26 oct 2014

El otoño de nuestra indignación

El otoño de nuestra indignación/FABRIZIO MEJÍA MADRID
Revista Proceso No. 1982, 2014-10-25
Breviario de lo que nos viene sucediendo

 Ahí sigue la pinta en la base de una de las fuentes de Paseo de la Reforma: “Pienso, luego me desaparecen”. Fue escrita con una perfecta letra plateada el 8 de octubre de 2014 y, dos semanas después, sigue ahí. Hoy –miércoles 22– asistimos a la marcha de las indignaciones –“Protesta Global Todos Somos Ayotzinapa”–, a la que rasca el aire para asir un futuro de agitaciones nacionales e internacionales cuyo desenlace es esperanzado: “Que se vayan todos”. Un sitio ideal sin políticos, sin mediadores corruptos; sólo la gente representada por sí misma. Y aquí, vaya que hay mucha gente, marchando en silencio, indignada, llorosa, iracunda. Llenan el Zócalo de la capital de México, como no se había visto en anteriores movilizaciones: Guardería ABC, Reforma Energética, Cadena Humana contra la Ley de Telecomunicaciones, los maestros contra la Educativa. Algo ha cambiado. Pero, ¿qué es? Es el ánimo.
 La frase cartesiana –“Pienso, luego…”– ha venido construyéndose en estos días en los que la educación y la cultura parecen ser el último reducto de lo tocado por las “reformas estructurales” o, como dice un cartel, de la “Reforma del Establo”. Son, por supuesto, los universitarios, los estudiantes del Politécnico que no habían salido a las calles en masa prácticamente desde aquel julio de 1968. Pero lo son, también, los maestros y alumnos de las normales rurales como Ayotzinapa. Una vez más se ven los rostros la ciudad universitaria y el patio rural. El signo está frente al Palacio Nacional: los mesabancos de madera cruda, vacíos, donde ya sólo se sientan las fotocopias de los rostros de los ausentes.

La historia se cuenta en desbandada: a un movimiento de las escuelas del Politécnico contra una reforma aparentemente administrativa que significa su fin como fuente de educación científica y tecnológica, se le une una desesperación por los desaparecidos –43– de una normal legendaria, en Ayotzinapa, Guerrero. Normales rurales formadas por el cardenismo para abastecer de letras a las comunidades agrarias e indígenas. Un Politécnico, también formado por el cardenismo para abastecer de científicos a la industria nacional. Los dos en riesgo de desaparición. Se asume que el delito es pensar.
Las fuentes de la indignación
Llego a Acapulco el 19 de septiembre. Se trata de un seminario sobre José Revueltas organizado por la Universidad Autónoma de Guerrero (UAG). Se habla de las protestas en el Instituto Politécnico Nacional –leo algunas consignas entre las risas de los estudiantes sudorosos en las sillas del Fuerte de San Diego: “Más IPN, menos EPN”, “Mejor no estudio y me vuelvo presidente”, “Somos los nietos de los que no pudiste matar. Hijos de quienes no pudiste callar. Alumnos de los que no pudiste comprar”– que redundaron en un paro y el intento mediático del secretario de Gobernación, Osorio Chong, de calmarlas con un calculado “lo que pidan”. Inmersa en un proceso de reforma, la UAG ya no es la “universidad-pueblo” de los años setenta, sino que discute los límites de su propia autonomía y si el voto de los alumnos debe pesar tanto como el de los profesores. Van –me dicen los estudiantes– como el Politécnico, hacia un Congreso Universitario: “No queremos que nos suceda lo que en la UNAM en 1990. Ellos fueron solos y empataron con las autoridades. Nosotros queremos ir con los politécnicos de México”. Sin embargo, Acapulco está colapsado, no por la agitación estudiantil, sino por lo que ahora se percibe como su contrario: el alcalde Luis Walton Aburto acarrea tantos camiones para tener público en su informe de gobierno que no deja calle transitable. Mientras transcurre ese virtual secuestro de las autoridades del puerto decido hacer tiempo en La Granja, el restorán favorito de Carlos Montemayor, el autor de Guerra en el Paraíso. En medio de la modorra calurosa de Acapulco, de pronto, un comando de encapuchados –pasamontañas, ropa de camuflaje y rifles de asalto AR-15– irrumpe en el lugar. Miran a las familias desayunando con sus hijos, nos escrutan sin dejar de apuntarnos. De pronto, uno de los soldados-narcos –uno qué va a saber a estas alturas– saca del jardín a un cachorro de león. Lo mantiene entre sus brazos haciendo que su rifle de asalto se bambolee distraídamente entre apuntar al piso y a mi café de la mañana. Lo que me sorprende no es la aparición de un león en pleno restorán –los niños dicen: “Mira al gatito”– sino que los comensales no se alarmen de la presencia de un comando.
 Ha pasado un poco más de un mes de esto mientras camino por la marcha de la “Protesta Global Todos Somos Ayotzinapa” en la Ciudad de México. Supongo que ya en este recuerdo tan fresco estaban dadas las cartas de lo que sería la desaparición de los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos Alanís: la prepotencia de los gobernantes preocupados sólo por su imagen, los cálculos electoreros y el acarreo; la aparente normalidad con la que se convive con gente armada; la idea de que los encapuchados dirigen un negocio irrebatible que va del gobierno a la heroína y de regreso; la suposición del país de la prepotencia impune: ustedes, aguántense. La respuesta civil, espontánea, irritada, recicla la frase de los argentinos durante la crisis de 2001: “Que se vayan todos”.
 Desde la primera marcha en la Ciudad de México por Ayotzinapa – miércoles 8– el ánimo de resignación va apretando los puños: “Cuando se lee poco, se dispara mucho”; “¿A quién recurro cuando es la policía la que nos mata?”; “No los conocí, pero son mis hermanos”; “Las escuelas no forman guerrilleros. La desigualdad, sí”.
 Pensar y desaparecer parecen sinónimos. Se equipara la existencia de los estudiantes pobres, radicales –hay que decirlo: el polvo no deja más alternativas–, con su ausencia.
 Mientras transito por los contingentes de normalistas, universitarios de todas las persuasiones –unamitas, uacemitas, uamitas, polis: la pertenencia escolar como posible patriotismo–, las “goyas” y los “huelums”, pienso, a riesgo de desaparecer, que este México ya no es el de la resignación rulfiana. Ya no es el de “diles que no me maten” sino el de la consigna de Rosario Ibarra de Piedra en los años ochenta del siglo pasado: “Vivos los llevaron. Vivos los queremos”. Por eso el silencio, el luto, las veladoras no impregnan esta marcha de cientos, miles, hacia el Zócalo. Es la urgencia de vivir, de defenderse, de propinar el puñetazo épico a sabiendas de la superioridad del adversario. Tenemos al enemigo, el que nos quiere desaparecer, asesinar, quemar vivos con diésel –según el dicho del padre Solalinde, en una perfecta metáfora de la nueva “administración de la abundancia” petrolera– acobardado en sus oficinas. Inmóvil, el presidente Peña y sus secretarios, esquivos los dirigentes del PRD –esa franquicia que lo mismo puede decirse “de izquierda” que “realista”– y sus líderes municipales narcotraficantes no alcanzan a mirar el nivel de nuestra indignación. No la entienden porque provienen del México “del que se enoja, pierde”, de la resignación y el aguante como prueba de hombría. El dolor como símbolo nacional va mermando hoy en esta marcha por los desaparecidos. Lo que priva es la irritación y la vehemencia. No aguantarse, como en esa versión priista de que ser mexicano es ser un intachable faquir: no gritar con el picante, tragarse el desamor y los desdenes, dejarse quemar por la autoridad y el tequila. Es un “ya basta”, menos retórico que en otras ocasiones. El ánimo ha cambiado.
 Mientras camino por los contingentes saludando a los profesores de la Universidad Autónoma de Sinaloa, al rockero inextinguible Guillermo Briseño, a la inagotable periodista Carmen Aristegui, a Sara Schultz, la experta en arte contemporáneo en su bicicleta, recuerdo en flashazos un encuentro con los maestros de la Sección XXII en Oaxaca hace apenas unas semanas, el sábado 11. Quinientos profesores de primarias rurales en la escuela primaria Abraham Castellanos con sus techos de Eiffel –un sismo de 5.7 a la mitad de la charla nos hizo correr hacia los cimientos metálicos– y su inusitada combatividad. Me viene a la memoria el discurso de unos de sus maestros, con su camisa blanca almidonada, sus jeans, sus manos engarrotadas apretando un cuaderno de donde lee:
 –La vía pacífica ya no es posible cuando el Estado es el que nos agrede.
 Pienso en las autodefensas de Michoacán y Manuel Mireles en prisión. En la cruzada de Javier Sicilia, y los padres Vera y Solalinde. En Lydia Cacho. En los miles que desde la primavera hemos insistido en que la representación en México está muerta, que lo que dicen los partidos, el presidente, el Congreso, la televisión, las encuestas no es lo que realmente somos. El cambio de ánimo se operó en estos seis meses: en la lista de los verdugos, seguimos nosotros. Antes que desaparecer, vamos a defendernos. Recuerdo haberme acercado al profesor en el encuentro con la Sección XXII de la CNTE.
 –¿Qué hacemos entonces, profe? –le pregunté absurdamente, como si alguien tuviera la respuesta que tiene que ser colectiva.
 –No sé. A mí ya me jubilaron.
 La herencia y el trauma
 El viernes 17 apareció en Acapulco esta pancarta hecha por un estudiante: “Nos han quitado tanto que ya hasta nos quitaron el miedo”. A estos días de Ayotzinapa se les encuentra una memoria: son como el 2 de octubre de 1968 por la matanza de estudiantes ordenada por un poder que detenta el monopolio de la locura: la esposa del alcalde de Iguala, ovacionada por sus acarreados, peones del Cártel de los Beltrán Leyva, y su marido, José Luis Abarca, cuya oficina tenía espejos en vez de paredes para mirarse en ellos todo el tiempo. Son como la “guerra sucia” de los setenta por la consigna de que todo estudiante es sospechoso de subversión. Son el reverso de la izquierda de 1988, porque ahora es el PRD el involucrado en una represión en el mismo estado donde, hace 15 años, era la víctima del salinismo. Una herencia hecha de traumas, como la red de agujeros, se desmadeja entre las avenidas del país, seguros espejos de lo que sucede en el Zócalo de la capital, ese centro de centros, ese hueco de huecos.
 Pero hoy, al recorrer las aceras, nada es igual a otros años. No es una fosa común. De la primavera disruptiva al otoño indignado hay un ánimo que viene de otros momentos. Por ejemplo del terremoto de 1985: si la autoridad se esconde, aquí estamos nosotros para hacerlo mejor, democráticamente y sin corruptelas. Sólo nosotros nos representamos. Por eso la insistencia de los estudiantes en desfilar con credenciales en mano: “Yo soy éste y tengo el mismo valor que aquél que aparece en la televisión”. Nadie que dijo representarnos cumplió con lo que se esperaba.
 La crisis de representación alcanza así su fondo. Se lloran lágrimas de destierro a sabiendas que ese país que se nos ha ido es una herencia y no un trauma, y que sus gobernantes no serán ni siquiera un lamento. Me dirán que es la vida que nos llena de lazos que pocas veces conducen a algo, de esperanzas vanas, cochambres imperdonables, pero no.
 A las afueras de los contingentes de esos estudiantes alegres del otoño una fila interminable de señoras levanta letreros hechos a mano. Uno de ellos recaba aplausos: “Estar vivo es subversivo. Mantengámonos así”.
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O pagan o no construyen…/JESUSA CERVANTES
Proceso
En la peligrosa región de México que hoy acapara la atención mundial, la de Tierra Caliente en Guerrero, las empresas constructoras padecen secuestros, el cobro de derecho de piso y extorsiones del crimen organizado; y aunque el gobierno siempre lo ha sabido, en lugar de brindar seguridad suspende obras e incluso eleva exageradamente sus costos.
El gobierno federal conoce plenamente la situación (Proceso 1981). Documentos de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) dan cuenta de un caso en que una constructora optó por suspender sus labores.
De acuerdo con un oficio del Centro SCT Guerrero, firmado por su director general, Eduardo Rodríguez Abreu, seis empleados de la empresa Coconal, SAPI de CV fueron secuestrados en Ajuchitlán del Progreso:
“Me refiero a los trabajos que ejecuta la empresa Coconal en la región de Tierra Caliente (en los municipios de Ajuchitlán, Coyuca de Catalán y San Miguel Totolapan).
“…Informo a usted que la empresa citada comunicó a este Centro SCT Guerrero que el día viernes 10 de octubre, seis trabajadores de esa empresa fueron privados de su libertad por un grupo no identificado en la comunidad de San Antonio de Los Libres, municipio de Ajuchitlán, mismos que fueron liberados cuando se dio un enfrentamiento con otro grupo armado no identificado en la madrugada del día siguiente”.
La noche del martes 14, en Ajuchitlán, por lo menos 100 sujetos con armas de alto calibre llegaron a la comunidad de La Llama, asesinaron a los taxistas Arturo Refugio y Santana Martínez Marcos e incendiaron sus vehículos. Además, levantaron al joven Ventura Bautista, cuyo paradero se desconoce hasta el momento.
El miércoles 15, Coconal informó al Centro SCT Guerrero que un grupo del crimen organizado les exigió el pago de derecho de piso para que le permitieran trabajar:
“La empresa –se dice en el documento de la dependencia federal– informó que el día de hoy, a las 13:00 horas aproximadamente, se presentaron ante el personal de la misma un grupo de personas que los amenazaron haciendo peticiones económicas, debiendo suspender los trabajos en todos sus puentes hasta en tanto no exista un arreglo, bajo riesgo de poner en peligro su vida”.
Héctor Ovalle Favela, representante de Coconal, le reiteró a la SCT “que suspenderá la totalidad de los trabajos hasta en tanto no existan las condiciones que permitan reanudarlos”.
La empresa estaba construyendo cuatro puentes. Uno es el de Hacienda Santa Fe, en Ajuchitlán, con una longitud de 150 metros y el cual lleva un avance de 27%. Este fue el primer trabajo suspendido por el secuestro de los seis trabajadores.
Otro puente, llamado Amuco, deberá alcanzar los 90 metros, está en Coyuca de Catalán y tiene 17% de avance. Uno más, en el mismo municipio, es el de San Juan Chamacua, que tendrá 150 metros y está adelantado en 21%. El cuarto puente es el de San Miguel Totolapan, en el municipio del mismo nombre; tendrá 270 metros de longitud y lleva un avance de 21.5%.
Ahí, el pasado 24 de septiembre apareció flotando en el río Balsas el cuerpo del sacerdote de la parroquia de San Pedro Totolapan, Ascención Acuña Osorio. Testigos dijeron que días antes un grupo armado se lo llevó a la fuerza.
El costo de no invertir
Mientras el crimen organizado aterroriza, asesina y cobra por dejar trabajar, la SCT escatima recursos para la ampliación de la carretera Iguala-Teloloapan-Arcelia, y el dinero que sí ha llegado se está aplicando de manera dudosa, pues  se han pagado sumas muy altas.
La solicitud de ampliación de dicha carretera obedece a que en esa zona se han reportado frecuentes asesinatos y levantones, confía a la reportera una fuente que pide el anonimato porque ya está amenazada de muerte.
De acuerdo con otros documentos emitidos por el jefe del Centro SCT Guerrero, Rodríguez Abreu, el plan es ampliar la vía en 68.5 kilómetros, con un costo estimado en 500 millones de pesos. Sin embargo, el año pasado sólo se avanzó cinco kilómetros, a 14 millones de pesos por kilómetro.
“Es absurdo el costo porque es una zona plana, y la grava y la arena que usaron la sacaron del río, no la compraron. Además, el material de tepetate que usaron lo tomaron de la propia comunidad”, dice un habitante de la región.
En el documento oficial se indica que para 2013 se autorizaron 70 millones de pesos y se contrató la construcción de 5 kilómetros. Ese año se utilizaron 34 millones y en 2014 los otros 36 millones de pesos.
Para 2014, en plena crisis de seguridad, la SCT sólo ha adelantado 3 kilómetros y gastó 41.2 millones de pesos, es decir que cada kilómetro costó 13.73 millones.
El mismo informe refiere que se contrataron tres puentes más por 12.4 millones de pesos, esto es, 4.13 millones de pesos por puente. Y para  noviembre se pretende construir el puente Presa Vicente Guerrero, por el cual se pagarán 4.5 millones.
Así, a la demanda de ampliar la carretera Iguala-Teloloapan-Arcelia en 68.5 kilómetros a fin de reducir el nivel de inseguridad, el gobierno federal sólo ha respondido con ocho kilómetros construidos, en los cuales erogó 112 millones de pesos, “lo que resulta exorbitante”, comenta la fuente.
La SCT presume que este año se han invertido 94 millones de pesos en obra carretera y que se podrán construir otros ocho kilómetros después que se revise el proyecto que le envió el gobierno del estado y “el cual se encuentra en proceso de validación, motivo por el cual no se pueden licitar los tramos subsecuentes” de los 68.5 kilómetros autorizados para la ampliación.
En cambio, el gobierno federal decidió enviar contingentes de la Policía Federal y de las Fuerzas Armadas justamente a Iguala, Teloloapan y Arcelia, así como a otros nueve municipios guerrerenses tras la ejecución de 22 personas en una bodega de San Pedro Limón, Tlatlaya (municipio colindante con Arcelia) el pasado 30 de junio, y el asesinato de dos normalistas, un futbolista adolescente, un taxista, una mujer y el chofer de un camión, así como la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa la noche del 26 de septiembre.
CHILPANCINGO.- El Congreso local, constituido en Colegio Electoral, eligió a Rogelio Ortega Martínez, ex secretario general de la Universidad Autónoma de Guerrero (UAGro), como gobernador interino del estado, en sustitución de Ángel Aguirre, quien pidió licencia al cargo luego de la desaparición de 43 normalistas en Iguala.
Con 39 votos a favor, seis en contra y cero abstenciones, los diputados locales votaron a favor de la propuesta única de la Comisión de Gobierno.
En la sesión, sólo estuvo ausente el hijo del gobernador con licencia, Ángel Aguirre Herrera.
Posteriormente, en sesión solemne, Rogelio Ortega rindió protesta como gobernador interino ante el Congreso de Guerrero.
En el acto estuvieron presentes decenas de universitarios y ex compañeros del nuevo mandatario, quien se mantendrá en el puesto hasta octubre de 2015.
“Protesto mirando por el bien y prosperidad de la entidad si así no lo hiciera que el pueblo y la nación me lo demanden”, declaró.

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