13 abr 2011

El software islámico ha caducado

El software islámico ha caducado/Tahar ben Jelloun, escritor. Miembro de la Academia Goncourt.
Traducción: JoséMaría Puig de la Bellacasa
Publicado en LA VANGUARDIA, 10/04/11;
Nadie había previsto la revuelta de los pueblos árabes. Ni los servicios de información, especialmente eficaces y arraigados; ni los analistas políticos, profesores universitarios o periodistas; ni la policía ni, sobre todo, los líderes de movimientos de obediencia islámica, de los más extremistas a los moderados. La chispa saltó el 17 de diciembre en una pequeña localidad tunecina cuando, tras sufrir diversas vejaciones y penalidades durante un prolongado periodo, Mohamed Buazizi, joven vendedor ambulante de frutas y hortalizas, se prendió fuego ante el ayuntamiento donde sus quejas no habían sido escuchadas.
El hecho de inmolarse presa de las llamas con una lata de gasolina no pertenece en absoluto a la cultura y las tradiciones árabes ni sobre todo al islam en cuyo seno el suicidio, al igual que en las otras religiones monoteístas, está prohibido por estar considerado como una ofensa a la voluntad divina. El suicidado no tiene derecho a exequias. Otros ciudadanos siguieron el ejemplo de Mohamed Buazizi, en el Magreb y en el Machrek. Eran todos musulmanes y, sin embargo, en el momento de sacrificarse, hicieron caso omiso de la palabra de Alá.
La primera derrota del islamismo tiene su origen en esta desobediencia a Alá. El hecho de que cientos de miles de personas hayan salido a la calle para protestar contra un régimen corrompido y dictatorial sin que en ningún momento hayan sido invocados el islam ni Alá demuestra que el discurso islamista está superado y no es operativo. Por primera vez, la calle árabe no ha atacado a Occidente ni a Israel. Es ilustrativo de hasta qué punto esta revuelta rompe con los viejos hábitos de modo que la reivindicación del islam como referencia esencial en relación con un nuevo poder ha sido totalmente eliminada por parte de millones de manifestantes.
Las revueltas árabes muestran la nota singular de haber sido espontáneas y enfocadas al ingreso en la modernidad; es decir, a la emergencia del individuo y su reconocimiento como ciudadano y no como sujeto sometido. Ningún partido político existente había reivindicado esta modernidad de forma tan directa.
Ahora bien, la ausencia de los islamistas en las manifestaciones que lograron que se marchara Mubarak el pasado 11 de febrero resultó más notable en Egipto. Este país ha sido la cuna del islamismo tras la creación de los Hermanos Musulmanes en 1928, movimiento combatido permanentemente por el poder; Naser mandó ejecutar a un gran intelectual y guía del movimiento, Sabed Qotb, el 26 de agosto de 1966, mediante ahorcamiento; Anuar el Sadat fue asesinado el 6 de octubre de 1981 por un comando islámico infiltrado en las fuerzas armadas. El pasado mes de febrero, Egipto fue “liberado” sin la participación de los islamistas. Los eslóganes en la plaza Tahrir aludían a los valores universales de democracia, dignidad, justicia y lucha contra la corrupción y el robo. La gente no se limitaba a pedir sólo pan, sino que reclamaba el ejercicio de derechos y valores fundamentales destinados a impedir que los regímenes corruptos puedan gobernar con total impunidad. Tal es la novedad que ha ayudado a las revueltas a penetrar en otros países tan cerrados y autoritarios como Siria o Yemen. El discurso islamista siempre ha sacrificado al individuo en beneficio del clan, el de los fieles creyentes. No ha reparado en la evolución del pueblo, no ha notado la fuerza de este viento de libertad que se disponía a soplar en silencio, incluso sin que se percatara la mayoría de protagonistas.
Ahí radica la novedad. No es la primera vez que los egipcios salen en masa a la calle. No es la primera vez que la policía les reprime bárbaramente. No es la primera vez que se detiene, tortura e incluso asesina a la gente en los calabozos de la policía. Pero es la primera vez que la ira es radical, profunda, irreversible. Es también la primera vez que esta revuelta ha adoptado dimensiones laicas sin que lo hayan decidido los manifestantes.
Algunos militantes de los Hermanos Musulmanes han intentado subir al tren en marcha de la revuelta, pero se les ha disuadido y han desaparecido. Esta ausencia en el seno de la dinámica de la revolución egipcia ha acarreado consecuencias importantes en el paisaje político de este país. Tras la marcha de Mubarak y la puesta al timón de la dirección del Estado por las fuerzas armadas, los islamistas se han visto metidos en el torbellino junto al conjunto de partidos políticos procurando poner en sordina su fanatismo, convertido en un anacronismo.
¿Cómo y por qué los islamistas han perdido el tren?
En primer lugar, los Hermanos Musulmanes experimentan una crisis interna desde hace tiempo. El discurso y los métodos ya no funcionan. Los miembros del movimiento se han visto superados, marginados; ya nadie creía en sus letanías. Sin embargo, no por ello desaparecerá el movimiento. Ocupará su lugar en el panorama democrático. Antes de la marcha de Mubarak se calculaba que los islamistas no superarían el 20% de los votos en caso de elecciones libres, pero ahora se minimiza tal resultado.
Actualmente se constata la desaparición del discurso islamista entre la juventud libia que hace frente a la furia del dictador Gadafi. También en este caso, las nuevas generaciones se hallan a la cabeza de la resistencia en Bengasi. La mayoría de los jóvenes tiene menos de treinta años; algunos han vuelto de Europa y América donde estudian o trabajan. Han regresado con nuevos métodos de lucha, sobre todo Facebook, Twitter e informaciones a través de teléfono móvil. El discurso gadafista no les impresiona ni les conmueve. Al principio, cuando los insurrectos tomaron Bengasi, Gadafi quiso agitar el fantasma del miedo y el terrorismo. Declaró a los canales de televisión extranjeros: “¡Se trata de islamistas, de miembros de Al Qaeda!”. De tanto repetirlo ha sido evidente que por encima de todo quería enviar un mensaje a los occidentales: cuidado, si acudís en auxilio de los insurrectos de Bengasi, ayudáis a Al Qaeda. La maniobra no ha cuajado. Los rebeldes no blandían el Corán, sino que apelaban a la ONU, a EE. UU. y a Europa. El mundo no podía abandonar a una población mal armada frente al armamento pesado del dictador.
Cuando el Consejo de Seguridad, con la bendición de la Liga Árabey la Unión Africana, votó la resolución 1973 que autoriza a los aliados a acudir en auxilio de la población en peligro, Gadafi usó la misma estratagema: ¡habló de cruzadas! Pero ni Francia, ni Gran Bretaña, ni nadie ha ido a Libia a matar musulmanes. El único que ha matado y sigue matando musulmanes es Gadafi. Recuerda lo que hizo Sadam al invadir Kuwait en 1990, añadir una alusión islámica a la bandera y hacerse filmar en actitud de plegaria, él que era un impío notorio.
Occidente ha creído durante mucho tiempo que era preferible habérselas con un dictador que con islamistas. Ha creído que figuras como Ben Ali o Mubarak eran “murallas” contra el peligro islamista. Los europeos cerraban los ojos y ayudaban a estos regímenes (hacían negocios con ellos). De ese modo, el islamismo revestía una importancia que no se correspondía con la realidad ni con los hechos. La sociedad contiene en sí diversas tendencias políticas de las que una es islámica, pero no posee la dimensión ni la fuerza que le concedían ciertos observadores occidentales. Por supuesto, Al Qaeda ha intentado implantarse en el Magreb, ha secuestrado rehenes y ha chantajeado estados, pero ya nadie piensa que es el verdadero rostro del islam.
La novedad, y el factor que modificará de arriba abajo las relaciones entre Occidente y el mundo árabe es que la coartada del terrorismo islámico ya no funcionará.
El islamismo seguirá existiendo pues responde a una necesidad cultural e identitaria. Pero el motor que ha propiciado su expansión ha sido la ausencia de democracia. La democracia bien asimilada tendrá en cuenta las corrientes religiosas y otras corrientes laicas. La esfera de influencia islamista ha sido derrotada por el pueblo, que ha hecho caso omiso y no ha querido hacer su revolución en nombre del islam, hecho que obedece a las nuevas generaciones de la diáspora árabe y musulmana en el mundo. El viento de la revuelta ha barrido las viejas letanías que intentaban que el mundo musulmán volviera a la época del profeta Mahoma (siglo VII). Pero los jóvenes usan una nueva guía de lectura del libro sagrado; una lectura inteligente, racionalista y no literal. Eso es lo nuevo y revolucionario.

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