4 mar 2012

Las cartas


Querid@/Juan Cruz 
Publicado en EL PAÍS, 09/07/10.
Pedro Salinas, el autor de La voz a ti debida, sintió el impulso irrefrenable de defender la escritura de cartas (cosa que hace con reconfortante brillantez en El defensor) cuando leyó, en una oficina de correos de Nueva York, a principios de la década de los cuarenta del pasado siglo, este anuncio publicitario: “No escribáis cartas, poned telegramas”.
El poeta afiló el cuchillo y gastó más de 200 páginas de su inspiración para defender, como una conquista de la civilización, la pausa que supone la escritura de cartas. Él escribió muchas, y algunas fueron tan íntimas que no se han podido publicar hasta mucho después de su muerte; y no soportó que, en la instalación de una nueva manera de comunicarse, los norteamericanos (y, por tanto, el mundo entero) estuvieran degradando la nobleza pausada de las cartas frente a la urgencia letal de los telegramas.

A veces pensamos que las polémicas que avivamos nosotros son polémicas de ahora mismo, cuando todas tienen en realidad un pie en el pasado. Lo que Salinas sintió ante la lucha del telegrama frente a la carta es lo mismo que muchos sienten ahora cuando la carta sucumbe ante el poder espectacular del correo electrónico. Sufren las plumas y los bolígrafos, y sufre, en general, el papel carta. Pero la batalla está perdida, y no habrá un Salinas que salga, como don Pedro, a defender lo que ya está casi definitivamente vencido.
Los mismos argumentos que el altísimo poeta esgrimía para abrazar su concepto de las cartas como expresión máxima de la cultura del sentimiento y de la pausa, se han hecho ahora (y se continúan haciendo) para prevenir del (mal) uso de la forma más moderna de las cartas, los emails. La gente cree que estos correos electrónicos han desmejorado la comunicación por carta; estiman que cuando ya no nos comuniquemos como por carta todos saldremos perdiendo: ya no comunicaremos sentimientos, sino recados.
Bryce Echenique tiene una novela, La amigdalitis de Tarzán, que transcurre enteramente como una correspondencia amorosa, y a veces no tan amorosa. En algún momento, Bryce incluye esta traslúcida reflexión: “Éramos mejores por carta”. Salinas dice lo mismo: las cartas nos hacen mejores; reflejan un pulso que es imposible hallar en la voz; y cómo vas a hallar en la voz escrita con la tinta de lo virtual lo mismo que hallarías en la caligrafía diferente de cada amante, de cada novio, de cada corresponsal cuyo pulso sea el titubeo que ya sabes que tienen las personas que te escriben de amor o de despedida.
La disyuntiva a la que se refería don Pedro estaba entre las cartas y los telegramas; ahora la discusión está entre las cartas ya languidecientes, los correos electrónicos y los SMS. Es improbable que ahora haya anuncios (en el supuesto de que existan oficinas de Correos tal como las conoció Salinas) proponiendo esa alternativa. Es evidente que los correos electrónicos sirven para una cosa y los SMS tienen su nicho en otro renglón. Pero no hay tanta diferencia. Los correos electrónicos alcanzan el prestigio de las explicaciones: te escribo y además te explico, y luego me despido. Los SMS te dicen, y punto: quedamos, no quedamos, me quieres, no me quieres. En los correos electrónicos hay una revelación un poco más sentimental, y por tanto más barroca; la formulación se parece a las cartas antiguas (¡antiguas!), pero el desarrollo adquiere los ribetes de lo provisional o urgente: buenos días, soy fulanito, te escribo porque te necesito. Y punto final. Las cartas tal como las conoció Salinas eran explicaciones en las que se incluían titubeos. Él decía que con los telegramas parecía que no había tiempo que perder. Pues como ahora: ahora no hay tiempo que perder. Pero perdemos mucho tiempo queriendo llegar antes.
Antes había un tiempo de espera, temerosa o ilusionada. La espera ya no existe: la caricia o el mandoble llegan casi al tiempo que se escriben, y ese aire de ventolera ha añadido ansiedad a la vida, como si no hubiera pausa para pensar: ¿qué me dirá?
Salinas decía que lo bueno de la escritura de cartas era la relación de la mano con el papel, que sustituía la propia mano del otro; era como una caricia pospuesta, que el otro recibía al encontrarse en su buzón con el papel que tan amorosamente (o enemistosamente, vete a saber) le había enviado el otro.
Durante un tiempo de mi vida fui el escritor de cartas de mi barrio, en Tenerife. Las mujeres cuyos maridos habían emigrado a Venezuela me iban a dictar sus cartas. Todas dictaban estos renglones al principio: “Me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aquí muy bien, gracias a Dios”. Después de ese comienzo reglado, aquellas mujeres a las que la posguerra y su miseria sumieron en una determinada clase de viudedad pasaban a relatar el índice terrible de sus dramas. No sé cómo serían ahora esas cartas, pero seguro que ahora los medios nuevos las han hecho innecesarias.
En fin. A Juan Carlos Onetti le preguntó una vez un periodista de qué iba su novela Cuando ya no importe, que fue la última. Y dijo: “Si tuviera que resumirla, en vez de una novela hubiera escrito un telegrama”. Pues eso, ahora un telegrama o SMS o email vale más que mil palabras, para cabreo de los que, como a Pedro Salinas, les gustaba oler lo que venía dentro de los sobres de las cartas.

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