Asunción, Paraguay, a 12 Julio de 2015
El papa Francisco presidió este domingo 12 de julio una Misa en el Campo de Ñu Guazú, en Asunción, en el último día de
su visita apostólica a este país sudamericano.
A
continuación el texto completo.
«El
Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto», así dice el Salmo
(84,13). Esto estamos invitados a celebrar, esa misteriosa comunión entre Dios
y su Pueblo, entre Dios y nosotros. La lluvia es signo de su presencia en la
tierra trabajada por nuestras manos. Una comunión que siempre da fruto, que
siempre da vida. Esta confianza brota de la fe, saber que contamos con su
gracia, que siempre transformará y regará nuestra tierra.
Una
confianza que se aprende, que se educa. Una confianza que se va gestando en el
seno de una comunidad, en la vida de una familia. Una confianza que se vuelve
testimonio en los rostros de tantos que nos estimulan a seguir a Jesús, a ser
discípulos de Aquel que no decepciona jamás. El discípulo se siente invitado a
confiar, se siente invitado por Jesús a ser amigo, a compartir su suerte, a
compartir su vida. «A ustedes no los llamo siervos, los llamo amigos porque les
di a conocer todo lo que sabía de mi Padre» (Jn 15,15). Los discípulos son
aquellos que aprenden a vivir en la confianza de la amistad.
El
Evangelio nos habla de este discipulado. Nos presenta la cédula de identidad
del cristiano. Su carta de presentación, su credencial.
Jesús
llama a sus discípulos y los envía dándoles reglas claras, precisas. Los
desafía con una serie de actitudes, comportamientos que deben tener. Y no son
pocas las veces que nos pueden parecer exageradas o absurdas; actitudes que
sería más fácil leerlas simbólicamente o «espiritualmente». Pero Jesús es bien
claro. No les dice: «Hagan como que» o «hagan lo que puedan».
Recordemos
juntos esas recomendaciones: «No lleven para el camino más que un bastón; ni
pan, ni alforja, ni dinero... permanezcan en la casa donde les den alojamiento»
(cf. Mc 6,8-11). Parecería algo imposible.
Podríamos
concentrarnos en las palabras: «pan», «dinero», «alforja», «bastón»,
«sandalias», «túnica». Es lícito. Pero me parece que hay una palabra clave, que
podría pasar desapercibida frente a la contundencia de las que acabo de
enumerar. Una palabra central en la espiritualidad cristiana, en la experiencia
del discipulado: hospitalidad. Jesús como buen maestro, pedagogo, los envía a
vivir la hospitalidad. Les dice: «Permanezcan donde les den alojamiento». Los
envía a aprender una de las características fundamentales de la comunidad
creyente. Podríamos decir que cristiano es aquel que aprendió a hospedar, que
aprendió a alojar.
Jesús,
no los envía como poderosos, como dueños, jefes, cargados de leyes, normas; por
el contrario, les muestra que el camino del cristiano es simplemente
transformar el corazón. El suyo y ayudar
a transformar el de los demás. Aprender a vivir de otra manera, con otra ley,
bajo otra norma. Es pasar de la lógica del egoísmo, de la clausura, de la lucha,
de la división, de la superioridad, a la lógica de la vida, de la gratuidad,
del amor. De la lógica del dominio, del aplastar, manipular, a la lógica del
acoger, recibir y cuidar.
Son
dos las lógicas que están en juego, dos maneras de afrontar la vida y de
afrontar la misión.
Cuántas
veces pensamos la misión en base a proyectos o programas. Cuántas veces
imaginamos la evangelización en torno a miles de estrategias, tácticas, maniobras,
artimañas, buscando que las personas se conviertan en base a nuestros
argumentos. Hoy el Señor nos los dice muy claramente: en la lógica del
Evangelio no se convence con los argumentos, con las estrategias, con las
tácticas, sino simplemente aprendiendo a alojar, a hospedar.
La
Iglesia es madre de corazón abierto que sabe acoger, recibir, especialmente a
quien tiene necesidad de mayor cuidado, que está en mayor dificultad. La
Iglesia, como la quería Jesús, es la casa de la hospitalidad. Y cuánto bien podemos
hacer si nos animamos a aprender el lenguaje de la hospitalidad, del acoger.
Cuántas heridas, cuánta desesperanza se puede curar en un hogar donde uno se
pueda sentir recibido. Para eso hay que tener las puertas abiertas sobre todo
las puertas del corazón.
Hospitalidad
con el hambriento, con el sediento, con el forastero, con el desnudo, con el
enfermo, con el preso (cf. Mt 25,34-37) con el leproso, con el paralítico.
Hospitalidad con el que no piensa como nosotros, con el que no tiene fe o la ha
perdido y a veces por culpa nuestra. Hospitalidad con el perseguido, con el
desempleado. Hospitalidad con las culturas diferentes, de las cuales esta
tierra paraguaya es tan rica. Hospitalidad con el pecador porque cada uno de
nosotros también lo es.
Tantas
veces nos olvidamos que hay un mal que precede a nuestros pecados. Hay una raíz
que causa tanto pero tanto daño y que destruye silenciosamente tantas vidas.
Hay un mal, que poco a poco, va haciendo nido en nuestro corazón y «comiendo»
nuestra vitalidad: la soledad. Soledad que puede tener muchas causas, muchos
motivos. Cuánto destruye la vida y cuánto mal nos hace. Nos va apartando de los
demás, de Dios, de la comunidad. Nos va encerrando en nosotros mismos.
De
ahí que lo propio de la Iglesia de esta madre, no sea principalmente gestionar cosas, proyectos,
sino aprender a vivir la fraternidad con los demás. Es la fraternidad acogedora
el mejor testimonio que Dios es Padre, porque «de esto sabrán todos que ustedes
son mis discípulos, si se aman los unos a los otros» (Jn 13,35). De esta manera
Jesús, nos abre a una nueva lógica. Un horizonte lleno de vida, de belleza, de
verdad, de plenitud.
Dios
nunca cierra horizontes, Dios nunca es pasivo a la vida, nunca es pasivo al
sufrimiento de sus hijos. Dios nunca se deja ganar en generosidad. Por eso nos
envía a su Hijo, lo dona, lo entrega, lo comparte; para que aprendamos el
camino de la fraternidad, el camino del don. Es definitivamente un nuevo
horizonte, es una nueva Palabra para tantas situaciones de exclusión,
disgregación, encierro, aislamiento. Es una Palabra que rompe el silencio de la
soledad.
Y
cuando estemos cansados o se nos haga pesada la tarea de evangelizar es bueno
recordar que la vida que Jesús nos propone, responde a necesidades más hondas
de las personas, porque todos hemos sido creados para la amistad con Jesús y
para el amor fraterno (cf. Evangelii Gaudium 265).
Hay
algo que es cierto, no podemos obligar a nadie a recibirnos, a hospedarnos; es
cierto y es parte de nuestra pobreza y de nuestra libertad. Pero también es
cierto que nadie puede obligarnos a no ser acogedores, hospederos de la vida de
nuestro Pueblo. Nadie puede pedirnos que no recibamos y abracemos la vida de
nuestros hermanos especialmente la vida de los que han perdido la esperanza y
el gusto por vivir. Qué lindo es imaginarnos nuestras parroquias, comunidades,
capillas, donde están los cristianos, no con las puertas cerradas sino como
verdaderos centros de encuentro entre nosotros y con Dios.
La
Iglesia es madre, como María. En ella tenemos un modelo. Alojar, como María,
que no dominó ni se adueñó de la Palabra de Dios sino que, por el contrario, la
hospedó, la gestó, y la entregó.
Alojar
como la tierra que no domina la semilla, sino que la recibe, la nutre y la
germina.
Así
queremos ser los cristianos, así queremos vivir la fe en este suelo paraguayo,
como María, alojando la vida de Dios en nuestros hermanos con la confianza, con
la certeza que: «El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto».
Que así sea.
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