La
sabiduría de ignorar/Juan Villoro, escritor mexicano
El
Periódico | 28 de febrero de 2016.
La
muerte de Umberto Eco ha traído un aluvión de merecidos elogios sobre sus casi
ofensivos conocimientos. Capaz de hablar con autoridad del origen de los
espaguetis a la boloñesa, el libro de chistes sobre el futbolista Francesco
Totti, santo Tomás de Aquino y el mito de Superman, Eco entendió que el copioso
universo estaba hecho de signos descifrables. Experto en la edad media y la
televisión, descifró el misterio del hermetismo y el de la banalidad del rating.
Su capacidad para combinar lo culto y lo popular permitió que ‘El nombre de la
rosa’ –escrita en buena parte en latín y ubicada en el siglo XIV– se
convirtiera en un ‘best-seller’ instantáneo.
Sus
casi ilimitados saberes lo llevaron a escribir libros enciclopédicos sobre la
belleza y la fealdad, pero de modo sorprendente escapó al tedio que suele
producir quien, en sentido literal, agota un tema. De poco sirve conocer los
nombres de todos los que participaron en la batalla de Waterloo. Lejos del
experto en nimiedades que se complace en descubrir la errata en una nota de pie
de página o del erudito que acumula datos hasta sufrir una congestión mental,
Eco entendió la cultura como un gozoso entretenimiento. Su sentido del humor lo
puso a salvo de tomarse demasiado en serio y lo llevó a confesar sus
predicamentos para lidiar con el servicio de bar del hotel o con el salmón
escandinavo que debía llevar a Italia.
Amante
de los volúmenes que coleccionaba con selectivo capricho y arrebatos
fetichistas, centró su vida en la lectura. Cuando se vio necesitado de una
definición para el objeto que definía su existencia, lo comparó con otros
sencillos e imprescindibles instrumentos: «El libro es como la cuchara, el
martillo, la rueda, las tijeras. Una vez inventado, no se puede hacer nada
mejor». ¿Hay modo de perfeccionar el tendedor o el alfiler?
Con
saludable ironía, este lector de dieta omnívora aquilataba los libros que no
había leído. En sus insoslayables conversaciones con otro eminente bibliófilo,
Jean-Claude Carrière, guionista de Luis Buñuel, comenta: «Estamos profundamente
influidos por los libros que no hemos leído». La sabiduría no consiste en
absorber todos los tomos de una biblioteca, sino en estar consciente de lo que
se ignora y de lo que se sabe a medias. Hay que tener la destreza de valorar lo
que se desconoce. En ocasiones, esto se logra con el arte de la lectura parcial
o en diagonal: «¿Quién ha leído de verdad la Biblia, desde el Génesis hasta el
Apocalipsis? Si sumo todos los fragmentos que he leído en circunstancias
distintas, puedo alardear de haber leído casi un tercio. Pero no más. Y, de
todas formas, tengo una idea muy precisa de lo que no he leído». Esto lleva a
una pregunta esencial: «¿Cómo es posible que conozcamos libros que no hemos
leído?». Si en verdad se trata de obras de importancia, su mensaje llega a
nosotros por variados caminos.
Ser
culto implica arreglárselas de muy diversos modos para cerrar lagunas de
conocimiento. Cuando vivía en un internado en Turín, Eco iba con frecuencia al
teatro, pero tenía que salir antes de que terminara la función para llegar a
tiempo a su dormitorio. Años después trabó amistad con Paolo Fabbri, semiólogo
como él, que en su juventud trabajó en un teatro donde despachaba las entradas.
Como tenía que cerrar la caja, veía la obra ya comenzada. A Eco le faltaban los
finales del teatro clásico y a Fabbri los principios. Conversando, se enteraron
de lo que no sabían.
Con
frecuencia, quien entra a una biblioteca privada suele preguntarle al dueño de
casa si ya leyó todos esos libros. Lo importante, según Eco, es tener libros
precisamente porque no se han leído (si no, ¿qué sorpresa nos depararían?), a
riesgo, desde luego, de que al tomar un libro descubramos que, por razones
culturales o atmosféricas, ya sabíamos de qué trataba.
Pero
una vez que se conoce algo hay que saber desconfiar de ello. Internet ha traído
la superstición de que podemos llegar de inmediato a datos confiables, que en
realidad pueden ser falsos. En consecuencia, el profesor de semiótica
aconsejaba a sus alumnos que actuaran como nuevos escolásticos, consultando
distintos sitios en la red para someterlos a interpretación.
No
es casual que su lema de vida, según recordó recientemente su discípulo Jorge
Lozano, haya sido la máxima de Boscoe Pertwee: «Hace tiempo estaba indeciso,
pero ya no estoy tan seguro». Por cierto que Pertwee es un ilustre desconocido.
Se le ubica en el siglo XVIII pero muchos dudan de su existencia. Eco escogió
ampararse en un apócrifo. Nada más lógico que el descifrador de signos se
apoyara en un fantasma.
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