El
discurso que no leyó el papa Francisco en Ecuador...
Miércoles
8 de julio de 2015
El
papa Francisco antes de partir de Ecuadaor tuvo un encuentro con sacerdotes y
religiosos en el Santuario de Nuestra Señora de la Presentación del Quinche en
el que dio un mensaje improvisado y dejó de lado el discurso oficial para que
fuera después publicado.
“Hoy tengo que hablarles a los sacerdotes, a
los seminaristas, a las religiosas, a los religiosos, y decirles algo. Tengo un
discurso preparado, pero no tengo ganas de leer (risas de los fieles), así que
se lo doy al presidente de la conferencia de religiosos para que lo haga
público después”, expresó el Papa.
El
texto oficial que había preparado y no
leyó.
Queridos
hermanos y hermanas:
Traigo
a los pies de Nuestra Señora del Quinche lo vivido en estos días de mi visita;
quiero dejar en su corazón a los ancianos y enfermos con los que he compartido
un momento en la casa de las Hermanas de la Caridad, y también todos los otros
encuentros que he tenido con anterioridad. Los dejo en el corazón de María,
pero también los deposito en el corazón de ustedes: sacerdotes, religiosos y
religiosas, seminaristas, para que llamados a trabajar en la viña del Señor,
sean custodios de todo lo que este pueblo de Ecuador vive, llora y se alegra.
Doy
gracias a Mons. Lazzari, al Padre Mina y a la hermana Sandoval por sus
palabras, que me dan pie para compartir con todos ustedes algunas cosas en la
común solicitud por el Pueblo de Dios.
En
el Evangelio, el Señor nos invita a aceptar la misión sin poner condiciones. Es
un mensaje importante que no conviene olvidar, y que en este Santuario dedicado
a la Virgen de la Presentación resuena con un acento especial. María es ejemplo
de discípula para nosotros que, como ella, hemos recibido una vocación. Su
respuesta confiada: «Hágase en mí según tu Palabra», nos recuerda sus palabras
en las bodas de Caná: «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Su ejemplo es
una invitación a servir como ella.
En
la Presentación de la Virgen podemos encontrar algunas sugerencias para nuestro
propio llamado. La Virgen Niña fue un regalo de Dios para sus padres y para
todo el pueblo, que esperaba la liberación. Es un hecho que se repite
frecuentemente en la Escritura: Dios responde al clamor de su pueblo, enviando un
niño, débil, destinado a traer la salvación y, que al mismo tiempo, restaura la
esperanza de unos padres ancianos.
La palabra de
Dios nos dice que en la historia de Israel, los jueces, los profetas, los reyes
son un regalo del Señor para hacer llegar su ternura y su misericordia a su
pueblo.
Son signo de la gratuidad de Dios: es Él quien los ha elegido, escogido y
destinado. Esto nos aleja de la autorreferencialidad, nos hace comprender que
ya no nos pertenecemos, que nuestra vocación nos pide alejarnos de todo
egoísmo, de toda búsqueda de lucro material o compensación afectiva, como nos
ha dicho el Evangelio. No somos mercenarios, sino servidores; no hemos venido a
ser servidos, sino a servir y lo hacemos en el pleno desprendimiento, sin
bastón y sin morral.
Algunas
tradiciones sobre la advocación de Nuestra Señora de Quinche nos dicen que
Diego de Robles confeccionó la imagen por encargo de los indígenas Lumbicí.
Diego no lo hacía por piedad, lo hacía por un beneficio económico. Como no
pudieron pagarle, la llevó a Oyacachi y la cambió por tablas de cedro. Pero
Diego se negó al pedido de ese pueblo para que le hiciera también un altar a la
imagen, hasta que, cayéndose del caballo, se encontró en peligro y sintió la
protección de la Virgen. Volvió al pueblo e hizo el pie de la imagen. También
todos nosotros hemos hecho experiencia de un Dios que nos sale al cruce, que en
nuestra realidad de caídos, derrumbados, nos llama. ¡Que la vanagloria y la
mundanidad no nos hagan olvidar de dónde Dios nos ha rescatado!, ¡que María de
Quinche nos haga bajar de los lugares de ambiciones, intereses egoístas,
cuidados excesivos de nosotros mismos!
La
«autoridad» que los apóstoles reciben de Jesús no es para su propio beneficio:
nuestros dones son para renovar y edificar la Iglesia. No se nieguen a
compartir, no se resistan a dar, no se encierren en la comodidad, sean
manantiales que desbordan y refrescan, especialmente a los oprimidos por el
pecado, la desilusión, el rencor (cf. Evangelii gaudium 272).
El
segundo trazo que me evoca la Presentación de la Virgen es la perseverancia. En
la sugestiva iconografía mariana de esta fiesta, la Virgen niña se aleja de sus
padres subiendo las escaleras del Templo. María no mira atrás y, en una clara
referencia a la admonición evangélica, marcha decidida hacia delante. Nosotros,
como los discípulos en el Evangelio, también nos ponemos en camino para llevar
a cada pueblo y lugar la buena noticia de Jesús. Perseverancia en la misión
implica no andar cambiando de casa en casa, buscando donde nos traten mejor,
donde haya más medios y comodidades. Supone unir nuestra suerte con la de Jesús
hasta el final. Algunos relatos de las apariciones de la Virgen de Quinche nos
dicen que una “señora con un niño en brazos” visitó varias tardes seguidas a los
indígenas de Oyacachi cuando éstos se refugiaban del acoso de los osos.
Varias
veces fue María al encuentro de sus hijos; ellos no le creían, desconfiaban de
esta señora, pero les admiró su perseverancia de volver cada tarde al caer el
sol. Perseverar aunque nos rechacen, aunque se haga la noche y crezcan el
desconcierto y los peligros. Perseverar en este esfuerzo sabiendo que no
estamos solos, que es el Pueblo Santo de Dios que camina.
De
algún modo, en la imagen de la Virgen niña subiendo al Templo, podemos ver a la
Iglesia que acompaña al discípulo misionero. Junto a ella están sus padres, que
le han transmitido la memoria de la fe y ahora generosamente la ofrecen al
Señor para que pueda seguir su camino; está su comunidad representada en el
«séquito de vírgenes», «sus compañeras», con las lámparas encendidas (cf. Sal
44,15) y, en las que los Padres de la Iglesia, ven una profecía de todos los
que, imitando a María, buscan con sinceridad ser amigos de Dios, y están los
sacerdotes que la esperan para recibirla y que nos recuerdan que en la Iglesia
los pastores tienen la responsabilidad de acoger con ternura y ayudar a
discernir cada espíritu y cada llamado.
Caminemos
juntos, sosteniéndonos unos a otros y pidamos con humildad el don de la
perseverancia en su servicio.
Nuestra
Señora del Quinche fue ocasión de encuentro, de comunión, para este lugar que
desde tiempos del incario se había constituido en un asentamiento multiétnico.
¡Qué lindo es cuando la iglesia persevera en su esfuerzo por ser casa y escuela
de comunión, cuando generamos esto que me gusta llamar la cultura del
encuentro!
La
imagen de la Presentación nos dice que una vez bendecida por los sacerdotes, la
Virgen niña se sentó en las gradas del altar y bailó sobre sus pies. Pienso en
la alegría que se expresa en las imágenes del banquete de las bodas, de los
amigos del novio, de la esposa adornada con sus joyas. Es la alegría de quien
ha descubierto un tesoro y lo ha dejado todo por conseguirlo.
Encontrar
al Señor, vivir en su casa, participar de su intimidad, compromete a anunciar
el Reino y llevar la salvación a todos. Atravesar los umbrales del Templo exige
convertirnos como María en templos del Señor y ponernos en camino para llevarlo
a los hermanos. La Virgen, como primera discípula misionera, después del
anuncio del Ángel, partió sin demora a un pueblo de Judá para compartir este
inmenso gozo, el mismo que hizo saltar a san Juan Bautista en el seno de su
madre. Quien escucha su voz «salta de gozo» y se convierte a su vez en
pregonero de su alegría. La alegría de evangelizar mueve a la Iglesia, la hace
salir, como a María.
Si
bien son múltiples las razones que se argumentan para el traslado del santuario
desde Oyacachi a este lugar, me quedo con una: «aquí es y ha sido más
accesible, más fácil para estar cerca de todos». Así lo entendió el Arzobispo
de Quito, Fray Luis López de Solís, cuando mandó edificar un Santuario capaz de
convocar y acoger a todos. Una iglesia en salida es una iglesia que se acerca,
que se allana para no estar distante, que sale de su comodidad y se atreve a
llegar a todas las periferias que necesitan la luz del evangelio (cf. Evangelii
gaudium 20).
Volveremos
ahora a nuestras tareas, interpelados por el Santo Pueblo que nos ha sido
confiado. Entre ellas, no olvidemos cuidar, animar y educar la devoción popular
que palpamos en este santuario y tan extendida en muchos países
latinoamericanos. El pueblo fiel ha sabido expresar la fe con su propio
lenguaje, manifestar sus más hondos sentimientos de dolor, duda, gozo, fracaso,
agradecimiento con diversas formas de piedad: procesiones, velas, flores,
cantos que se convierten en una bella expresión de confianza en el Señor y de
amor a su Madre, que es también la nuestra.
En
Quinche, la historia de los hombres y la historia de Dios confluyen en la
historia de una mujer, María. Y en una casa, nuestra casa, la hermana madre
tierra. Las tradiciones de esta advocación evocan a los cedros, los osos, la
hendidura en la piedra que fuera aquí la primera casa de la Madre de Dios.
Nos
hablan en el ayer de pájaros que rodearon el lugar, y en el hoy de flores que
engalanan los alrededores. Los orígenes de esta devoción nos llevan a tiempos
donde era más sencilla «la serena armonía con la creación... contemplar al
Creador que vive entre nosotros y en lo que nos rodea y cuya presencia no hace
falta fabricar» (Laudato si’ 225) y que se nos devela en el mundo creado, en su
Hijo amado, en la Eucaristía que permite a los cristianos sentirse miembros
vivos de la Iglesia y participar activamente en su misión (cf. Aparecida, 264),
en Nuestra Señora del Quinche, que acompañó desde aquí los albores del primer
anuncio de la fe a los pueblos indígenas.
A
ella encomendemos nuestra vocación; que ella nos haga regalo para nuestro
pueblo, que ella nos dé la perseverancia en la entrega y la alegría de salir a
llevar el Evangelio de su hijo Jesús –unidos a nuestros pastores– hasta los
confines, hasta las periferias de nuestro querido Ecuador.
¡
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