El
desperdicio de la comida en un mundo hambriento/Bjørn Lomborg, an adjunct professor at the Copenhagen Business School, founded and directs the Copenhagen Consensus Center, which seeks to study environmental problems and solutions using the best available analytical methods. He is the author of The Skeptical Environmentalist and Cool It, and the editor of How Much have Global Problems Cost the World?. Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project
Syndicate |20 de junio de 2015
Una
cuarta parte de toda la comida del mundo se pierde todos los años, por recolecciones deficientes, almacenamiento
inadecuado y desperdicio en las cocinas. Si se redujera a la mitad ese
despilfarro, el mundo podría alimentar a 1.000 millones de personas más y
convertir el hambre en una cosa del pasado.
La
magnitud de la pérdida de comida resulta particularmente mortificante a la
vista de un nuevo estudio mundial sobre la seguridad alimentaria de la
Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.
Según la FAO, cincuenta y siete países en desarrollo no han logrado el objetivo
de desarrollo del Milenio de reducir a la mitad la proporción de personas
hambrientas en este año. Una de cada nueve personas del planeta –795 millones
en total– sigue acostándose hambrienta.
Naturalmente,
también ha habido avances notables: en los veinticinco últimos años, el mundo
ha alimentado a dos mil millones más de personas y, pese a los cincuenta y
siete fracasos, el mundo en desarrollo en conjunto casi ha reducido a la mitad
su tasa de hambre, pero el imperativo es el de mantener los avances: de aquí a
2050, la demanda de comida casi se habrá duplicado. Una razón es la de que a
esas alturas el mundo tendrá otros dos mil millones de bocas que alimentar; una
segunda razón será el apetito en aumento de una nueva clase media en repentino
ascenso.
En
este momento, las NN.UU. están examinando 169 nuevas metas de desarrollo que
sucederán a los Objetivos de Desarrollo del Milenio (el hambre es una de
ellas). Dichas metas revisten importancia decisiva, porque determinarán cómo se
gastarán los más de 2,5 billones de dólares para el desarrollo: desde el cambio
climático hasta el paludismo.
Así,
pues, mi grupo de estudios, el Centro del Consenso de Copenhague, pidió
a sesenta equipos de economistas de primera que averiguaran cuáles de
las metas propuesta serán más beneficiosas y cuáles no. Nuestra investigación
sobre la seguridad alimentaria muestra que hay formas idóneas de alimentar a
muchas más personas del planeta, pero tienen poco que ver con las campañas
contra el desperdicio que se ven en la mayor parte del mundo rico.
En
el mundo rico, la atención se centra en la comida desperdiciada por los
consumidores. Tiene sentido; más de la mitad de las pérdidas en el mundo rico
se producen en las cocinas (fundamentalmente, porque podemos permitirnos ese
lujo).
En
Gran Bretaña, por ejemplo, la pérdida mayor es en ensaladas, verduras y frutas, auténticos lujos comparados con las
calorías baratas que contienen los cereales y los tubérculos consumidos en todo
el mundo en desarrollo. Los hogares más pequeños de los países ricos
desperdician más por persona, porque resulta más difícil usarlo todo, mientras
que los hogares más ricos aumentan el desperdicio, al poder permitirse el lujo
de comprar más de la cuenta “por si acaso”.
En
cambio, los pobres hambrientos del mundo desperdician muy poco, simplemente
porque no pueden permitirse el lujo de no hacerlo. En África, el desperdicio
diario de comida por término medio es de 500 calorías por persona, pero sólo el
cinco por ciento de esa pérdida corresponde a los consumidores. Más de tres
cuartas pares del desperdicio se produce mucho antes de que la comida llegue a las cocinas, con una
agricultura ineficiente, porque las aves y las ratas comen las cosechas durante
la recolección, por ejemplo, o las plagas echan a perder los cereales
almacenados.
Hay
muchos remedios para esa clase de desperdicio: desde la “curación” de las
raíces y los tubérculos hasta una refrigeración más cara, pasando por la
reducción al mínimo de los daños. Entonces, ¿por qué no se adoptan esas
tecnologías –ampliamente utilizadas en los países ricos– en el mundo en
desarrollo?
La
respuesta es la falta de infraestructuras. Si no hay unas carreteras adecuadas
para comunicar los campos con los mercados, los agricultores no pueden vender
fácilmente sus productos agrícolas excedentes, que se pueden estropear antes de
que se coman. La mejora de las carreteras y los ferrocarriles permite a los
agricultores llegar hasta los comparadores y los fertilizantes y otros insumos
agrícolas hasta los agricultores. Un suministro fiable de electricidad permite
secar los cereales y mantener frescas las verduras.
Los
economistas del Instituto Internacional de Investigaciones sobre las Políticas
Alimentarias calculan que el costo total de reducir a la mitad,
aproximadamente, las pérdidas posteriores a la recolección en el mundo en
desarrollo ascendería a 239.000 millones de dólares en los quince próximos años
y produciría unos beneficios que ascenderían a más de tres billones de dólares,
es decir, 13 dólares de beneficios sociales por cada uno de los dólares
gastados.
Así
la comida sería más asequible para los pobres. De aquí a 2050, unas
infraestructuras mejores permitirían que 57 millones de personas –más que la
población actual de Sudáfrica– dejaran de correr riesgo de pasar hambre y unos
cuatro millones de niños dejaran de padecer malnutrición. La mayoría de esos
beneficios se darían en el África subsahariana y en el Asia meridional, las
regiones más desfavorecidas del mundo.
Pero
hay una inversión aún mejor. Si nos centráramos en mejorar la producción de
comida en lugar de tan sólo prevenir las pérdidas de ella, podríamos triplicar
los beneficios económicos e incluso lograr reducciones mayores en el número de
personas con riesgo de pasar hambre.
Actualmente,
sólo se gastan 5.000 millones de dólares al año en investigaciones para mejorar
las siete cultivos mundiales más importantes y tan sólo una décima parte de
ellos va destinada a ayudar a los pequeños agricultores de África y Asia. La
inversión de 88.000 millones suplementarios en investigación e innovación
agrícolas durante los quince próximos años aumentaría las cosechas en un 0,4
por ciento suplementario al año.
Puede
parecer poco, pero la reducción de los precios y las mejoras en la seguridad
alimentaria ayudarían prácticamente a todo el mundo. Representaría casi tres
billones de dólares de bienes sociales, es decir, la enorme cifra de 34 dólares
de beneficios por cada uno de los dólares gastados.
El
del hambre es un problema complejo, exacerbado por presiones financieras,
precios inestables de los productos básicos, desastres naturales y guerras
civiles, pero, si invirtiéramos simplemente en la mejora de infraestructuras y
la investigación e innovación agrícolas, podríamos dar un enorme paso adelante
hacia la victoria en la campaña contra la malnutrición.
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