Mujeres
diaconisas y subalternas/Juan José Tamayo, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid.
El
Periódico, 28 de septiembre de 2016.
El
papa Francisco ha creado una comisión, formada por seis hombres y seis mujeres
y presidida por el secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el
arzobispo español Luis Ladaria Ferrer, para el estudio del diaconado femenino
en la Iglesia católica. De la comisión han sido excluidos cuatro continentes:
Asia, África, América Latina y Oceanía. Hay 12 miembros europeos y una
estadounidense.
Mi
opinión es que se trata de una comisión tan innecesaria como ineficaz.
Innecesaria porque el estudio ya está hecho por exégetas, teólogos, teólogas e
historiadores del cristianismo. Las conclusiones cuentan con un amplio consenso
entre los investigadores: Jesús de Nazaret formó un movimiento contrahegemónico
igualitario de hombres y mujeres que lo acompañaron por los caminos de Galilea,
compartieron con él su estilo de vida itinerante y asumieron responsabilidades
comunes sin discriminación alguna.
En
los primeros siglos del cristianismo hubo mujeres sacerdotes, diaconisas y
obispas que ejercieron funciones ministeriales y tareas directivas hasta que la
Iglesia se jerarquizó, clericalizó y patriarcalizó y fueron reducidas al
silencio. El libro de la teóloga Karen Torjesen ‘Cuando las mujeres eran
sacerdotes’ lo demuestra con todo tipo de argumentos: arqueológicos,
históricos, teológicos, hermenéuticos. La comisión me parece ineficaz si falta
voluntad de incorporar a las mujeres a las funciones directivas, al acceso
directo a lo sagrado sin mediación patriarcal y a la elaboración de la doctrina
y de la moral. Y hoy falta dicha voluntad. A los hechos me remito. En la
encíclica ‘Inter insigniores’, el papa Pablo VI cerró a cal y canto la puerta
al acceso de las mujeres al ministerio sacerdotal alegando que Jesucristo solo
ordenó a varones.
Sus
sucesores han repetido tan falaz argumento como un mantra. Juan Pablo II,
asesorado por el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, radicalizó aquel cierre al afirmar que el asunto quedaba
zanjado definitivamente. Benedicto XVI, conocedor como teólogo que era, de la
existencia de mujeres diaconisas, sacerdotes y obispas en el cristianismo
primitivo, se mostró igualmente contumaz y siguió el mismo camino de
obstrucción al sacerdocio de las mujeres. El papa Francisco ha vuelto a ratificarlo
citando la contundente afirmación excluyente de Juan Pablo II.
Estoy
en contra del diaconado femenino, porque, de instaurarse institucionalmente,
las mujeres seguirían siendo subalternas y estarían al servicio de los
sacerdotes y de los obispos, no de la comunidad cristiana. Creo que es hora de
pasar de la subalternidad de las mujeres a la igualdad; de su sumisión al
empoderamiento; de su estatuto de dependencia a la autonomía; de ser objetos
decorativos a sujetos activos. Y eso con el diaconado femenino no se logra,
sino todo lo contrario: se prolonga la minoría de edad de las mujeres bajo el
espejismo de que se está dando un importante paso hacia adelante y de que se
les concede protagonismo, cuando lo que se hace es perpetuar su estado de
humillación y servidumbre. Para que se produzca un cambio real en el estatuto
de inferioridad de las mujeres es necesario que sean reconocidas como sujetos
religiosos, eclesiales, éticos y teológicos, cosa que ahora no sucede.
Para
que eso suceda es necesario mirar al pasado, ciertamente, pero no con la
añoranza de reproducir acríticamente la tradición, sino con el objetivo de
recuperar creativamente el protagonismo que las mujeres tuvieron en el
movimiento de Jesús y en los primeros siglos de la Iglesia. Pero, sobre todo,
hay que mirar al presente y al futuro para poner en práctica en el interior de
la Iglesia el principio de igualdad y no discriminación de género que rige,
aunque imperfectamente, en la sociedad. Un hombre, una mujer, un voto; un
cristiano, una cristiana, un voto. Todas y todos son iguales por la común
dignidad que poseemos hombres y mujeres y por el bautismo, que iguala a
cristianos y cristianas.
Cualquier
discriminación de género es contraria a los derechos humanos y al principio de
fraternidad-sororidad que debe regir en las Iglesias. Sin igualdad, la Iglesia
seguirá siendo una de los últimos, si no el último, de los bastiones del
patriarcado que quedan en el mundo. En otras palabras, se mantendrá como una
perfecta patriarquía. Y para ello no podrá apelar a Jesús de Nazaret, su
fundador, sino al patriarcado religioso, basado en la masculinidad sagrada, que
apela al carácter varonil de Dios para convertir al hombre en único
representante y portavoz de la divinidad. Como afirma la filósofa feminista Mary
Daly: «Si Dios es varón, entonces el varón es Dios». ¡Patriarcado en estado
puro!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario