Homilía del papa Francisco en la Misa de clausura del EMF Filadelfia
2015
Hoy
la Palabra de Dios nos sorprende con un lenguaje alegórico fuerte que nos hace
pensar. Un lenguaje alegórico que nos desafía pero también estimula nuestro entusiasmo.
En
la primera lectura, Josué dice a Moisés que dos miembros del pueblo están
profetizando, proclamando la Palabra de Dios sin un mandato. En el Evangelio,
Juan dice a Jesús que los discípulos le han impedido a un hombre sacar
espíritus inmundos en su nombre. Y aquí viene la sorpresa: Moisés y Jesús
reprenden a estos colaboradores por ser tan estrechos de mente. ¡Ojalá fueran
todos profetas de la Palabra de Dios! ¡Ojalá que cada uno pudiera obrar
milagros en el nombre del Señor!
Jesús
encuentra, en cambio, hostilidad en la gente que no había aceptado cuanto dijo
e hizo. Para ellos, la apertura de Jesús a la fe honesta y sincera de muchas
personas que no formaban parte del pueblo elegido de Dios, les parecía
intolerable. Los discípulos, por su parte, actuaron de buena fe, pero la
tentación de ser escandalizados por la libertad de Dios que hace llover sobre
«justos e injustos» (Mt 5,45), saltándose la burocracia, el oficialismo y los
círculos íntimos, amenaza la autenticidad de la fe y, por tanto, tiene que ser
vigorosamente rechazada.
Cuando
nos damos cuenta de esto, podemos entender por qué las palabras de Jesús sobre
el escándalo son tan duras. Para Jesús, el escándalo intolerable es todo lo que
destruye y corrompe nuestra confianza en este modo de actuar del Espíritu.
Nuestro
Padre no se deja ganar en generosidad y siembra. Siembra su presencia en
nuestro mundo, ya que «el amor no consiste en que nosotros hayamos amado
primero a Dios, sino en que Él nos amó primero» (1Jn 4,10). Amor que nos da la
certeza honda: somos buscados por Él, somos esperados por Él. Esa confianza es
la que lleva al discípulo a estimular, acompañar y hacer crecer todas las
buenas iniciativas que existen a su alrededor. Dios quiere que todos sus hijos
participen de la fiesta del Evangelio. No impidan todo lo bueno, dice Jesús,
por el contrario, ayúdenlo a crecer. Poner en duda la obra del Espíritu, dar la
impresión que la misma no tiene nada que ver con aquellos que «no son parte de
nuestro grupo», que no son «como nosotros», es una tentación peligrosa. No
bloquea solamente la conversión a la fe, sino que constituye una perversión de
la fe.
La
fe abre la «ventana» a la presencia actuante del Espíritu y nos muestra que,
como la felicidad, la santidad está siempre ligada a los pequeños gestos. «El
que les dé a beber un vaso de agua en mi nombre –dice Jesús– pequeño gesto, no
se quedará sin recompensa» (Mc 9,41). Son gestos mínimos que uno aprende en el
hogar; gestos de familia que se pierden en el anonimato de la cotidianidad pero
que hacen diferente cada jornada. Son gestos de madre, de abuela, de padre, de
abuelo, de hijo, de hermanos. Son gestos de ternura, de cariño, de compasión.
Son gestos del plato caliente de quien espera a cenar, del desayuno temprano
del que sabe acompañar a madrugar. Son gestos de hogar. Es la bendición antes
de dormir y el abrazo al regresar de una larga jornada de trabajo. El amor se
manifiesta en pequeñas cosas, en la atención mínima a lo cotidiano que hace que
la vida siempre tenga sabor a hogar. La fe crece con la práctica y es plasmada
por el amor. Por eso, nuestras familias, nuestros hogares, son verdaderas
Iglesias domésticas. Es el lugar propio donde la fe se hace vida y la vida
crece en la fe.
Jesús
nos invita a no impedir esos pequeños gestos milagrosos, por el contrario,
quiere que los provoquemos, que los hagamos crecer, que acompañemos la vida
como se nos presenta, ayudando a despertar todos los pequeños gestos de amor,
signos de su presencia viva y actuante en nuestro mundo.
Esta
actitud a la que somos invitados nos lleva a preguntarnos hoy aquí en el final
de esta fiesta: ¿Cómo estamos trabajando para vivir esta lógica en nuestros
hogares, en nuestras sociedades? ¿Qué tipo de mundo queremos dejarle a nuestros
hijos? (cf. Laudato si’, 160). Pregunta que no podemos responder sólo nosotros.
Es el Espíritu el que nos invita y desafía a responderla con la gran familia
humana. Nuestra casa común no tolera más divisiones estériles. El desafío
urgente de proteger nuestra casa incluye la preocupación de unir a toda la
familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, porque
sabemos que las cosas pueden cambiar (cf. ibid., 13). Que nuestros hijos
encuentren en nosotros referentes de comunión, no de división. Que nuestros hijos
encuentren en nosotros hombres y mujeres capaces de unirse a los demás para
hacer germinar todo lo bueno que el Padre sembró.
De
manera directa, pero con afecto, Jesús dice: «Si ustedes, pues, que son malos,
saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el
Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13) Cuánta sabiduría hay en estas
palabras. Es verdad que en cuanto a bondad y pureza de corazón nosotros, seres
humanos, no tenemos mucho de qué vanagloriarnos. Pero Jesús sabe que, en lo que
se refiere a los niños, somos capaces de una generosidad infinita. Por eso nos
alienta: si tenemos fe, el Padre nos dará su Espíritu.
Nosotros
los cristianos, discípulos del Señor, pedimos a las familias del mundo que nos
ayuden. Somos muchos los que participamos en esta celebración y esto es ya en
sí mismo algo profético, una especie de milagro en el mundo de hoy. Que estás
cansado de inventar nuevas divisiones, nuevos quebrantos, nuestros desastres.
Ojalá todos fuéramos profetas. Ojalá cada uno de nosotros se abriera a los
milagros del amor para el bien de su propia familia y de todas las familias del
mundo, y estoy hablando de milagro de amor, y de esa manera poder así superar
el escándalo de un amor mezquino y desconfiado, encerrado en sí mismo e
impaciente con los demás. Les dejo como pregunta para que cada uno responda
porque dije la palabra impaciente. En mi casa, ¿se grita o se habla con amor y
ternura? Es una buena manera de medir nuestro amor.
Qué
bonito sería si en todas partes, y también más allá de nuestras fronteras,
pudiéramos alentar y valorar esta profecía y este milagro. Renovemos nuestra fe
en la palabra del Señor que invita a nuestras familias a esa apertura; que
invita a todos a participar de la profecía de la alianza entre un hombre y una
mujer, que genera vida y revela a Dios. Que nos ayude a participar de la
profecía de la paz de la ternura y del cariño familiar, que nos ayude a
participar del gesto profético, con ternura, con paciencia y con amor a
nuestros niños y a nuestros abuelos.
Todo
el que quiera traer a este mundo una familia, que enseñe a los niños a
alegrarse por cada acción que tenga como propósito vencer el mal –una familia
que muestra que el Espíritu está vivo y actuante– encontrará gratitud y estima,
no importando el pueblo o la región o la religión a la que pertenezca.
Que
Dios nos conceda a todos, ser profetas del gozo del Evangelio, del Evangelio de
la familia, del amor de la familia. Ser profetas como discípulos del Señor y
nos conceda la gracia de ser dignos de esta pureza de corazón que no se
escandaliza del Evangelio. Que así sea.
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