29 sept 2008

Vivir con miedo en Morelia

Bitácora del director/Pascal Beltrán del Río
Publicado en Excelsior (www.exonline.com.mx), 28 de septiembre de 2009
Vivir y morir en Morelia
Lo inimaginable está ahí para ser imaginado. J.M. Coetzee
En el lugar donde estalló la segunda granada, a unos pasos del Templo de la Merced, hay un pequeño altar con veladoras y arreglos florales.
Hace unos días, me detuve a leer los versos que alguien colocó en el sitio donde murió
desangrado el obrero y miembro de la porra del club de futbol Monarcas Alfredo Sánchez Torres.
“Ya basta de vivir a medias”, dice el escrito.
Eché a andar nuevamente por la avenida Madero, hacia la plaza Melchor Ocampo, pensando en el significado de esa frase.
Al principio me sonó a miedo y resignación frente a las ejecuciones, balaceras, el desmembramiento de cadáveres y los levantones que los michoacanos han padecido desde hace ya algunos años. Lo que faltaba era lanzarle granadas de fragmentación a la gente común, concluí.
Sin embargo, conforme fueron corriendo las horas de mi estancia en Morelia —donde pasé largas temporadas de cobertura periodística en los años 80 y 90 e hice muchos amigos—, fui descubriendo el otro drama, más profundo, que se destapó con el atentado.
Me di cuenta de que “vivir a medias” es algo bastante más terrible, y subyace en la tragedia de la noche del Grito: A muchos morelianos —no me atrevería a decir si se cuentan por decenas o por centenares— les han arrebatado la voluntad.
Morelia vive bajo el yugo de la extorsión.
Las historias tienen nombre y apellido y sucedieron en lugares públicos, a veces a plena luz del día. Quienes las han vivido difícilmente las comentan si no es con personas de su confianza.
Hay una violencia que no es estridente sino silenciosa y no aparece en las estadísticas: Hay secuestros que no requieren de llevarse al plagiado y ejecuciones en que la víctima es el alma y no el cuerpo.
Basta tener la apariencia de holgura económica para recibir una de las visitas que se han vuelto tan típicas como el ate de membrillo.
“Somos de La Familia y venimos a protegerte de Los Zetas”, comienza la cantaleta que han conocido empresarios de distinto calado.
A algunos, el resto de la perorata los convence: “Esos Zetas son unos asesinos, matan a niños y mujeres, y vienen a envenenar a nuestros hijos con su cristal. ¿Eso cuándo había pasado acá en Michoacán?”
Quizá uno de los efectos del ataque terrorista del lunes 15 —cuya autoría se atribuye a Los Zetas— sea reforzar su impresión de que sólo La Familia puede cuidarlos.
Pero tanto para los creyentes como para los descreídos, el resto de la visita es el principio de una pesadilla: “Necesitas darnos tanto para que no te vengan a molestar. Nosotros vamos a proteger tu negocio y a tu familia”.
La mayoría de los visitados acaba cediendo, por convicción o por miedo, al ofrecimiento de protección.
De un cúmulo de narraciones desesperadas elegí dos para esta entrega de la Bitácora (omitiré algunos datos para no poner en riesgo a las familias extorsionadas, así como a quienes compartieron este drama).
Primer caso: A las oficinas de una empresa de muebles llegaron dos sujetos malencarados. Preguntaron por el dueño, quien se encontraba de viaje de negocios en el extranjero.
Con una paciencia infinita, volvieron a buscarlo una y otra vez. A su regreso, enterado por sus empleados de las extrañas visitas, el empresario negó ser quien es cuando fue abordado una tarde en el estacionamiento de su negocio.
“No te hagas pendejo”, le dijeron los hombres, quienes no parecían preocupados por esconder su apariencia. “Sabemos quién eres”. Para probarlo, le mostraron una foto suya tomada en una ocasión social, cuando se encontraba con familiares y amigos.
Descubierto, no le dejaron opción. “Vamos a platicar”, le propusieron. El consentimiento resultaba innecesario. Lo encaminaron a un popular restaurante de pollo frito, ordenaron muslos estilo Sinaloa y cerveza… y comenzó la extorsión.
Después de recetarle la cantaleta de rigor, uno de los extorsionadores escribió una cantidad en una servilleta manchada de grasa y se la puso frente a la cara. “Es mucho dinero”, pensó el empresario mientras pagaba la cuenta. “Pero peor es morir”.
Hoy cubre puntualmente el tributo.
Segundo caso: El nombre de este empresario restaurantero y los datos de sus negocios siguen en internet, pese a que lleva casi tres meses de muerto. La realidad virtual no reconoce los certificados de defunción.
Como sucedió en el caso anterior, este hombre recibió una visita y escuchó la oferta de quienes posaban como sus redentores. Sin embargo, su respuesta fue la contraria: “Ah, chingá, ¿y por qué les tengo que pagar por eso? Yo me puedo proteger solo”.
Los extorsionadores le hicieron ver que su propuesta de protección no admitía condiciones, mucho menos una negativa. Insistieron. La respuesta fue siempre la misma, incluso ante la amenaza.
Intranquilo e indignado, el restaurantero compartió la información con algunos clientes y amigos. Anestesiados por tanta desgracia, sus interlocutores no le prestaron demasiada atención.
Una noche de julio pasado, el empresario circulaba por la colonia Chapultepec Oriente en su Mercedes rojo, en compañía de dos personas. En la esquina de las calles Mariano Arista y Lucas Balderas, le salió al paso una camioneta Suburban, de la que descendieron dos pistoleros para acribillarlo.
Moribundo, el restaurantero fue conducido a un hospital, donde murió media hora después. Sus acompañantes resultaron ilesos.
Las líneas de averiguación que sigue la Procuraduría estatal en este caso son dos: líos de faldas y deudas.
La moraleja de estas historias, en cambio, no puede ser sino una: Vivir a medias es tener que escoger entre la extorsión y la muerte.

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