Texto
completo del papa Francisco con los obispos en el seminario San Carlos Borromeo
A
los obispos que participan al Encuentro Mundial de las Familias les exhortó a
una alianza con las familias, a no estigmatizar a los jóvenes e invitarlos a
tomar estado
Tras haber anunciado su encuentro con personas que en su infancia fueron
abusadas por sacerdotes o personas de Iglesia, y de haber asegurado que los
responsables deberán rendir cuenta, entró en el tema que quería tratar con los
obispos que han participado en el Encuentro Mundial de las Familias. Lo hizo
este domingo en el seminario de San Carlos Borromeo en Filadelfia.
A
continuación las palabras textuales del Santo Padre.
Hablo
en castellano porque me dijeron que todos ustedes hablan castellano.
En
efecto, la familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de
preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra de
la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene
razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de
familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y
conserva la fe.
Pienso
que el primer impulso pastoral que este difícil período de transición nos pide
es avanzar con decisión en la línea de este reconocimiento. El aprecio y la
gratitud han de prevalecer sobre el lamento, a pesar de todos los obstáculos
que tenemos que enfrentar. La familia es el lugar fundamental de la alianza de
la Iglesia con la creación de Dios. Sin la familia, tampoco la Iglesia
existiría: no podría ser lo que debe ser, es decir, signo e instrumento de la
unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Naturalmente,
nuestro modo de comprender, modelado por la integración entre la forma eclesial
de la fe y la experiencia conyugal de la gracia, bendecida por el matrimonio,
no nos debe llevar a olvidar la transformación del contexto histórico, que
incide en la cultural social –y lamentablemente también jurídica– de los
vínculos familiares, y que nos involucra a todos, seamos creyentes o no
creyentes. El cristiano no es un 'ser inmune' a los cambios de su tiempo y en este
mundo concreto, con sus múltiples problemáticas y posibilidades, es donde debe
vivir, creer y anunciar.
Hasta
hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad entre la
institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y compartida, coincidían
sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no es así. Si tuviera que
describir la situación actual tomaría dos imágenes propias de nuestras
sociedades. Por un lado, los conocidos almacenes, pequeños negocios de nuestros
barrios y, por otro, los grandes supermercados o shopping.
Algún
tiempo atrás uno podía encontrar en un mismo comercio o almacén todas las cosas
necesarias para la vida personal y familiar –es cierto que pobremente expuesto,
con pocos productos y, por lo tanto, con escasa posibilidad de elección–. Había
un vínculo personal entre el dueño del negocio y los vecinos compradores. Se
vendía fiado, es decir, había confianza, conocimiento, vecindad. Uno se fiaba
del otro. Se animaba a confiar. En muchos lugares se lo conocía como «el almacén
del barrio».
En
estas últimas décadas se ha desarrollado y ampliado otro tipo de negocios: los
shopping center. Grandes superficies con un gran número de opciones y
oportunidades. El mundo parece que se ha convertido en un gran shopping, donde
la cultura ha adquirido una dinámica competitiva. Ya no se vende fiado, ya no
se puede fiar de los demás. No hay un vínculo personal, una relación de
vecindad. La cultura actual parece estimular a las personas a entrar en la
dinámica de no ligarse a nada ni a nadie. No fiar ni fiarse. Porque lo más
importante de hoy parece que es ir detrás de la última tendencia o actividad.
Inclusive a nivel religioso. Lo importante hoy lo determina el consumo.
Consumir relaciones, consumir amistades, consumir religiones, consumir,
consumir... No importa el costo ni las consecuencias. Un consumo que no genera
vínculos, un consumo que va más allá de las relaciones humanas. Los vínculos
son un mero 'trámite' en la satisfacción de 'mis necesidades'. Lo importante
deja de ser el prójimo, con su rostro, con su historia, con sus afectos.
Esta
conducta genera una cultura que descarta todo aquello que ya «no sirve» o «no
satisface» los gustos del consumidor. Hemos hecho de nuestra sociedad una
vidriera pluricultural amplísima, ligada solamente a los gustos de algunos
'consumidores' y, por otra parte, son muchos –¡tantos!– los otros, los que solo
«comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Esto
genera una herida grande. Me animo a decir que una de las principales pobrezas
o raíces de tantas situaciones contemporáneas está en la soledad radical a la
que se ven sometidas tantas personas. Corriendo detrás de un like, corriendo
detrás de aumentar el número de followers en cualquiera de las redes sociales,
así van –vamos– los seres humanos en la propuesta que ofrece esta sociedad
contemporánea. Una soledad con miedo al compromiso en una búsqueda desenfrenada
por sentirse reconocido.
¿Debemos
condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta sociedad? ¿Debemos
anatematizarlos por vivir en este mundo? ¿Deben ellos escuchar de sus pastores
frases como: 'Todo pasado fue mejor', 'El mundo es un desastre ¿y si esto sigue
así, no sabemos a dónde vamos a parar?'. 'Esto me suena a un tango argentino.
No, no creo que este sea el camino.
Nosotros,
pastores tras las huellas del Pastor, estamos invitados a buscar, acompañar,
levantar, curar las heridas de nuestro tiempo. Mirar la realidad con los ojos
de aquel que se sabe interpelado al movimiento, a la conversión pastoral. El
mundo hoy nos pide y reclama esta conversión. 'Es vital que hoy la Iglesia
salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las
ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para
todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (Evangelii gaudium, 23).
El
Evangelio no es un producto para consumir, no entra en esta cultura del
consumismo.
Nos
equivocaríamos si pensáramos que esta «cultura» del mundo actual sólo tiene
aversión al matrimonio y a la familia, en términos de puro y simple egoísmo.
¿Acaso todos los jóvenes de nuestra época se han vuelto irremediablemente
tímidos, débiles, inconsistentes? No caigamos en la trampa. Muchos jóvenes, en
medio de esta cultura disuasiva, han interiorizado una especie de miedo
inconsciente, y tienen miedo, es un miedo inconsciente y no siguen los impulsos
más hermosos, más altos y también más necesarios. Hay muchos que retrasan el
matrimonio en espera de unas condiciones de bienestar ideales. Mientras tanto
la vida se consume sin sabor. Porque la sabiduría del verdadero sabor de la
vida llega con el tiempo, fruto de una generosa inversión de pasión, de
inteligencia y de entusiasmo.
En
el Congreso (de Estados Unidos ndr) hace pocos días atrás decía que estamos
viviendo una cultura que empuja y convence a los jóvenes a no fundar una
familia. Unos por falta de medios materiales y otros porque tienen tantos
medios que están muy bien así. Y esta es la tentación: no fundar una familia.
Como
pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y relanzar el entusiasmo
para que se formen familias que, de acuerdo con su vocación, correspondan más
plenamente a la bendición de Dios. Tenemos que emplear nuestras energías, no
tanto en explicar una y otra vez los defectos de la época actual y los méritos
del cristianismo, sino en invitar con franqueza a los jóvenes a que sean
audaces y elijan el matrimonio y la familia.
En
Buenos Aires cuantas mujeres se lamentaban:
--
'Tengo mi hijo de 30, 32, 34 años que no se casa no se que hacer'.
--
'Señora no el planche más las camisas'.
Hay
entusiasmar a los jóvenes que corran este riesgo, porque éste es un riesgo de
fecundidad y de vida.
También
aquí se necesita una santa parresía, de los obispos:
--
'¿Por qué no te casas?'
--
'Sí, tengo una novia, pero no sabemos, sí, no, estamos ahorrando para la
fiesta'.
La
santa parresía de acompañarlos y hacerlos madurar hacia el empeño del
matrimonio.
Un
cristianismo que 'se hace' poco en la realidad y 'se explica' infinitamente en
la formación está peligrosamente desproporcionado; diría que está en un
verdadero y propio círculo vicioso. El pastor ha de mostrar que el 'Evangelio
de la familia' es verdaderamente una 'buena noticia' para un mundo en que la
preocupación por uno mismo reina por encima de todo. No se trata de fantasía
romántica: la tenacidad para formar una familia y sacarla adelante transforma
el mundo y la historia. Son las familias que transforman el mundo y la
historia.
El
pastor anuncia serena y apasionadamente la palabra de Dios, anima a los
creyentes a aspirar a lo más alto. Hará que sus hermanos y hermanas sean
capaces de escuchar y practicar las promesas de Dios, que amplían también la
experiencia de la maternidad y de la paternidad en el horizonte de una nueva
'familiaridad' con Dios (cf. Mc 3,31-35).
El
pastor vela el sueño, la vida, el crecimiento de sus ovejas. Este «velar» no
nace del discursear, sino del pastorear. Solo es capaz de velar quien sabe
estar 'en medio de', quien no le tiene miedo a las preguntas, al contacto, al
acompañamiento. El pastor vela en primer lugar con la oración, sosteniendo la
fe de su pueblo, transmitiendo confianza en el Señor, en su presencia.
El
pastor siempre está en vela ayudando a levantar la mirada cuando aparece el
desgano, la frustración y las caídas. Sería bueno preguntarnos si en nuestro
ministerio pastoral sabemos 'perder' el tiempo con las familias. ¿Sabemos estar
con ellas, compartir sus dificultades y sus alegrías?
Naturalmente,
el rasgo fundamental del estilo de vida del Obispo es en primer lugar vivir el
espíritu de esta gozosa familiaridad con Dios, y en segundo lugar difundir la
emocionante fecundidad evangélica, rezar y anunciar el Evangelio (cf. Hch 6,4).
Siempre
me ha llamado la atención y golpeó cuando al inicio, en el primer tiempo de la
Iglesia los helenistas fueron a lamentarse porque las viudas y los huérfanos no
estaban bien atendidos, los apóstoles no daban abasto, entonces los
descuidaban, y se reunieron e inventaron a los diáconos. El Espíritu Santo les
inspiró a constituir los diáconos. Y cuando Pedro explica: vamos a elegir 7
hombres para que se ocupen de este problema. Y a nosotros nos toca dos cosas,
la oración y la predicación. Cuál es la primera tarea del obispo es rezar,
rezar; y el segundo trabajo, predicar. Nos ayuda esta definición dogmática... y
si mi equivoco cardenal, usted... Porque define el rol del obispos, que está
constituido para pastorear, pero antes de todo pasa por la oración y el
anuncio. Y después todo el resto, si queda tiempo.
Nosotros
mismos, por tanto, aceptando con humildad el aprendizaje cristiano de las
virtudes domésticas del Pueblo de Dios, nos asemejaremos cada vez más a los
padres y a las madres –como hace Pablo (cf. 1 Ts 2,7-11)–, procurando no acabar
como personas que simplemente han aprendido a vivir sin familia.
Alejarnos
a la familia nos lleva a ser personas que aprenden a vivir sin una familia.
Nuestro ideal no no es la carencia de afectos. El buen pastor renuncia a unos
afectos familiares propios para dedicar todas sus fuerzas, y la gracia de su
llamada especial, a la bendición evangélica de los afectos del hombre y la
mujer, que encarnan el designio de Dios, empezando por aquellos que están
perdidos, abandonados, heridos, devastados, desalentados y privados de su
dignidad.
Esta
entrega total al agape de Dios no es una vocación ajena a la ternura y al amor.
Basta con mirar a Jesús para entenderlo (cf. Mt 19,12). La misión del buen
pastor al estilo de Dios –solo Dios lo puede autorizar, no su presunción– imita
en todo y para todo el estilo afectivo del Hijo con el Padre, reflejado en la
ternura de su entrega: a favor, y por amor, de los hombres y mujeres de la
familia humana.
En
la óptica de la fe, este es un argumento muy válido. Nuestro ministerio
necesita desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia. Lo subrayo,
desarrollar la alianza de la Iglesia con la familia. De lo contrario, se
marchita, y la familia humana, por nuestra culpa, se alejará irremediablemente
de la alegre noticia evangélica dada por Dios, e irá al supermercado de moda a
comprar los productos que en ese momento les gusta más.
Si
somos capaces de este rigor de los afectos de Dios, cultivando infinita
paciencia y sin resentimiento en los surcos a menudo desviados en que debemos
sembrar, realmente tenemos que sembrar muchas veces en estos surcos desviados,
también una mujer samaritana con cinco 'no maridos' será capaz de dar
testimonio. Y frente a un joven rico, que siente tristemente que se lo ha de
pensar todavía con calma, un publicano maduro se apresurará a bajar del árbol y
se desvivirá por los pobres en los que hasta ese momento no había pensado
nunca.
Hermanos,
que Dios nos conceda el don de esta nueva projimidad entre la familia y la
Iglesia. Lo necesita la familia, lo necesita la Iglesia, y lo necesitamos los
pastores.
La
familia es nuestra aliada, nuestra ventana al mundo, la familia es la evidencia
de una bendición irrevocable de Dios destinada a todos los hijos de esta
historia difícil y hermosa de la creación, que Dios nos ha pedido que
sirvamos".
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