1 oct 2014

Los camarones del líder Raúl Álvarez Garín/Elena Poniatowska

 Los camarones del líder Raúl Álvarez Garín/Elena Poniatowska
La Jornada, 30 de septiembre de 2014
Por desgracia no estaba yo en México cuando el homenaje a Raúl Álvarez Garín en la sala Miguel Covarrubias de la Universidad Nacional Autónoma de México. Habría yo ido corriendo. Hace 45 años que conozco a Raúl y soy su deudora. Sin él no habría La noche de Tlatelolco. Sin él no habría ese líder valiente y justiciero, capaz de permanecer meses, semanas y días en huelga de hambre.
 Sin él jamás se habría dado el juicio que lo hizo llevar a Luis Echeverría al banquillo de los acusados; sin él no sabríamos lo que es la continuidad ni la constancia de la lucha; sin él no habría Estela de Tlatelolco; sin él jamás habríamos leído Punto Crítico; sin él no habría una constancia escrita de los infames procesos que él solo se preocupó en publicar; sin él el Politécnico sería distinto, porque Raúl está ligado al Poli de por vida (al menos en mi cabeza); sin él, tampoco habría camarones gigantes a la vinagreta preparados entre carcajadas.

 En Lecumberri, en noviembre, diciembre y enero de 1968, Raúl reunió a varios estudiantes en su celda y les dijo: Cuéntenle a Elena. Era el jefe indiscutible acompañado por su inseparable Félix Lucio Hernández Gamundi. Me hizo llegar testimonios de hombres y mujeres por medio de los abogados Carlos Fernández del Real y Carmen Merino, que acudían todos los días a Defensores, un galerón en el que resonaban las máquinas de escribir del año de la canica. María Fernanda Campa, entonces su mujer, le pidió a Guillermo Haro guardar escondidos en un ropero los pesados tomos de los procesos de cada preso político, llenos de delitos absurdos.
Raúl entonces era un muchacho delgadito y nervioso que se acuclillaba en su pequeña celda para que otros pudieran sentarse en la litera, en el escusado de hierro, en el primer butaquito, en lo que fuera. Su autoridad era indiscutible. Todos acudían a su llamado. Por eso, pude escribir La noche de Tlatelolco.
Cuando lo liberaron, nos vimos en varias ocasiones y nos seguimos viendo a lo largo de la vida. En 1985 lo hicimos con gran frecuencia, porque Raúl organizó con Daniel Molina un centro de información y de terapia para los damnificados por los sismos del 19 y el 20 de septiembre. Muchos hombres, mujeres y niños llegaron a contar su tragedia en una terapia de grupo. Todos necesitaban que alguien los oyera. Y Raúl lo comprendió antes que nadie.
Un cineasta de Los Ángeles, de nombre Juan Garduño, quiso filmar la saga estudiantil y nos reunimos en la casa: la Tita (Roberta Avendaño), Roberto Escudero, Raúl y quienes quisieran escribir un guión del movimiento y de la masacre. La película nunca se hizo, pero a nosotros nos encantó vernos de nuevo.
Más tarde, Raúl y yo fuimos juntos a Cuernavaca para dar una charla acerca del 68 con Rius, y nos condujo su hijo Santiago, del que Raúl está tan orgulloso que hasta engordó. Durante el trayecto de ida y de venida sólo hablamos de música. No sabía yo que Raúl era un melómano y que oía a Frescobaldi y a Vivaldi.
Un hombre como Raúl no se crea de un día para otro, un hombre que lucha por la justicia, que defiende la verdad sólo puede formarse con el ejemplo de padre y madre que tengan los mismos ideales, que le enseñen que en el mundo existe la injusticia, el hambre, la desigualdad y es indispensable combatirla.
Manuela Garín de Álvarez, madre de Raúl, jamás imaginó que su hijo pudiera caer preso. Sabía que Raúl pertenecía al Consejo Nacional de Huelga, porque así era él, aguerrido y defensor de las causas justas. Su espíritu de pelea se manifestó desde que era niño. Tania, su hermana, fue más dócil, obedecía, pero Raúl quería una explicación para cada una de las órdenes que le daban sus padres. Manuela, matemática, intentaba domar su rebeldía. El 2 de octubre, a Manuela la llamó su marido, también Raúl: “No salgas, porque esto está horrible. El Ejército tomó la plaza”. Esa misma noche, su hijo Raúl desapareció y a partir de ese momento Manuela y Raúl padre sacaron desplegados durante más de un mes en El Día, que decían: Han pasado cinco días y no sabemos nada de nuestro hijo Raúl Álvarez Garín.
Cuando Manuela por fin logró verlo en su celda, en Lecumberri, no hubo lágrimas ni lamentaciones. Raúl, muy serio, la saludó con una frase que 40 años después no olvida: “Mamá, hay muchos muchachos que no tienen quién los defienda, hay que buscarles un abogado…” También le advirtió: Mamá, por favor, no vayas a traer nada que esté prohibido para no tener que pedirles nunca nada a estos carceleros. Tráeme una cazuela grande para cocinar para varios fue lo único que Raúl pidió y Manuela tuvo que sacar el permiso en la dirección del Penal. Le espetó al militar que lo autorizó: A usted le consta que la cárcel de estos muchachos es una injusticia.
Cuando Raúl salió exilado a Perú después de dos años y ocho meses de cárcel, el juez le dijo a Manuela: –La felicito, señora, porque su hijo es una persona íntegra, correcta.
Raúl Álvarez Garín y su inseparable Félix Lucio Hernández Gamundi, Daniel Molina y muchos otros, Javier El Güero González Garza, también matemático, enjuiciaron y consiguieron que a Luis Echeverría, entonces secretario de Gobernación, le dieran su casa en San Jerónimo como cárcel. A la gran puerta de madera en San Jerónimo acudieron Rosario Ibarra de Piedra y Jesusa Rodríguez, y le aventaron cubetazos de pintura roja.
Seguramente muchas madres, como Manuela, están más tranquilas porque la masacre no es un capítulo que se ha borrado de la historia del país: Lo que va a quedarse para siempre en la historia es que el 2 de octubre fue un genocidio. Si Luis Echeverría cometió un genocidio, debe responder por él; lo mismo que los demás –dice Manuela Álvarez Garín, con esa seguridad que la agiganta y la hace admirable.
En Raúl Álvarez Garín, leal a Cuauhtémoc Cárdenas, yace la verdad del 68 y su voz es la más autorizada. A su honestidad sólo la supera la destreza con la que prepara sus camarones escogidos uno a uno en La Viga, que esperamos comer pronto para chuparnos los dedos y serenarnos el alma.

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