23 jul 2017

Norberto, el pastor del poder

 Revista Proceso # 2125, a 23 de julio de 2017
El pastor del poder/DENISE DRESSER, prólogo del libro Norberto Rivera. El pastor del poder, coordinado por Bernardo Barranco (Grijalbo, 2017).

Tantas razones para la desilusión con la cúpula de la Iglesia católica y su representante en México, Norberto Rivera. Y este libro enuncia los motivos de ese desencanto, persistente y dolorosamente. Marcial Maciel, pederasta. Juan Pablo II, encubridor. Legionarios de Cristo, cómplices. El personaje principal de esta obra, omiso. Difícil reconocerlo, entenderlo, admitirlo. Pero es la verdad que lleva años allí; que algunas víctimas valientes han denunciado; que algunos escritores comprometidos han investigado; que muchos mexicanos deberían saber. Porque la podredumbre exhibida sobre el cardenal no es tan sólo un caso aislado de complicidad compartida o de silencio impuesto. Evidencia lo que en latín se conoce como ignorantia affectata, la “ignorancia cultivada”. Esa mezcla de arrogancia, desdén e indiferencia manifestada por los miembros de una familia que prefiere defender la imagen de sus jerarcas antes que proteger la integridad de sus fieles.

Todo lo que Norberto Rivera ha ocultado, tapado, negó. Quizás lo que más ha sorprendido y más duele no es que Maciel –y otros sacerdotes– haya abusado de menores, sino que el cardenal lo sabía y lo encubrió. Rivera estaba al tanto de su historia y la negó. Permitió que él y otros continuaran abusando, molestando, violando, saltando de parroquia en parroquia, de estado en estado, de país en país. A pesar de la primera visitación papal a la Legión para investigar los presuntos abusos sexuales de Maciel en 1956. A pesar de los reclamos reiterados de sus víctimas a lo largo de los años. A pesar de los reportajes de Canal 40 que le costaron el retiro de la publicidad empresarial por parte de multimillonarios convertidos en apóstoles del legionario libidinoso. A pesar de la investigación en el programa “Círculo Rojo” de Carmen Aristegui y Javier Solór­zano. Ante la evidencia acumulada de comportamiento criminal por parte del clérigo siguió la cerrazón orquestada. La negación institucionalizada. La evasión practicada por quienes prefirieron cerrar los ojos y vender el alma. Como tantos con los que Norberto Rivera se codeó y a quienes protegió.
Como tantos clérigos que se convirtieron en cómplices a través de la aceptación pasiva. La mirada esquiva. La preocupación por el ascenso y la carrera, y el puesto y la reputación. La solidaridad institucional por encima de un sentido mínimo de humanidad o un entendimiento básico sobre la justicia. El pastor del poder lo sabe, lo entiende. Dentro de la cúpula del catolicismo hay quienes todavía se creen intocables e irreprochables, más allá de la ley y sus sanciones. Quienes piensan que los pederastas no necesitan castigo sino rehabilitación, y que no es necesario procesarlos sino perdonarlos. Quienes no están lo suficientemente enojados con lo ocurrido ni han desplegado un remordimiento creíble. Norberto Rivera carga con ese peso.
En su libro Papal Sin: Structures of Deceit, el escritor católico Gary Wills argumenta que el abuso sexual cometido por clérigos ha demostrado tres cosas: 1) la crisis de la Iglesia no está confinada a la pederastia y no se resolverá atendiendo nada más ese problema; 2) la crisis se debe fundamentalmente a la ausencia de una rendición de cuentas del mundo eclesiástico al mundo laico; 3) hay una corrupción endémica en la jerarquía de la Iglesia causada por la secrecía, la negación y la docilidad a las directrices del Vaticano. La respuesta de la Iglesia ante el escándalo revela su lado más oscuro: una propensión persistente a la arrogancia; una cerrazón preocupante ante la crítica; una sordera alarmante ante el sufrimiento de sus feligreses. Y aunque Norberto Rivera continúe cómodamente sentado en su silla, el comportamiento criticable de la Iglesia queda allí.
Como la auscultación de este libro revela, la Iglesia y el cardenal le han fallado a sus víctimas y no logran entender el clamor legítimo de quienes han sido acariciados, violados. Y el Vaticano no puede seguir eludiendo o minimizando lo ocurrido: los párrocos culpables deben ser procesados y encarcelados. Si hay una denuncia sustancial contra un sacerdote que involucre el abuso sexual de un menor, ese sacerdote debe ser removido permanentemente de su puesto. Porque dentro de la Iglesia hay, sin duda, muchos hombres y mujeres de bien. Pero los pecados de un grupo y la reacción deplorable de la burocracia católica que Norberto Rivera dirige han ensuciado la reputación de toda la institución.
Y han dañado a las mujeres de México, cercenando sus derechos. Hombres de negro como Norberto Rivera, hablando de “costos de sangre”; hombres con sotana obsesionados con la vida de los fetos, pero despreocupados ante las acciones de los pederastas. Hombres, todos hombres. Ni un útero a la vista. Ni una sola persona que podría quedar embarazada y despertar apabullada. Norberto Rivera congratulándose por defender las reglas que han elaborado para mantener a las mujeres en su lugar. Usando su posición jerárquica para amedrentar en vez de comprender.
Norberto Rivera al frente de un debate donde la religión intenta imponerse sobre la democracia; donde las obligaciones morales son usadas para posponer las garantías liberales; donde la oposición al derecho de una mujer a decidir sobre su propio cuerpo oculta la oposición al derecho de una mujer a decidir sobre su propia vida. Porque los opositores a la despenalización del aborto tienen una agenda oculta. Son personas que demuestran –con sus palabras y sus acciones– cuán molestos están con las mujeres pensantes. Las mujeres demandantes. Las mujeres conscientes. Las que dicen “no” y preguntan “por qué”. Las que leen la Biblia y Aura al mismo tiempo. Esas mujeres ante las cuales los clérigos tuercen la palabra de Dios para usarla como instrumento contra la equidad de género. Esas que si obtuvieran la capacidad para controlar su fertilidad serían más capaces de controlar su futuro.
Hoy en día estamos presenciando una revolución mexicana en favor de los derechos y una reacción conservadora contra ella. Lo que busca esta revolución es la inclusión de los excluidos, la igualdad para quienes nunca la han disfrutado. Para así ampliar y profundizar nuestra democracia detenida. Para proteger a las minorías de la voluntad –muchas veces antidemocrática– de las mayorías. Porque los derechos constitucionales y humanos deben ser inmunes a las restricciones de las mayorías. Lo que tantos activistas en las calles y en las cortes están buscando hacer es fortalecer nuestro derecho a la equidad y proteger nuestro derecho a ser diferentes.
Derechos que Norberto Rivera quisiera desechar. Derechos que el Frente Nacional por la Familia quisiera someter a referendum. Derechos que muchos hombres ni siquiera desean que las mujeres tengan. Derechos que le dan sentido a aquello que más valoramos, como escribe Michael Ignatieff en The Rights Revolution: dignidad, equidad, respeto. Los derechos –como dice– no son sólo instrumentos de la ley; son expresiones de nuestra identidad como personas morales. De nuestro deseo de vivir en un mundo justo. Y este deseo es global. Va más allá del Estado de México donde ser mujer es coexistir con la muerte. Va más allá de los lugares donde ser homosexual implica padecer el acoso permanente.
Pero en estos tiempos de la lucha por el derecho a tener derechos, lo notable en el caso de Norberto Rivera es que uno de los líderes espirituales más importantes del país no tiene tiempo o voluntad o espacio político suficiente para hablar de los feminicidios y las mujeres violadas y los homosexuales asesinados. Incluso el papa Francisco habla sobre estos temas y el cardenal del poder calla sobre ellos. Durante su visita a México, Francisco manda un mensaje que no parece llegar a los destinatarios dentro de la propia Iglesia en México. El suyo es un llamado al país a mirarse tal como es. Corrupto, violento, inseguro, dividido, del cual tantos huyen, en el cual tantos mueren. El suyo es un exhorto a la clase política a comportarse como no lo hace. Con rectitud, con compromiso, con una visión del bien común. El suyo es un llamado de atención a los que esquivan la mirada y mutilan la fe. A aquellos con las manos manchadas de sangre, los bolsillos repletos de dinero sórdido y la conciencia anestesiada. Los políticos privilegiados, los criminales desatados y los jerarcas eclesiásticos desalmados. Convocados para decir las cosas como lo hacen los hombres: de frente. Convocados para descifrar colectivamente el misterioso rostro de México.
Un país donde los cardenales y la Iglesia con demasiada frecuencia han rehuído la transparencia, resguardándose en la oscuridad. Donde personajes como Norberto Rivera se han dejado corromper por el materialismo trivial y los acuerdos debajo de la mesa, montados en los carros y los caballos de los faraones actuales. He allí la jerarquía clerical, tan lejos de Dios y tan cerca de sus vanos proyectos de carrera, sus vacíos planes de hegemonía, sus infecundos clubes de intereses.
El papa describiendo así con filosa elegancia la trayectoria de Norberto Rivera y sus acólitos, resumida en un par de oraciones. La delicadeza ausente, la humildad inexistente, la prepotencia presente. Una Iglesia tan distinta de aquella que el papa pide: la que sabe resguardar el rostro de los hombres que tocan a su puerta; la única que entonces es capaz de hablarles de Dios. Una Iglesia que no sabe quitarse las sandalias y estar al lado de la gente porque está demasiado cerca del poder. Cardenales que son príncipes, llegando tarde y pomposamente a la cita consigo mismos, con la historia, con Dios. Norberto Rivera con sus lujos y Onésimo Cepeda con sus tardes de golf. Los eclesiásticos conservadores afanosamente ocupados, atareados, negando la comunión a los divorciados que se vuelven a casar, sermoneando contra el uso del condón, anulando el peso y la presencia a las mujeres, tapando la pederastia y proveyendo razones para el éxodo de fieles.
Y como los autores de este libro recuerdan, lo que nos queda es seguir denunciando. Combatir la impunidad eclesiástica en tantos casos más. Evitar que la pederastia sea tan sólo un asunto encubierto, tapado, silenciado. Desear que la cúpula de la Iglesia mexicana recobre la autoridad moral y la humanidad y la generosidad y la tolerancia que ha perdido. Para que el próximo cardenal en México no sea otro Norberto Rivera, y no pase a la historia como otro encubridor. Otro pastor muy lejos de la población y demasiado cerca del poder.

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