La
advertencia escocesa/José Antonio Zarzalejos
La
Vanguardia |21 de septiembre de 2014
La
negativa muy holgada de los escoceses a separarse del Reino Unido ha coincidido
aquí con la consunción del proceso soberanista catalán. Son episodios políticos
que pueden leerse e interpretarse conjuntamente pero sin la simplificación que,
habitualmente, tiende al sectarismo. Todos tienen argumentos confortables para
llevar el agua a su molino, pero un análisis con proyección política y de
futuro huye de la complacencia con los argumentos propios e indaga en el contenido
aleccionador de los hitos históricos. Como ciudadano, me inquieta -y lo subrayo
porque a muchos otros también les sucede- que del no escocés y de la
imposibilidad jurídica y política de la consulta que pretenden los
independentistas en Catalunya se derive un sentimiento de fracaso en los que
han perdido en este trance, o, peor aún, que alguien con capacidad
representativa bosqueje un discurso humillante para ellos.
La
gran advertencia escocesa apela a la mesura. Los latinos resumieron la bondad
de las soluciones en una sentencia de validez universal: In medio, virtus. Se
dice que en Escocia se ha producido un win-win y es cierto, aunque esa victoria
recíproca sólo pueda cobrar sentido en el particular marco constitucional
-consuetudinario, flexible e indefinido- con el que ha venido funcionando el
Reino Unido. Edimburgo gozará de una devolución de poderes (recordemos el
manifiesto The vow de Cameron, Miliband y Clegg en el Daily Record) y Londres
seguirá siendo la capital de un Estado unido. Se ha producido una gran crisis
constitucional que rescatará al Reino británico de su tertium genus, otro
latinajo muy plástico, que expresa esa zona medianera en la que algo, en este
caso un modelo político, no es ni carne ni pescado. El tertium genus británico
-ni Estado unitario, ni autonómico, ni regional, ni federal- ha saltado por los
aires aunque no lo ha hecho la unidad estatal. Los británicos van a migrar a un
esquema seguramente federal porque el referéndum escocés ha despertado también
a la propia Inglaterra, a Gales y a Irlanda del Norte. Ha sido una convulsión
no letal y acaso resulte catártica.
El
sistema constitucional español, muy diferente del británico, consagra un Estado
indivisible -soberanía única depositada en el conjunto del pueblo español- pero
reconoce el autogobierno de las nacionalidades y las regiones. Los referéndums
vinculantes están reservados para la reforma de la Constitución, si es por el
procedimiento agravado, y para los estatutos de autonomía. Por lo tanto, no
cabe -ni al amparo del artículo 92 de la Carta Magna, ni mediante una
habilitación por ley autonómica- someter a consulta no vinculante nada menos
que un fundamento del Estado. Por esa razón el proceso soberanista catalán ha
entrado en una consunción política y jurídica. La contemporaneidad en una
sociedad evolucionada como la catalana impide una desobediencia civil impropia
de un entorno internacional que contemplaría semejante escenario con
perplejidad.
Pero
la indivisibilidad del Estado nada tiene que ver con la imposibilidad de su
reforma. El Estado autonómico es en España también un tertium genus, un modelo
disfuncional y ambiguo. No es, ni lejanamente, federal porque es vertical y no
horizontal; porque no hay una Cámara senatorial que integre decisiones
estratégicas y sea primera y única instancia legislativa en determinados
asuntos; porque no ofrece una fórmula segura y eficiente de financiación bajo
el principio de la solidaridad y de la ordinalidad, y porque hay una constante
interferencia entre Estado y comunidades, remitiendo la fatigosa conflictividad
institucional a un Tribunal Constitucional que trata de rehacerse de un fuerte
desgaste en su reputación.
Nuestro
particular win-win no es el escocés, pero está emparentado. Y consiste en una
reforma constitucional de corte federal que se someta a referéndum en toda
España, no para dar más a nadie, sino para que los autogobiernos sean de mayor
calidad y preserven mejor y más ampliamente las especificidades -financieras,
lingüísticas, institucionales y culturales- de comunidades con percepción
nacional como Catalunya. Por supuesto, ni en el Principado ni en el País Vasco
una medida de esa naturaleza haría desaparecer las tensiones secesionistas,
pero -véase Quebec- las haría regresar a lo que representaban hace tres lustros.
Condición imprescindible para abordar en el futuro esta iniciativa -y habrá que
hacerlo, sí o sí- es sentar un principio constitucional de lealtad mutua como
ocurre en la mejor tradición de estados compuestos como el alemán. Se cumplirá
así la advertencia escocesa: es mejor que ganemos todos. O que nadie pierda.
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