y hacer reír. Una nota al frente de Le Petit Cambodge decía: “No te metas con mi Bo-Bun” (un plato asiático servido en ese restaurante). También se vieron carteles con un “Je suis en terrasse” con la misma tipografía de “Je suis Charlie”. Durante toda la semana, los parisinos fueron a estos lugares para recogerse, como peregrinos en busca de paz.
 Como acto de resistencia, muchos jóvenes han llamado a los parisinos a invadir las terrazas, a tomar vino y a fumar. El hashtag #OccupyTerrasse se volvió popular en Twitter. En Facebook se creó un grupo para hacer una orgía en la plaza de la República y otro para poner música a todo volumen todos los días a las siete de la noche, con las ventanas abiertas. Algunos, más sobrios, aún tiemblan al pensar en lo que pasó. “No tengo ganas de tomarme un trago en una terraza, más por pudor que por miedo. Temo que se olvide rápidamente lo que sucedió…”, afirmó a esta revista Quentin Broué, urbanista de 29 años que salía seguido a esa zona. “Aunque bueno, anoche fui al concierto de Chilly Gonzales en el Théâtre des Folies Bergère y había una muy buena onda, la sala estaba llena. Tú sentías que había una solidaridad impresionante. La gente quería encontrarse y disfrutar al máximo en honor a otros que no podrán jamás hacerlo”, relató.
 Aurélie*, psicóloga de 31 años, sabe más que nadie lo difícil que va a ser para muchos recuperarse de ese trauma. Con unos colegas, luego de los ataques, organizó en un café de la rue de la Folie-Méricourt, en el distrito once, una célula de ayuda psicológica para los parisinos, vecinos, familiares y víctimas directas de los ataques. “Se trataba de un espacio para contener el colapso; un momento para intentar convertir en palabras lo impensable”, dijo  a SEMANA. “En una gran sala, durante una hora y media, las personas se expresaron libremente. Compartían sus historias con mucho dolor. Es difícil tomar la palabra porque es imposible encontrarla”. Otras células han sido instaladas en las alcaldías de los distritos de París y los hospitales.
 Frente a la ausencia de palabras, hay quienes eligen las imágenes. Daniel Makonnen, un parisino de 30 años, no tuvo otra opción que hacer algunos dibujos de la vida cotidiana de su ciudad para controlar su desconsuelo. “Anoche regresé del trabajo y comencé a hacer dibujos estúpidos. No logro creer  que hayan matado a toda esa gente y si no hago nada mi cabeza va a explotar de tristeza”, escribió en Facebook, donde compartió sus creaciones. En uno de sus bosquejos, se ve la terraza Le Carillon y los parisinos con sus conversaciones típicas, frívolas: “Voy a tener 30 en dos meses. Sí, se siente raro. Empiezas a pensar en cosas…”, dice un joven con camiseta a rayas. “¿Y entonces? ¿Te gusta?”, le pregunta una mujer a su amigo, quien le responde: “Es buena gente, pero es feo”.
 A mediados de la semana, cuando los franceses se sentían un poco más seguros luego del anuncio de las medidas radicales del presidente François Hollande para defenderlos, la operación policial lanzada para dar de baja al belga Abdelhamid Abaaoud, sospechoso de ser el cerebro detrás de los atentados, les recordó que, como dijo el mandatario, Francia está en guerra.
 Abaaoud no se encontraba en Siria, como se creía, sino atrincherado en un apartamento en Saint-Denis, comuna popular del norte de París, célebre por el estadio y en cuya basílica yacen los restos de los reyes de Francia. Las fuerzas del orden, luego de preparar un perímetro de seguridad de 500 metros alrededor de la zona de intervención, dieron la orden de entrar a dos apartamentos, uno en la calle Corbillon y el otro en el bulevar Carnot. En el primero, dos personas fueron detenidas rápidamente. En el segundo, cinco sospechosos recibieron a las autoridades con ráfagas de disparos y granadas. Otro activó su chaleco explosivo. Al final, las fuerzas especiales necesitaron 110 hombres, siete horas y 500.000 municiones para finalizar la operación, dar de baja a tres terroristas y capturar a ocho personas. Diesel, una pastora belga de siete años, fue la única baja de la Policía. En la tarde del jueves, se dio a conocer que, entre los muertos, se encontraba el siniestro Abaaoud.
 Ese mismo día, el gobierno decidió cancelar las grandes manifestaciones por el medioambiente que iban a tener lugar el 29 de noviembre y el 12 de diciembre. La conferencia por el clima (COP 21), a la que asistirán al menos 120 líderes mundiales, sigue en pie y va a desarrollarse entre esas dos fechas. Pero las autoridades quieren limitar al máximo los riesgos. El mundo no podrá ver, como  luego de los atentados de Charlie Hebdo, decenas de jefes de Estado caminando lado a lado como gesto de solidaridad. Hasta las marchas, fundamento del ADN social francés, se han visto perturbadas.
 En este clima de guerra, los galos resisten a su manera. Mientras se conmueven y se recogen silenciosos, también beben y fuman en las terrazas de los cafés como acto de intransigencia, escuchan música como protesta y hacen el amor para condenar el miedo. Esperan, optimistas y temerosos, que el enemigo no destruya ese modo de vida “pervertido” que han construido durante siglos. In Shaa Allah (si Dios lo quiere).

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