25 sept 2016

Ayotzinapa. Mentira histórica. Estado de impunidad,

Revista Proceso # 2092, 24 de septiembre de 2016...
Y los militares, premiados/TÉMORIS GRECKO
Publicada por Ediciones Proceso, Ayotzinapa. Mentira histórica. Estado de impunidad, impunidad de Estado, es la investigación más completa y profunda sobre la noche de Iguala en todas sus dimensiones: desde su contexto regional e histórico hasta su plano trasnacional. Su foco alumbra directamente sobre los crímenes cometidos antes, durante, después y mucho después de la jornada sangrienta del 26 al 27 de septiembre de 2014. El destino de los 43 desaparecidos permanece oculto por el encubrimiento de las autoridades, pero este libro permite comprender, entre otras cosas, por qué atacaron a los normalistas, cuáles son las evidencias del involucramiento del Ejército y de otras autoridades federales… Aquí se adelanta un capítulo del volumen, que ya se encuentra en circulación.
El general de la noche de Iguala,nrecompensado con el poder
 “Conozco Guerrero y los retos que implica estar al frente del Ejército en el estado”, dijo el general Alejandro Saavedra Hernández cuando tomó posesión del mando de la 35 Zona Militar, de Chilpancingo. Hablaba por experiencia: había sido jefe de Estado Mayor de la Zona Militar vecina, la 27 de Acapulco, en 2004, bajo la comandancia del general José Vicente Arau Cámara, a quien se le atribuye haber mantenido cercanía con Mario Arturo Acosta Chaparro. Tras cumplir encomiendas en Zacatecas y Guanajuato, el general Saavedra regresaba en una ruta que en unos cuantos meses lo llevaría a acumular más poder que ningún otro hombre en la historia reciente del estado de Guerrero.

Era el 2 de junio de 2014. El 30 de junio acompañó a sus tropas para proveer seguridad perimetral a las del 102 Batallón en Tlatlaya, mientras realizaban las maniobras para encubrir la masacre de esa madrugada. El 26 y 27 de septiembre de ese año recibió información puntual y constante de lo que ocurría con los estudiantes que fueron a Iguala. Algunos de los reportes que le envió el coronel Rodríguez Pérez constan en el expediente. En contraste, la Sedena no ha proporcionado datos sobre las órdenes giradas por el general Saavedra a su subordinado. Tampoco se conoce la evaluación que ambos hicieron de los hechos. Nadie ha cuestionado al general sobre su rol en la designación y protección de los mandos de la policía corrupta de Cocula, que ahora están en la cárcel, ni por qué invitó al médico del hospital Cristina a conversar con él en el cuartel del 27 Batallón, ocultando su ingreso.
 El 20 de noviembre de 2014, el mismo día en que la indignación ciudadana por Ayotzinapa se expresó en una de las mayores manifestaciones populares que se recuerde, el presidente de la República, en ejercicio de una facultad exclusiva de su cargo, encabezó una ceremonia en el Campo Marte –el escenario militar de gala– en la Ciudad de México, en la que Alejandro Saavedra –con cinco compañeros– fue ascendido de general de brigada a general de división Diplomado de Estado Mayor. Un día después, los 43 estudiantes cumplieron ocho semanas desaparecidos.
 Sólo 10 días más tarde, y tras sólo cinco meses en el puesto, el general Saavedra sería honrado con una importante promoción a comandante de la IX Región Militar, que comprende las dos zonas militares estatales, las de Acapulco y Chilpancingo: era el nuevo jefe del Ejército en Guerrero.

Si su perfil indica algo sobre las prioridades que influyeron en la designación, no serían las de combatir al crimen organizado sino a las guerrillas y los movimientos sociales. Cuando se produjo en Chiapas el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en 1994, Saavedra tomó un curso de análisis de inteligencia estratégica en el Centro de Información y Seguridad Nacional, y después realizó otros en seguridad nacional y en análisis político.

Su proceso de acumulación de poder no se detuvo ahí. Menos de un año después, el 27 de octubre de 2015, el gobierno del presidente Peña Nieto dio el insólito paso de nombrarlo coordinador de la estrategia federal de seguridad para el estado: esto le dio el control, además del Ejército, de la Marina y de las fuerzas policiacas federales, estatales y de los numerosos municipios que accedieron a poner sus corporaciones bajo la autoridad del coordinador, con el programa llamado Mando Único.

(Por otro lado, el coronel José Rodríguez Pérez tuvo un forcejeo –casi pelea a puñetazos– con uno de los padres de los 43 normalistas, durante una protesta en la que los militares, con equipo antimotines, lanzaron gases lacrimógenos contra los manifestantes, el 16 de julio de 2015. Según la crónica del periodista Alejandro Guerrero, “ningún soldado secundó a su mando militar para enfrentar a los padres”. Trece días después, Rodríguez fue reemplazado en la comandancia del 27 Batallón por el coronel Álvaro Javier Juárez Vázquez y trasladado a las oficinas de Sedena en la Ciudad de México. El presidente Peña Nieto lo ascendió a general brigadier el 20 de noviembre de ese año.)

El general dice que los delitos bajan… pero suben

Pregunté a diversos observadores si existían antecedentes de alguien que se hubiera convertido en el hombre fuerte de Guerrero, a ese nivel. La referencia compartida fue la de Acosta Chaparro, a quien Rubén Figueroa Figueroa le entregó todas las fuerzas estatales para proseguir la Guerra Sucia. La diferencia, sin embargo, es grande: de los municipios, Acosta Chaparro sólo tenía bajo su autoridad directa a la policía de Acapulco; era comandante de la Dirección Federal de Seguridad (antecedente de la Agencia de Investigación Criminal) pero no el único en el estado; aunque estaba estrechamente asociado con el general Francisco Quirós Hermosillo, éste era el jefe local del Ejército, no Acosta Chaparro; y su posición dependía de un gobernador bien asentado en el cargo, el mismo Figueroa.

No es el caso del que está ahora: el gobernador priista Héctor Astudillo enfrenta una oposición política significativa en el estado y dentro de su propio partido. No le permitieron opinar sobre seguridad: el mismo día en que asumió su cargo, tuvo que hacerlo bajo el hecho consumado del encumbramiento de Saavedra: es un gobernador excluido de la toma de decisiones en las tareas de seguridad pública, una autoridad civil marginada por la militar. “No pude decir que no” a la designación del general, confesó ante la prensa.

En marzo de 2016 tuvo que callar su incomodidad ante la estrategia definida por los militares para Acapulco, que se enfocó en darle seguridad a la zona turística e ignoró los barrios de los cerros, donde se concentran los asesinatos y otras formas de violencia. El día 2 de ese mes, su fiscal general, Xavier Olea, le dio voz a la molestia de los civiles en una reunión con empresarios: “¿A poco creen que ver a marinos y soldados en la (avenida) Costera es muy bonito? Pues ahí están, aquí no va a pasar nada. ¿Por qué no los subimos arriba? Hay que subirlos a partirnos la madre arriba, no aquí, aquí no pasa nada: 0.5 de incidencia delictiva”. En un comunicado el día 3, la oficina de Saavedra Hernández descalificó a Olea porque “desconoce el operativo”, y ante la inesperada intervención directa de la Sedena, que explicó que la estrategia tomaba en cuenta “la fuente de empleo de muchos guerrerenses”, el gobernador tuvo que contradecir a su fiscal, esa misma tarde, y expresar su reconocimiento público a la labor del Ejército.

Igualmente, la primacía de Saavedra Hernández en el Operativo de Seguridad Tierra Caliente (el mismo que no tomó el control en Huitzuco y permitió que continuara actuando su policía, bajo dominio de Guerreros Unidos) se ratificó en enero de 2016, cuando ordenó el reemplazo de su comandante, el general Enrique Dena Salgado, por el general José Francisco Terán Valle, en una ceremonia realizada en el cuartel del 27 Batallón.

En marzo de 2016 el general en jefe y coordinador de todo se manifestó satisfecho, al declarar que “los operativos siguen dando buenos resultados” y que “los índices estatales (de delitos), todos los índices van a la baja”. Eso no es lo que señalan las estadísticas que provee el Sistema Nacional de Seguridad Pública, según se pudo constatar en una revisión hecha en mayo, utilizando como referencia las cifras de homicidios del primer cuatrimestre de cada uno de los últimos tres años: 555 en 2014, 627 en 2015, 692 en 2016.

La reacción del general Saavedra ha sido incrementar el peso de las Fuerzas Armadas: en Guerrero, la entidad más militarizada de la República desde los setenta, su poder crece cada día. Envían a soldados y marinos a resguardar las playas, el jefe de la policía acapulqueña es ahora un capitán de navío, y en esa ciudad, Chilpancingo e Iguala, los empleados de los C-4 fueron despedidos sin aviso previo para ser reemplazados por militares.

Era su instalación oficial en lo que ya habían ocupado en los hechos, como se sabe, al menos, por el antecedente del C-4 de Iguala, que estaba en manos de personal del 27 Batallón en esa jornada trágica de septiembre de 2014. En casos como éste, el Ejército no está tomando más poder: sólo está formalizando su dominio. Bajo la sombra del general de la noche de Iguala.

El Ejército infiltrado

Todos los policías con un rol clave en estos crímenes pasaron por el Ejército.

Salvador Bravo Bárcenas, detenido, entonces director de Seguridad Pública de Cocula al servicio de Guerreros Unidos, ingresó al Ejército como soldado en mayo de 1988 y se retiró en enero de 2010, con el grado de sargento segundo. Sirvió en el 27 Batallón.

César Nava González, detenido, entonces subdirector de Seguridad Pública de Cocula, al servicio de Guerreros Unidos, es el encapuchado que, entre el primer y el segundo ataques en el escenario de Álvarez y Periférico Norte, intentó convencer a los estudiantes de que se entregaran, los amenazó con que regresarían por ellos si no se marchaban (lo que sí ocurrió) y después se habría llevado a normalistas de la comandancia de Iguala. Él se incorporó al Ejército en enero de 1996 y desertó en octubre de 1999. El hecho de que, al menos según los documentos, se haya separado del Ejército de forma irregular, no lo convirtió en un perseguido y a juzgar por los hechos, tampoco en una persona non grata para la fuerza armada.

Los casos de Bravo Bárcenas y de Nava González son ejemplo de la intervención militar en los municipios. En su declaración ministerial, el miembro del PRI y alcalde de Cocula electo para el periodo 2012-2015, César Miguel Peñaloza, aseguró que los dos directores de Seguridad Pública que hubo en su periodo eran exmiembros del Ejército designados por quien antecedió al general Saavedra como comandante de la 35 Zona Militar: el general Juan Manuel Rico Gámez le impuso al teniente Tomás Bibiano Gallegos, quien fue asesinado por sicarios en noviembre de 2012; y después al sargento Bravo Bárcenas. Ambos, dijo el edil, “actuaban de manera unilateral, sin que me rindieran cuentas de sus acciones o de sus operativos”.

A su vez, Bravo Bárcenas afirmó, como está asentado en la averiguación previa, que César Nava le arrebató –mediante amenazas de muerte– el control de la policía de Cocula, y que cuando denunció el hecho ante el comandante del 27 Batallón –cuyo nombre no se menciona–, un grupo de militares fue a Cocula, se llevaron a Nava y a los suyos, “pensé que por fin ya lo mantendrían detenido”, pero “al poco rato los militares llegaron con César Nava y sin decirme palabra alguna. Luego ya no pasó nada”. Raúl Núñez Salgado, presunto operador financiero de Guerreros Unidos, declaró que le entregaba 350 mil pesos mensuales a Nava para que les pagara a los agentes de Cocula.


Felipe Flores Velázquez no pertenece al grupo de 14 polícias detenidos que son exmilitares. Él sigue prófugo. Era director de Seguridad Pública de Iguala. Fue soldado del 27 Batallón desde 1981, ascendió a cabo en 1988 y desertó en 1989. Eso no le impidió mantener buenas relaciones con el coronel José Rodríguez Pérez, como parte del cabildo de José Luis Abarca. Le tenía tanta confianza, según parece, que el comandante del 27 Batallón se dejó engañar por él en la noche de Iguala.

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