El gobierno de los banqueros/Jürgen Habermas es filósofo alemán. Acaba de publicar Mundo de la vida, política y religión (editorial Trotta).
El
País | 28 de junio de 2015..
La
última sentencia del Tribunal de Justicia Europeo, que permite al Banco Central
Europeo (BCE) comprar deuda soberana para combatir la crisis del euro, arroja
una luz hiriente sobre la fallida construcción de una unión monetaria sin unión
política. Todos los ciudadanos tuvieron que agradecer en el verano de 2012 a
Mario Draghi, presidente del BCE, que con una sola frase [“haré lo necesario
para sostener el euro”] salvara su moneda de las desastrosas consecuencias de
un colapso que parecía inminente. Sacó las castañas del fuego al Eurogrupo al
anunciar que, de ser necesario, compraría deuda pública en cantidad ilimitada.
Draghi tuvo que dar un paso al frente porque los jefes de Gobierno eran
incapaces de actuar en el interés común de Europa; todos estaban hipnotizados,
presos de sus respectivos intereses nacionales. En aquel momento, los mercados
financieros reaccionaron —relajando la tensión— frente a una única frase, a la
frase con la que el jefe del BCE simuló una soberanía fiscal que no poseía en
absoluto. Porque, ahora como antes, son los bancos centrales de los Estados
miembros los que en última instancia avalan los créditos. El Tribunal Europeo
no ha podido refrendar esta competencia en contra del texto literal de los
tratados europeos; pero las consecuencias de su sentencia llevan implícito que
el BCE, con escasas limitaciones, puede cumplir el papel de prestamista de
última instancia.
El
tribunal ha bendecido una acción salvadora que no se ajusta del todo a la
constitución, y el Tribunal Constitucional alemán secundará esa sentencia
añadiendo las sutilezas a las que nos tiene acostumbrados. Uno tendría la
tentación de afirmar que los guardianes del derecho de los tratados europeos se
ven obligados a forzarlo, aunque sea indirectamente, para mitigar, caso por
caso, las consecuencias indeseadas de los fallos de construcción de la unión
monetaria. Defectos que solo pueden corregirse mediante una reforma de las
instituciones, como juristas, politólogos y economistas llevan años
demostrando. La unión monetaria seguirá siendo inestable en tanto que no sea
completada por la unión bancaria, fiscal y económica. Pero esto significa —si
no queremos declarar con todo descaro que la democracia es un mero decorado—
que la unión monetaria debe desarrollarse para convertirse en una unión
política. Aquellos acontecimientos dramáticos de 2012 explican por qué Draghi
nada contra la corriente de una política miope, cabría decir insensata.
Estamos
otra vez en crisis con Atenas porque a la canciller alemana, ya en mayo de
2010, los intereses de los inversores le importaban más que una quita de la
deuda para sanear la economía griega. En este momento se ha puesto en evidencia
otro déficit institucional. El resultado de las elecciones griegas representa
el voto de una nación que se defiende con una mayoría clara contra la tan
humillante como deprimente miseria social de la política de austeridad impuesta
al país. El propio sentido del voto no se presta a especulaciones: la población
rechaza la prosecución de una política cuyo fracaso ha experimentado de forma
drástica en sus propias carnes. Investido de esta legitimación democrática, el
Gobierno griego ha intentado inducir un cambio de política en la eurozona. Y ha
tropezado en Bruselas con los representantes de otros 18 Gobiernos, que
justifican su rechazo remitiendo fríamente a su propio mandato democrático.
Recordemos los primeros encuentros, cuando los novicios —que se presentaban de
forma prepotente llevados por el arrebato de su triunfo— ofrecían un grotesco
espectáculo de intercambio de golpes con los residentes, que reaccionaban a
medias de forma paternalista, a medias de forma despectiva y rutinaria: ambas
partes insistían como papagayos en que habían sido autorizadas cada una por su
“pueblo” respectivo. La comicidad involuntaria de su estrecho pensamiento
nacional-estatal expuso con la mayor elocuencia ante la opinión pública europea
qué es lo que realmente hace falta: formar una voluntad política ciudadana
común en relación con las trascendentales debilidades políticas en el núcleo
europeo.
Las
negociaciones para llegar a un acuerdo en Bruselas se gripan porque ambas
partes culpan de la esterilidad de sus negociaciones no a los fallos de
construcción de procedimientos e instituciones, sino a la mala conducta de sus
socios. El acuerdo no fracasa por unos cuantos miles de millones de más o de
menos, ni siquiera por uno u otro impuesto, sino únicamente porque los griegos
exigen hacer posible que la economía y la población explotada por élites
corruptas tengan la posibilidad de volver a ponerse en marcha con una quita de
la deuda o una medida equivalente; por ejemplo, una moratoria de los pagos
vinculada al crecimiento. Los acreedores, por el contrario, no cejan en el
empeño de que se reconozca una montaña de deudas que la economía griega jamás
podrá saldar. Es indiscutible que una quita de la deuda será irremediable, a
largo o a corto plazo. No obstante, los acreedores insisten en el
reconocimiento formal de una carga que de hecho es imposible pagar. Hasta hace
poco mantenían incluso la exigencia, literalmente fantástica, de un superávit
primario superior al 4%. Es verdad que esta demanda se ha rebajado al 1%, que
tampoco es realista; pero, hasta el momento, el intento de llegar a un
acuerdo, del que depende el destino de la Unión Europea, ha fracasado por la
exigencia de los acreedores de sostener una ficción.
Naturalmente,
los “países donantes” tienen razones políticas para sostenerla, ya que a corto
plazo eso permite demorar una decisión desagradable. Temen, por ejemplo, un
efecto dominó en otros países deudores; y Angela Merkel tampoco está segura de
su propia mayoría en el Bundestag. Pero está fuera de toda duda la necesidad de
revisar una política equivocada a la luz de sus consecuencias
contraproducentes. Por otro lado, tampoco se puede culpar del desastre solo a
una de las partes. No puedo juzgar si a las maniobras tácticas del Gobierno
griego subyace una estrategia meditada, ni qué hay que atribuir a imposiciones
políticas, qué a la inexperiencia o a la incompetencia de los negociadores.
Estas difíciles circunstancias impiden explicar por qué el Gobierno heleno pone
difícil incluso a sus simpatizantes discernir un rumbo en su errático
comportamiento. No se observa ningún intento razonable de construir
coaliciones; no se sabe si los nacionalistas de izquierda tienen en mente una
idea un tanto etnocéntrica de la solidaridad e impulsan la permanencia en la
eurozona solo por razones de astucia, o si su perspectiva va más allá del
Estado nación. La exigencia de una quita de la deuda, bajo continuo de sus
negociaciones, no basta para despertar en la parte contraria la confianza de
que el nuevo Gobierno va a ser diferente, de que actuará con mayor energía y
responsabilidad que los Ejecutivos clientelistas a los que ha sustituido.
Tsipras y Syriza hubieran podido desarrollar el programa reformista de un
Gobierno de izquierda y “presentárselo” a sus socios de negociación en Bruselas
y Berlín.
La
discutible actuación del Gobierno griego no suaviza un ápice el escándalo de
que los políticos de Bruselas y Berlín se nieguen a tratar a sus colegas de
Atenas como políticos. Aunque tienen la apariencia de políticos, solo se
permiten hablar en su condición económica de acreedores. Esa transformación en
zombis busca presentar la dilatada situación de insolvencia de un Estado como
un suceso apolítico propio del derecho civil, un suceso que podría dar lugar al
ejercicio de acciones ante un tribunal. Pues de este modo es tanto más fácil
negar una corresponsabilidad política.
Merkel
embarcó desde el principio al Fondo Monetario Internacional (FMI) en sus
dudosas maniobras de rescate. El FMI tiene competencias sobre las disfunciones
del sistema financiero internacional; como terapeuta, vela por su estabilidad
y, por tanto, actúa en el interés conjunto de los inversores, en especial de
los inversores institucionales. Como miembros de la troika, las instituciones
europeas también se funden con este actor, de tal modo que los políticos, en la
medida en que actúen en esta función, pueden retirarse al papel de agentes que
se rigen estrictamente por normas y a los que no se les pueden exigir responsabilidades.
Esa disolución de la política en la conformidad con los mercados puede explicar
la desvergüenza con la que los representantes del Gobierno federal alemán,
todos ellos personas sin tacha moral, niegan su corresponsabilidad política en
las devastadoras consecuencias sociales que han aceptado, en tanto que líderes
de opinión en el Consejo Europeo, como consecuencias de la imposición de un
programa neoliberal de austeridad. El escándalo dentro del escándalo es la
obcecación con la que el Gobierno alemán percibe su papel de liderazgo.
Alemania debe el impulso inicial para su despegue económico, del que todavía se
alimenta hoy, a la generosidad de las naciones acreedoras que en el Tratado de
Londres de 1954 condonaron más o menos la mitad de sus deudas.
Pero
no se trata de una puntillosidad moral, sino del núcleo político: las élites
políticas de Europa no pueden seguir ocultándose de sus electores, escamoteando
incluso las alternativas ante las que nos sitúa una unión monetaria
políticamente incompleta. Son los ciudadanos, no los banqueros, quienes tienen
que decir la última palabra sobre las cuestiones que afectan al destino
europeo.
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