Niño
Donald, siéntese y aprenda/Diego Fonseca es escritor argentino que actualmente vive en Phoenix y Washington. Es autor de Hamsters y editor de Sam no es mi tío y Crecer a golpes.
The New York Times, Miércoles,
28/Sep/2016
No
puedes ocultar quién eres.
Durante
la primaria del Partido Republicano, Donald Trump fue el bully del aula. “Liar
Ted!”, “Little Marco!”, “Low Energy Jeb!”. “¡Miren esa cara!”, dijo de la
candidata Carly Fiorina. “¿Pueden imaginar esa, la cara de nuestro próximo
presidente?”.
Trump
mostró a los medios del mundo que un narcisista fanfarrón puede competir por la
presidencia de la nación más poderosa del planeta sostenido por el festejo casi
incondicional de una masa fervorosa. Arrastró el debate a una vocinglería
propia de jovenzuelos inmaduros, una pandilla de pendencieros capaz de desafiar
toda convención y norma, sentido común o derecho ajeno. Incluso ante la pobreza
conceptual de sus oponentes republicanos, Trump jamás exhibió grandes ideas y
prefirió provocar, mentir, insultar.
Pero,
un día, conoció a la directora del instituto.
La
noche del primer debate presidencial, Hillary Clinton puso en línea a Trump
como una maestra encara al peor estudiante de la clase, en uno de los exámenes
que determinarán si puede no ya egresar con algún honor sino al menos hacerlo
con la calificación mínima.
Clinton
presentó políticas en cada tema de la noche —desde comercio a raza, creación de
empleo y crecimiento de la economía—, mientras Trump se refugió en la miseria
de los camorreros: sacar al otro de quicio y patearlo cuando está en el piso.
Trump balbuceó en comercio —en menos de cinco minutos atacó a México cinco
veces y luego otras diez a China— y jamás dio precisiones sobre cómo creará
empleo y atraerá millones de dólares expatriados a Estados Unidos. Fue errático
en política exterior, frívolo en materia racial y peligrosamente incompetente
en asuntos nucleares. Tropezó y desvarió.
Clinton
pronto notó que Trump no sería mayor adversario. No iban cinco minutos y ya
había sugerido que no era sino un malcriado crecido con dinero del padre
interesado en beneficiar a otros tan ricos como él. Trump intentó llevar el
juego al terreno del estudiante irrespetuoso dueño del aula e interrumpió a
Clinton decenas de veces durante todo el debate. La mayor parte de ellas
Clinton no cayó en la trampa. Mantuvo la compostura y siguió con su discurso,
de modo que antes de alcanzar la cota de los diez minutos Trump bufaba y
gesticulaba incómodo. Inquieto y fuera de control, mordió cada anzuelo. Su boca
se frunció en una O pronunciada, como muestran los peces que respiran con
problemas.
Desde
el primer debate presidencial, la imagen juega un rol central en las
elecciones. En 1960, un descansado, bronceado y juvenil John F. Kennedy se
floreó ante un agobiado y sudoroso Richard Nixon y arrasó en la preferencia de
los electores. Los debates son un delicado equilibrio entre conocimiento,
composición de personaje y show, pero la integración de esa fórmula es
imprecisa. Este lunes, Trump se vanaglorió de cuán rico es, una afirmación que
en 2012 habría hundido aún más a Mitt Romney frente a Barack Obama.
Anoche
Trump perdió tanto en compostura como en sabiduría mientras Clinton jamás
abandonó el control de la sala. A medida que pasó el tiempo, la sonrisa de
Clinton salió casi sin esfuerzo, relajó el cuerpo y avanzó con aplomo. En una
oportunidad, ya sobre el final, Trump procuró atacarla por su aparente falta de
energía para dirigir la política exterior, pero ella lo reconvino con un
recorrido por su experiencia diplomática. Cuando Trump quiso argumentar ya era
tarde; ella fue por todo y le recordó su rapacidad misógina. Sus críticas le
resultaban inocuas.
A
lo largo de la noche, Trump fue un irresponsable en sentido estricto: jamás
tuvo un papel juicioso. No asumió que discriminó a afroamericanos ni a una Miss
Universo, minimizó haber sido demandado y se quejó de ser auditado demasiadas
veces. Un solo intercambio pudo definir su calidad moral para siempre. Clinton
lo acusó de no pagar impuestos federales por años y él procuró apostillarla con
engreimiento —“Eso es ser listo”—, pero ella captó la frase como las maestras
que escuchan con oídos en la espalda mientras escriben en la pizarra, y le
devolvió la respuesta sin siquiera mirarlo: si así es un tipo listo, entonces
él no habría apoyado jamás a maestros, policías y millones de personas que
dependen de esos fondos.
Trump
fue menos infantil, hormonal y propenso a las bravatas que durante los debates
del GOP, y aún menos que en campaña, cuando nadie puede rebatirle, pero el
hombre que proclama que instaurará la ley y el orden se encontró durante todo
el debate con que la ley y el orden eran encarnadas por la firmeza y aparente
calma de Clinton. Trump no sabe nunca de qué habla y Clinton sabe demasiado
bien qué se juega en la Casa Blanca: “Donald”, le dijo Hillary, “tú vives en tu
propia realidad”.
La
próxima lección para Trump será en el debate del 9 de octubre. En el primer
debate la razón demócrata acorraló al delirio republicano. Las malas
calificaciones de Trump podrían reflejarse en las encuestas inmediatas. Pero en
una carrera donde la fe ha predominado sobre la inteligencia, es difícil saber
si la lección de Clinton se traducirá en que el público hará a un lado de una
vez el espíritu “yo-creo-lo-que-se-me-ocurra”.
Al
final de la noche, los Clinton se abrazaban y saludaban a los asistentes al
debate mientras los Trump se reunían en el escenario, sonriendo entre dientes y
con cara de tragar amargura. Se fueron solos y pronto, como si entendieran que
era mejor desvanecerse. Mientras lo hacían, Hillary Clinton seguía repartiendo
sonrisas, pródiga y firme. La maestra resultó más inteligente, compuesta y
popular que el chico que aún se cree el más listo de la clase.
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