Europa necesita una sola voz/TIMOTHY GARTON ASH
Publicado en El Pa´si (www.elpais.com) 11/01/2009;
Débil, dividida, incoherente, hipócrita e irritante: así se oye calificar en privado a la UE en Pekín y Washington. Y los hechos de la primera semana de 2009 indican que nuestros críticos tienen toda la razón.
Fíjense en qué lío estamos. Europa afronta dos graves crisis que ponen en peligro nuestros intereses y nuestros valores. La guerra de Gaza es una negación de todos los principios que Europa asegura representar. Afecta directamente a nuestros intereses, entre otras cosas porque la última oleada de sufrimiento palestino (a la que contribuye la propia dirección palestina, dividida e irresponsable) exacerbará aún más la ira de los musulmanes que viven en Europa. En cuanto a la disputa entre Rusia y Ucrania por el gas, ya ha hecho que los ancianos de varios Estados miembros de la Unión Europea estén pasando frío en sus viviendas por falta de calefacción. Si evitar que nuestra gente muera de frío no es un interés vital, que me lo expliquen. Además de que esta situación es también una burla de los ideales europeos de resolución de conflictos mediante negociaciones pacíficas y bajo el imperio de la ley.
¿Y cómo reacciona Europa? Para nuestro gran ridículo, en Oriente Próximo ha estado representada no por una sino por dos misiones separadas: una oficial de la UE, encabezada por el ministro checo de Exteriores -dado que la República Checa acaba de tomar el relevo de Francia en la presidencia de la UE, todavía bajo el régimen de rotación cada seis meses-, y otra formada por el rey emperador Nicolas Sarkozy, que claramente ha disfrutado tanto siendo presidente europeo durante los seis últimos meses que tiene la impresión de que ni Europa ni el mundo pueden vivir sin él. Para adaptar la frase de Luis XIV, "L'Europe, c'est moi".
En un momento en el que Estados Unidos está suspendido entre un presidente saliente que no está dispuesto a hacer nada para detener la matanza y un presidente entrante que siente que no puede actuar aún, Europa tiene la oportunidad de demostrar qué puede hacer. Y aquí está: débil, dividida y tan irritante, pomposa y llena de autobombo como a principios de los noventa, cuando el ministro de Exteriores de Luxemburgo llegó a una Yugoslavia en plena desintegración y proclamó: "Ha llegado la hora de Europa". Como los Borbones, la Unión Europea parece no haber olvidado nada y no haber aprendido nada. La exigencia de alto el fuego inmediato de la UE se ha visto acogida con el rechazo. A Sarkozy hay que reconocerle que, por lo menos, ha trabajado urgentemente con el Estado limítrofe con el sur de Gaza, Egipto, para elaborar un plan concreto. No obstante, en el caso de que Israel acepte una versión del plan egipcio, lo hará por sus propios motivos operativos y de política interna y porque Washington ejerza presiones reales.
¡Ach Europa!, suspiraba el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger hace unos 20 años, con afecto y exasperación. ¡Ach Europa!, grito yo en 2009, con más indignación que tristeza. Aunque el sufrimiento humano causado por la disputa del gas entre Rusia y Ucrania es menos grave que el de Gaza, el fracaso europeo en este caso es todavía más imperdonable. Europa, por más poder económico que tenga, no puede impedir la tragedia de Gaza sin la ayuda de Estados Unidos. En el caso del gas ruso, la situación es distinta. Si hubiéramos hecho lo que llevan pidiendo los expertos desde la última obstrucción del gasoducto ruso y hubiéramos empezado a crear un mercado único europeo de gas natural, si los 27 Estados miembros de la UE tuvieran siempre una misma postura frente a Rusia y Ucrania, nunca habríamos llegado a encontrarnos en esta miserable circunstancia. Ahora, cuando oigo a las autoridades de la Comisión Europea sacando pecho y protestando -esto es "inaceptable", dicen, "Rusia debe..."-, no sólo doy por descontada la reacción de desprecio de Gazprom y Vladimir Putin, sino que, en mi fuero interno, casi la comparto.
¿Por qué los europeos no podemos hacer las cosas como es debido en nuestras relaciones con el resto del mundo? En nuestro continente hemos hecho grandes cosas: hemos completado casi del todo la ampliación más ambiciosa en la historia de la Unión y acabamos de celebrar el décimo aniversario del euro. En política exterior hemos avanzado poco desde hace un decenio. Y el tiempo no está de nuestra parte. A medida que ascienden potencias como China e India, el poder relativo de Europa disminuye de forma inevitable, así que unir nuestros recursos no es, en cierto modo, más que la única forma de mantenernos a su altura. El calentamiento global y la proliferación nuclear no van a esperar a que acabemos nuestros interminables debates internos.
Hay dos elementos clave para que hagamos las cosas bien: el institucional y el político. En los últimos 10 años hemos prestado demasiada atención al institucional y demasiado poca al político. Las instituciones son importantes. Con todos sus defectos, Sarkozy ha demostrado, en el último semestre, el efecto que puede tener un presidente enérgico y seguro de sí mismo en representación de Europa. Sería todavía mejor contar con un presidente y un alto representante nombrados para un periodo más largo, tal como se prevé en el Tratado de Lisboa. Y, aunque sea menos visible, también ayudaría disponer de un solo "servicio de acción exterior" formado por funcionarios y diplomáticos que se encarguen de identificar sistemáticamente los intereses, valores e instrumentos europeos en todas las grandes cuestiones internacionales (Israel-Palestina, gas ruso, lo que sea).
Por eso, algunos dicen que estos hechos demuestran que verdaderamente necesitamos el Tratado de Lisboa y, por consiguiente, los irlandeses deben celebrar un segundo referéndum que produzca la respuesta adecuada. Me parece una postura antidemocrática en los principios y con pocas posibilidades de triunfar en la práctica. Si fuera irlandés, esa actitud me parecería intimidatoria y paternalista y, por tanto, me sentiría más inclinado a decir "no". Lo que deberíamos hacer es reflexionar sobre qué cambios institucionales son necesarios para contar con una política exterior más eficaz y cómo es posible ponerlos en marcha o añadirlos a los tratados que componen la constitución de la UE.
Las instituciones, en definitiva, no son más que instrumentos. Cuando existe voluntad política, hay una vía institucional. Cuando no existe voluntad política, los mejores ordenamientos institucionales del mundo no sirven para nada. A estas alturas es habitual que los grandes estadistas retirados -un recurso del que nuestro continente está más que dotado- se dediquen a lamentar la falta de "liderazgo" en la Europa de hoy (se da por sobrentendido que la situación era mucho mejor en sus tiempos). Francamente, no me parece que nuestros dirigentes actuales sean tan malos. Es verdad que todos quieren pavonearse y destacar en el escenario mundial; ¿qué político no quiere? El problema de fondo no está en estas estrellas políticas, sino en nosotros. Es culpa nuestra, porque premiamos su vanidad.
Mientras nosotros, los ciudadanos de los países de la Unión Europea, no nos despertemos y exijamos a nuestros dirigentes que se aclaren las ideas, en interés de todos y cada uno de nosotros, no tendrán ningún incentivo político para hacerlo. Puede que intelectualmente acepten (o no, en el caso de los conservadores británicos) los argumentos a largo plazo en favor de una Europa con una voz más fuerte y coherente en el mundo, pero, mientras ocupen cargos electos, ese análisis no significará nada frente a las posibles ventajas políticas a corto plazo.
Somos nosotros, los ciudadanos de Europa, los que debemos alterar ese cálculo de las ventajas. Eso significa abrir también nosotros los ojos al peligroso mundo en el que vivimos: un mundo en el que ahora afrontamos una larga lucha para conservar el modo de vida relativamente próspero, libre y civilizado que hemos construido durante los últimos 50 años. Hasta que los europeos no reunamos esas fuerzas, nuestros "amigos" norteamericanos, chinos y rusos tendrán verdaderos motivos para despreciarnos.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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