Discurso del papa Francisco que no leyó en el Festival de Familias en
Filadelfia
A continuación el discurso que había preparado y que no leyó,
pero que entregó para su difusión:
Dios no quiso venir al mundo de otra forma que no sea por medio
de una familia. Dios no quiso acercarse a la humanidad sino por medio de un hogar.
Dios no quiso otro nombre para sí que llamarse Emmanuel (Mt 1,23), es el
Dios-con-nosotros. Y este ha sido desde el comienzo su sueño, su búsqueda, su
lucha incansable por decirnos: «Yo soy el Dios con ustedes, el Dios para
ustedes». Es el Dios que, desde el principio de la creación, dijo: «No es bueno
que el hombre esté solo» (Gn 2,18a), y nosotros podemos seguir diciendo: No es
bueno que la mujer esté sola, no es bueno que el niño, el anciano, el joven
estén solos; no es bueno. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, se
unirá a su mujer y los dos no serán sino una sola carne (cf. Gn 2,24). Los dos
no serán sino un hogar, una familia.
Y
así desde tiempos inmemorables, en lo profundo del corazón, escuchamos esas
palabras que golpean con fuerza en nuestro interior: No es bueno que estés
solo. La familia es el gran don, el gran regalo de este «Dios-con-nosotros»,
que no ha querido abandonarnos a la soledad de vivir sin nadie, sin desafíos,
sin hogar.
Dios
no sueña solo, busca hacerlo todo «con nosotros». El sueño de Dios se sigue
realizando en los sueños de muchas parejas que se animan a hacer de su vida una
familia.
Por
eso, la familia es el símbolo vivo del proyecto amoroso que un día el Padre
soñó. Querer formar una familia es animarse a ser parte del sueño de Dios, es
animarse a soñar con Él, es animarse a construir con Él, es animarse a jugarse
con Él esta historia de construir un mundo donde nadie se sienta solo, que
nadie sienta que sobra o que no tiene un lugar.
Los
cristianos admiramos la belleza y cada momento familiar como el lugar donde de
manera gradual aprendemos el significado y el valor de las relaciones humanas.
«Aprendemos que amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso, es una
decisión, es un juicio, es una promesa» (Erich Fromm, el Arte de amar).
Aprendemos a jugárnosla por alguien y que esto vale la pena.
Jesús
no fue un «solterón», todo lo contrario. Él ha desposado a la Iglesia, la ha
hecho su pueblo. Él se jugó la vida por los que ama dando todo de sí, para que
su esposa, la Iglesia, pudiera siempre experimentar que Él es el Dios con
nosotros, con su pueblo, su familia. No podemos comprender a Cristo sin su
Iglesia, como no podemos comprender la Iglesia sin su esposo, Cristo-Jesús,
quien se entregó por amor y nos mostró que vale la pena hacerlo.
Jugársela
por amor, no es algo de por sí fácil. Al igual que para el Maestro, hay
momentos que este «jugársela» pasa por situaciones de cruz. Momentos donde
parece que todo se vuelve cuesta arriba. Pienso en tantos padres, en tantas
familias, a las que les falta el trabajo o poseen un trabajo sin derechos que
se vuelve un verdadero calvario. Cuánto sacrificio para poder conseguir el pan
cotidiano. Lógicamente, estos padres, al llegar a su hogar, no pueden darle lo
mejor de sí a sus hijos por el cansancio que llevan sobre sus «hombros».
Pienso
en tantas familias que no poseen un techo sobre el que cobijarse o viven en
situaciones de hacinamiento. Que no poseen el mínimo para poder construir
vínculos de intimidad, de seguridad, de protección frente a tanto tipo de
inclemencias.
Pienso
en tantas familias que no pueden acceder a los servicios sanitarios mínimos.
Que, frente a problemas de salud, especialmente de los hijos o de los ancianos,
dependen de un sistema que no logra tomarlos con seriedad, postergando el dolor
y sometiendo a estas familias a grandes sacrificios para poder responder a sus
problemas sanitarios.
No
podemos pensar en una sociedad sana que no le dé espacio concreto a la vida
familiar. No podemos pensar en una sociedad con futuro que no encuentre una
legislación capaz de defender y asegurar las condiciones mínimas y necesarias
para que las familias, especialmente las que están comenzando, puedan
desarrollarse. Cuántos problemas se revertirían si nuestras sociedades
protegieran y aseguraran que el espacio familiar, sobre todo el de los jóvenes
esposos, encontrara la posibilidad de tener un trabajo digno, un techo seguro,
un servicio de salud que acompañe la gestación familiar en todas las etapas de
la vida.
El
sueño de Dios sigue irrevocable, sigue intacto y nos invita a nosotros a
trabajar, a comprometernos en una sociedad pro familia. Una sociedad, donde «el
pan, fruto de la tierra y el trabajo de los hombres» (Misal Romano), siga
siendo ofrecido en todo techo alimentando la esperanza de sus hijos.
Ayudémonos
a que este «jugársela por amor» siga siendo posible. Ayudémonos los unos a los
otros, en los momentos de dificultad, a aliviar las cargas. Seamos los unos
apoyo de los otros, seamos las familias apoyo de otras familias.
No
existen familias perfectas y esto no nos tiene que desanimar. Por el contrario,
el amor se aprende, el amor se vive, el amor crece «trabajándolo» según las
circunstancias de la vida por la que atraviesa cada familia concreta. El amor
nace y se desarrolla siempre entre luces y sombras. El amor es posible en
hombres y mujeres concretos que buscan no hacer de los conflictos la última
palabra, sino una oportunidad. Oportunidad para pedir ayuda, oportunidad para
preguntarse en qué tenemos que mejorar, oportunidad para poder descubrir al
Dios con nosotros que nunca nos abandona. Este es un gran legado que le podemos
dejar a nuestros hijos, una muy buena enseñanza: nos equivocamos, sí; tenemos
problemas, sí; pero sabemos que eso no es lo definitivo. Sabemos que los
errores, los problemas, los conflictos son una oportunidad para acercarnos a
los demás, a Dios.
Esta
noche nos encontramos para rezar, para hacerlo en familia, para hacer de
nuestros hogares el rostro sonriente de la Iglesia. Para encontrarnos con el
Dios que no quiso venir al mundo de otra forma que no sea por medio de una
familia. Para encontrarnos con el Dios con nosotros, el Dios que está siempre
entre nosotros.
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