Revista Proceso No. 2083, 2 de octubre de 2016….
Aristegui/FABRIZIO
MEJÍA MADRID
El
periodista mexicano es al que se le censura pero nunca sucumbe. Desde el
inicio, la fundación de una esfera pública mexicana –ésa que ocupa el lugar
equidistante entre poderosos y desinformados– se hace desde los prestigios de
la resistencia ante la injusticia. Entre los dos discursos del México de los
primeros periódicos –la solemnidad estatuaria de lo oficial y la picaresca del
chiste y el rumor– los periodistas sólo pueden ser los censurados: el país es
el presidente de la República, y los diarios el único espejo en que se refleja
como “estadista”. Si algún oficio se crea precisamente ante el silencio de la
represión es el del periodismo: leer y hablar de lo no-oficial –eso que va
convirtiéndose con las décadas en una verdad compartida– es habitar la esfera
pública, ésa que va conformándose, en México, en torno a la no-reelección del
dictador Porfirio Díaz. Son los periodistas que no cobran en El Imparcial y en
El País –pagados por Díaz– los que convocan, en 1910, a la primera
concentración contra la perpetuidad del Señor Presidente. Según Sánchez Azcona,
asisten 20 mil personas, una cifra que desata el cierre de publicaciones y el
encarcelamiento de sus impulsores.
La lucha contra la dictadura es –para todos
los que hoy hablan con desdén del “periodismo militante”– leída, comentada y
también expresada en las calles. Sus figuras emblemáticas, Ponciano Arriaga o
Juan Sarabia o los Flores Magón, contienen el imaginario de lo invencible:
acumulan censuras y prisiones pero vuelven a publicar. Por ello la idea del
periodismo no es la que quisieran hoy los beneficiarios de la publicidad
gubernamental: que no incomode, que sea “positiva” o, ya de plano, que machaque
al opositor con el pretexto de ser “objetiva” o “no-militante”. Para su
infortunio, el periodismo en toda América Latina es, desde el siglo XIX, un
imaginario de resistencia que contiene dos banderas de montaña: la denuncia y
la decencia. Una pública y una privada, estas virtudes confluyen para armar una
esfera de lo público en la que se da la paradoja de la opinión individual
masiva. Lo que llamamos opinión pública no es un sondeo o los resultados del
rating, sino algo mucho más complejo porque implica una ética: la fortaleza
ante la censura. Cada lector tiene una opinión que no puede ser contestada sino
desde el dato y sus diversas artes. Es una opinión informada, distinta del
simple gusto o la simpatía, la que funda esa esfera tan peculiar en la que no
todo se vale. Por ello no es periodismo todo lo que se dice o publica. Ni es
censura cualquier amenaza (en estos días se cuenta como tal hasta la de las exnovias
del columnista millonario). La censura viene desde el poder del Estado o las
corporaciones. No desde tus vecinos o de quienes escriben comentarios en las
redes.
Pero
son las censuras las que hacen de Carmen Aristegui un personaje que habita el
centro de nuestra histórica esfera pública: se le despide de Televisa –en
realidad quien desbarata el contrato es Grupo Imagen– por ventilar en
televisión abierta la pederastia de los Legionarios de Cristo y el padre
Marcial Maciel; se le intenta sacar de MVS por darle eco a una denuncia de un
diputado de oposición sobre las adicciones del presidente Felipe Calderón (aquí
comienzan las reuniones espontáneas de los ciudadanos, no para protegerla –se
asume que no lo necesita–, sino para exigir los derechos de la audiencia); se
le saca, finalmente, por órdenes del presidente Peña Nieto por transparentar el
conflicto de intereses de la Casa Blanca; un soborno que se recibió a cambio de
contratos de obra pública. Pero ella, fiel al imaginario, sigue, desde los
canales digitales, con sus denuncias. Y se le acosa con demandas “comerciales”
cada vez más desesperadas, con notas donde los voceros del régimen la llaman “santona”
–como si la ética, en el país de los corruptos, ya sólo pudiera ser un signo de
gracia divina– o que sus trabajos son producto del ansia de venganza.
Por
el aprecio de los guerrerenses, en días pasados recordé otro. El 18 de enero de
2015, tras la muerte de Julio Scherer –acaso, junto con los Flores Magón, el
periodista que encarnó nuestro imaginario de la verdad como resistencia–, en
casa de Carmen Aristegui –un muy ordenado departamento en condominio en el sur
de la ciudad– alguien tocó a la puerta. Los invitados esperábamos un pastel de
cumpleaños con 50 velitas que se había tardado en llegar como unas tres horas.
Cuando la periodista abrió, recibió una maceta con flores. Al abrir la tarjeta,
primero sonrió y, después, se desconcertó.
–¿Quién
te mandó flores, Flores? –algunos fastidiamos.
–Es
de Julio Scherer –dijo.
Descreídos,
un poco burlones, nos fuimos pasando la tarjeta, de mano en mano, verificando
la letra manuscrita y la firma autógrafa. Ella sonrió al momento en que cada
uno fuimos comprobando, con aspavientos, que lo que decía era verdad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario